lunes, 12 de agosto de 2024

¿Es la mística el ultimo disfraz?

 

¿Es la mística el último disfraz?

No lo creo y por supuesto que sí para esto hay que comprender el anudar y el desanudar yo hago el Quipu religioso chaupi qupi, desanudo Koshi kene y encuentro el misterio pascual pero aquí viene el problema ¿Es mi anudar el que creo el problema o había un real problema? Por esto la cuestión el pecado, si hay pecado hay un real problema, sino el pecado solo es un problema de lo real simbólico y lo real simbólico exige la separación, la muerte para que luego el héroe del mito instaure el símbolo que nos pueda religar pero en lo real nunca hubo un problema, el problema estuvo en nuestra mente, en nuestro lenguaje, más es claro que sin hacer el quipu y luego desanudarlo no hubiéramos podido religarnos a lo real pero y ¿Si el problema está  en lo real?  Eso no puede ser  porque lo real es simple ahí no hay problema, no hay contradicción, no hay conflicto per en nosotros sí, esa es nuestra solución lo real es traumático porque nos desgarramos  y este desgarro es  el que hace que haya leguaje cultura, nuestra conciencia proviene de una muerte eterna de una conciencia de la existencia   y la existencia es un salir de lo real a la realidad sin poder volver a lo real, esa vuelta es la que hay que inventarnos ¿Pero realmente salimos? ¿No es una ilusión de nuestra mente nuestra existencia?  ¿Y curamos nuestra mente con lo real simbólico?  La intuición en mi corazón me habla de un desgarro real, pero es que es real la  conciencia de mi existencia pero hay algo más hay una rutura una herida.

Y entonces lo real no está  roto eso es imposible

La conciencia de la realidad como conciencia de nuestra existencia nos rompe he ahí el trauma.      

¿Pero en qué  consiste ese trauma? En la muerte donde el infinito se separa.

Lo real simbólico que no dará lo real artificial  variación creativa de lo simbólico, lo real conceptual y lo real formal son en el fondo curas para religarnos con el flujo de lo real.

Más lo real se hace realidad y primero lo conocemos como realidad y entonces antes que el misterio pascual está el misterio dhármico donde el verbo acontece diferencialmente, este misterio no se piensa como separación, como muerte, como pecado, sino que hay que salir de la ilusión de nuestra acción para dejar que el wu wei acontezca, así logramos ser integros  y esto es verdad, la realidad se redime en la realidad , la inmanencia se redime en la inmanencia y solo se trata de recuperar el flujo, sin fines ni esfuerzos  el dharma se debela ¿Pero y si no sucede asi? ¿La conciencia no creara el sujeto y no necesitara de un sujeto primero de una unidad última?  Es como ver la oración, podemos jugar con un sujeto tácito innombrable, pero tarde o temprano el verbo exigirá un sustantivo y entonces pasaremos al misterio pascual, la multiplicidad ha exigido su unidad, pero aquí el enorme problema jamás la unidad coincidirá  con la multiplicidad y entonces el sujeto tendrá que volver a ser tácito apofatico, la mística nos brinda un refugio  para esto, podemos reconciliar el misterio dharmico y el misterio pascual en un misterio trino en un tinkuy y queda todo resuelto pero esto serio una mentira, la mística es una mentira más , al menos que esta se anude en una cibernética de tercer orden donde en la realidad se alteren sistemas y luego estos se desanuden en una comunión, es dicir que no puede haber real mística sin religión sagrada profana, sin arte sublime abyecto, sin filosofía esencial existencia, sin ciencia simple compleja  y sin biodramaturgia donde las cibernéticas de primer orden y las de segundo orden se encuentran en un tercer orden, no puede haber mística pura, eso sería un disfraz y encima uno que no podríamos desanudar , que no podríamos quitarnos, pero entonces detrás de todo está  la mística y ¿Detrás de la mística que hay? Podemos seguir inventando disfraces pero ¿para qué?  Pues para hacer cultura, lenguaje, para dar cuenta de nuestra vida. Lo comprendo más para nosotros el juego está   claro la comunión no dual es lo santo  a eso llamamos mística, si desanudamos nuestros artificios y lenguajes debemos de encontrar eso, si no hay eso, nuestros quipus están mal hechos y habrá que volver a hacerlos.

 

Recapitulemos nuevamente y veamos como la

filosofía actual tiende, inevitablemente, a ser

presocrática. Se aludió más arriba a la fisura

propiamente filosófica. A partir del aislamiento eleático

del ser, cabe (latentemente) preguntar por qué la

realidad es como es y no más bien de otra manera. Se

refuerza el escándalo (mental) frente a la diversidad del

mundo. Un escándalo cuyo referente es el Uno. Surge

una extraña nostalgia, la nostalgia de las formas puras,

origen de todo innatismo. Desde esta nostalgia decimos

que la realidad es sucia, fáctica, plural. No hay formas

puras, a lo sumo fractales. La filosofía plantea, así, el

verdadero falso problema de la dualidad, de la pluralidad,

de la parcelación. Pero lo plantea desde el referente

inconsciente del Uno/Único. Luego, el proceso crítico

aclarará que la referencia al Uno y a lo Necesario es

sólo una exigencia de la Razón Pura (Kant) y que la

inteligencia humana no alcanza a la realidad en sí: sólo

funciona como una forma de adaptación a lo real.

Finalmente se irá despejando algo que ya enseñaron los

maestros budistas: que no existe una realidad

problemática. Ahora bien, el gran hallazgo de

Occidente consiste en descubrir que aun cuando no

haya una realidad problemática, sí hay una

problematicidad real.

La problematicidad real, la

abstracción/separación que aboca en la generalización/conceptualización es un fenómeno

específicamente griego que acaba presidiendo toda la

cultura occidental. El pensamiento se separa de la

realidad para poder después, con la fuerza elástica de

esta separación, volver a ella a través de algún circuito

simbólico. Hay un dinamismo de ida y vuelta: la

parcelación de la realidad y la reunificación de lo

separado. Lo característico del proceso crítico es la

progresiva sofisticación de este movimiento de ida y

vuelta. Toda la historia de la filosofía y de la ciencia

vienen alimentadas por este empuje inicial. Un empuje

que conduce a reunir lo previamente fragmentado. En

ciencia, el fenómeno es manifiesto en sus momentos

más estelares. Así ocurre con Newton reunificando las

masas del universo con su ley de la gravedad; con

Maxwell reunificando la electricidad y el magnetismo;

con Einstein reunificando materia y energía, espacio y

tiempo, gravedad y geometría. Actualmente se trabaja

en la Teoría de la Gran Unificación, la que permitiría

comprender el cosmos en una sola ecuación.

El caso es que se comienza separando el sujeto

del objeto, el observador del fenómeno observado, y se

acaba reconociendo que esta separación es ficticia. El

empuje es “místico”, pero la ciencia es siempre una

construcción penúltima. En palabras de Max Planck: «la

ciencia no puede resolver el misterio final de la

naturaleza porque, en el último análisis, nosotros

somos parte de la naturaleza, parte del misterio que

tratamos de descifrar». He aquí el punto de llegada que

es ya el punto de partida, cuando nada estabaseparado. La ciencia se hace consciente de que ninguna

teoría puede ser completa, pues ello implicaría poner

límites a lo ilimitado.

Pero la ciencia, en la toma de conciencia de su

limitación, se abre a lo místico. El camino es

retroprogresivo. Un misticismo que no haya atravesado

previamente la franja del logos –que no haya sido

“progre” antes de ser “retro"– podrá ser acusado, con

Freud, de ser mera patología regresiva, deseo

nostálgico de volver al seno materno. Ahora bien, el

crecimiento genuino es siempre el resultado de un

proceso de ida y vuelta. Se arranca de una ingenuidad

prerracional, se alcanza lo racional, se somete la

racionalidad a crítica y, finalmente, desde la lucidez, se

asciende/desciende a lo místico. En este contexto,

empuje crítico y empuje místico vienen a ser lo mismo.

Una paideia que tradujera este esquema, diría con

Jung que hay que dedicar la primera mitad de la vida a

afirmar el ego, y la segunda mitad a superar el ego. Se

nace sin ego, se construye el ego, se muere más allá del

ego. Y lo que vale para la ciencia, para la psicología y

para la educación, vale también para el arte. En una

obra de creación real desaparece la dualidad

fondo/forma. Se asciende/desciende a la inocencia de lo

inmediato. Lo real se expresa a sí mismo. El verbo crear

acaba siendo intransitivo. Y ninguna obra de arte

puede ser explicada científicamente.

Nos concierne especialmente la antigua Grecia

en la medida en que ofrece, de primera mano, un

repertorio de primeros balbuceos críticos, ese punto de 

partida que es también el punto de llegada. Resulta allí

bastante transparente la escisión primero, y la

recuperación crítica del origen perdido, después. En la

filosofía presocrática, la verdad es más un nacimiento,

un forcejeo, que una adecuación. Lo originario está

todavía muy cerca. Jaeger ha insistido en el carácter

iniciático –y en este sentido órfico– del poema

parmenidiano. Resulta significativo que Parménides, lo

mismo que Jenófanes, haya escrito su obra en verso,

como si no quisiera privarse de los viejos modos de

encantamiento.

Todo escritor sabe que la prosa antes fue verso,

que el verso antes fue canto, que el canto antes fue

grito. El grito debió partir de aquel gruñido o espasmo

de la garganta de un simio puesto en situación límite

frente a la natura. En consecuencia, musicalizar la prosa

es siempre una manera de recuperar la unidad perdida

con la natura.

Ello es que el “inconsciente mitológico” de los

pueblos no desaparece con el advenimiento del logos.

J.G. Frazer fue el primero en enfatizar que hay unas

exigencias comunes a la especie humana por debajo de

los mitos, fueren éstos griegos, romanos o polinesios. El

deseo de inmortalidad, por ejemplo. Y de ahí la función

“iniciática” de las filosofías. Pero también su función

ritual/crítica. Tengo escrito en Aproximación al origen

que el rito, a la vez que nos protege del caos, rememora

el caos. A través del rito, las sociedades primitivas se

abandonan voluntariamente a aquello que más temen.

Todo rito es, a la vez, una vacunación y un exorcismo.

 

Las prohibiciones y los ritos, a la vez que censuran,

recuerdan. Y si pasamos del rito primitivo al rito del

logos, encontramos la misma ambivalencia. Los

filósofos, al formular sus “prohibiciones” (bajo forma

de principio de no-contradicción, por ejemplo),

rememoran un origen mucho más caótico donde dicho

principio no rige. Algo parejo sucede con los mitos. Así,

el mito de Demeter atestigua que la fertilidad y la

muerte no pertenecían originalmente a dos esferas

separadas. Los propios Platón y Aristóteles, con su

abundancia de distinciones lógicas, recuerdan

inconscientemente el origen, mucho más caótico, del

cual se arrancaron. Platón hace explícito este recuerdo

al referirse a un epékeina tes ousías. Y el propio

Aristóteles, más allá de su repugnancia por lo infinito,

presiente –como lo ha explicado Pierre Aubenque– una

cierta infinitud en la cuestión del ser, y por esto no da

nunca una respuesta definitiva a la pregunta tí to on

(“¿qué es el ser?”), sino que proclama que se trata de

una cuestión siempre replanteada y siempre aporética,

aei zetoúmenon kai aei aporoúmenon (Metafísica, Z).

Filosofía como aproximación a lo real, filosofía

como colonización del ámbito humano. Ambas

intenciones se cruzan y se entretejen. Ciencia y religión.

Ciencia como expresión de una vitalidad indagatoria,

religión como protección frente a la angustia. Si de la

religión sólo consideramos sus dimensiones místicas

(cuando las hay), la religión es el supuesto mismo del

que la filosofía arranca. La religión nos enseña que no

hay que desconfiar de la realidad; que la realidad, a

pesar de la miseria, la enfermedad y la muerte, nos es

“amiga”. La religión proporciona entonces el subsuelo

de confianza incondicional desde el cual el filósofo

puede arriesgarse a indagar el inagotable misterio de lo

real. La religión es así una energía liberadora. Pero si de

la religión sólo consideramos sus mecanismos de

defensa, su dimensión de neurosis colectiva, sus

componentes ideológicas, sus rigideces mitológicas, en

tal caso la religión es un gran impedimento para la

investigación, la ciencia y la filosofía.

En todo caso, lo religioso y lo filosófico son

difíciles de deslindar. Más adelante veremos cómo hay

en Platón una trasposición de doctrinas órficas en

doctrinas filosóficas. Son obvios los ecos órficos en la

exhortación socrática de la therapeia del alma. Es clara la

dimensión terapéutica del pensamiento estoico. En el

pasado, a falta de fármacos ansiolíticos, los espíritus

eran más fuertes. Tenían mayor consistencia los mitos,

los ritos, la propia filosofía. Ahora bien, la eficacia de la

filosofía procedía de un origen no dual donde no cabía

disociación alguna –y, en consecuencia, donde no cabía

la angustia. Hoy la filosofía es una práctica mucho más

“débil” que, a lo sumo, trata del lenguaje.

Pero lo que importa comprender es que, más allá

de los aspectos de exorcismo/consolación/alienación,

late siempre una “experiencia primordial” profunda en

toda filosofía vigorosa. En el caso que nos ocupa: ¿qué

vieron ellos, los primeros filósofos, que nosotros ya no

vemos? Lo que he tratado de su gerir es que lo que ellos

vislumbraron, pero que nosotros también podemos 

recuperar, es una cierta vivencia mística, algo a la vez

previo y posterior a las construcciones lógicas. Y de ahí

la viva actualidad de los presocráticos.

Sobre el tema de la búsqueda retroprogresiva de

esta experiencia primordial, del forcejeo filosófico por

recuperar la no-dualidad perdida, me he ocupado

–como ya he dicho repetidamente– en mi libro

Aproximación al origen. El proyecto fenomenológico es

un ejemplo claro. Ya no se trata, como en Descartes, de

deducir sino de mostrar. Según Husserl, por debajo del

dominio del juicio se encuentra lo ante-predicativo, y es

esta realidad primitivamente dada la que la

fenomenología debe desvelar. Husserl llama “esencia”

a la relación íntima, originaria, entre sujeto y objeto.

Late en todo ello el empeño por recuperar una

“experiencia” perdida, ofuscada por la red de los

conceptos; una experiencia previa a la disociación entre

concepto y realidad. Pero eso es precisamente la

experiencia mística, un salirse de “uno mismo” para

acceder a la realidad misma. Para ser la realidad

misma. Bergson (Las dos fuentes de la moral) se refería a

esto al proclamar que la coincidencia con el esfuerzo

creador de la vida es el misticismo.

Con un espíritu relativamente análogo,

Heidegger se ha ocupado de los pensadores

presocráticos dentro del contexto de una

“deconstrucción” de la metafísica occidental.

(Deconstrucción es, de hecho, la traducción

interpretativa operada por Derrida de los términos

Destruktion y Abbau empleados por Heidegger en Sein 

 

und Zeit.) Se trata de un empeño por recuperar la

inocencia original de la filosofía, y es un ejemplo del

empuje retroprogresivo que alienta en todo filósofo

solvente: el intento de capturar sin distorsiones ni

dualismos el modo primigenio como lo real se realiza a

sí mismo. En el caso de Heidegger, recuperar el Ser

previo a la disociación sujeto/objeto, el Ser previo a las

polémicas penúltimas en torno al ente. En el Heidegger

más tardío, este Ser se resuelve en Lenguaje. Quien

habla no es el hombre sino el lenguaje mismo. Die

Sprache selbst spricht. Es la línea que, a su manera,

seguirá la llamada filosofía hermenéutica.

De un modo general, en el siglo XX, los

problemas de la filosofía tradicional han sido

reconvertidos en problemas de lenguaje. Herederos del

clima de solipsismo, frustración y paranoia del

subjetivismo humanista (donde la realidad es

“extranjera” al yo), los filósofos actuales deciden

apoyarse en aquello que tienen más a mano y que es

intersubjetivo por definición: el lenguaje. Siendo el

lenguaje un límite. Un límite más allá del cual se

reproducen los abusos metafísicos del pasado. La

tradición anglosajona, siguiendo a Frege, Wittgenstein

y Peirce, ha hecho clásica la distinción entre sintaxis,

semántica y pragmática. La tradición europea,

siguiendo la fenomenología de Husserl y bajo la

influencia de Heidegger, ha desembocado en la

llamada filosofía hermenéutica, cuyo representante más

notorio es H.G. Gadamer (Warheit und Methode, 1960).

Hay una línea genealógica que va de J.G. Hamann a  Wilhelm von Humboldt, pasando por J.G. Herder, que

considera al lenguaje como totalidad, como unidad en

oposición de sujeto y objeto, como algo previo a las

abstracciones que el mismo lenguaje hace posibles. Esta

visión del lenguaje hará posible la hermenéutica

–aunque reducida al espacio de las ciencias del espíritu.

Así, la filosofía hermenéutica arranca del viejo esquema

historicista que distinguía entre una comprensión del

ser y las metodologías positivistas de las ciencias de la

naturaleza. El precedente más significativo lo

encontramos en Guillermo Dilthey con su célebre

distinción entre ciencias naturales y ciencias culturales:

mientras las primeras aspiran a una explicación causal,

las segundas procuran una comprehensión (Verstehen) de

significados. Las relaciones comprehensivas se captan

inmediatamente, mientras que las relaciones de

causalidad, si bien pueden desembocar en leyes, no son

verdaderamente comprendidas. La llamada operación

Verstehen explica que los hechos y acontecimientos

históricos se comprenden desde dentro, a través de

experiencias vividas (Erlebnis) y a partir de su

significación íntima, es decir, de su sentido. De aquí

arranca la visión historicista cuyo método es la

hermenéutica. Una hermenéutica que, ya digo, es

inseparable de la preocupación por proteger a las

ciencias del espíritu contra las intrusiones del método

científico, y cuyo riesgo es el de acabar en un mero

ejercicio literario.

Pues bien, Martin Heidegger identifica ya la

hermenéutica con la ontología. Pero conviene entender  a Heidegger desde la previa referencia fenomenológica.

Y conviene insistir en el hilo conductor de estos

apuntes. Veamos. El “problema” es la fisura –en última

instancia, la fisura sujeto-objeto– y la “solución al

problema”, cuando es crítica, se reconoce en el intento

por superar la fisura retrotrayéndose a un lugar previo

a la misma. La fenomenología nació como un intento de

regeneración crítica de la fisura. Para superar la

paradoja fundacional de las ciencias humanas –en

donde el investigador es a la vez sujeto y objeto de

conocimiento–, la fenomenología acuñó las nociones de

intersubjetividad, análisis situacional, mundo,

intencionalidad, donación originaria de sentido,

etcétera. El proyecto fenomenológico no busca una

reconstrucción intelectual de la realidad a partir de

ciertos principios de deducción (idealismo); tampoco a

partir de ciertas estructuras latentes (estructuralismo).

Lo que busca es la explicitación de las estructuras

implícitas en la misma experiencia. O, como decía

Husserl, llevar una experiencia muda hacia la

expresión pura de su sentido, superando así la vieja

querella entre idealismo y realismo. Lo real hay que

desvelarlo y describirlo, no construirlo. Se trata de

encontrar una complicidad antepredicativa

(prerreflexiva) con el mundo (e incluso con nosotros

mismos). Esta complicidad se encuentra en la

descripción de la experiencia vivida e inmediata. A

diferencia de las ciencias positivas, que reconstruyen la

realidad estructurándola con algún lenguaje

(preferiblemente matemático), la fenomenología 

 

pretende llegar a “las cosas mismas” tal como aparecen

en la relación originaria entre sujeto y objeto.

La fenomenología significa así una peculiar

versión del método comprehensivo: la expresión de

una relación fundamental y previa entre el observador

y el fenómeno observado. Esta sociabilidad obscura,

que precede y permite la ciencia, es lo que el filósofo

persigue en la descripción fenomenológica de la

experiencia vivida e inmediata. No hay separación

alguna entre el fenómeno del ser y el ser del fenómeno.

El fenómeno surge en la correlación, en el “pacto

primordial” de la conciencia y el mundo. Es la

intencionalidad. No hay Mundo que no sea para una

conciencia, no hay conciencia que no se determine

como una aprehensión del Mundo. El “fenómeno”

husserliano ya no remite a la actividad espontánea de

un ego trascendental: el ser del fenómeno es su misma

manifestación. La fisura se regenera en el nivel de lo

concreto, en la descripción de las “esencias”, en esa

actitud que empalma “el subjetivismo extremo con el

extremo objetivismo” (Merleau-Ponty). La

fenomenología pretende llegar a las cosas mismas, no

como las perciben nuestros sentidos, sino como las

capta intuitivamente una conciencia que evita

cuidadosamente dos vicios: el vicio de formular

hipótesis sobre la realidad física de las cosas, y el vicio

de identificar nuestro pensamiento con un mecanismo

psicológico. En una palabra: se pone “entre paréntesis”

el mundo y el yo, y se deja paso a la relación originaria

entre el sujeto y el objeto. 

 

 

Quiere decirse que procede retrotraerse, más allá

del discurso, al modo como las cosas se ofrecen ellas

mismas cuando la conciencia se depura de todos sus

prejuicios –particularmente del prejuicio “objetivista”

de las ciencias de la naturaleza. Procede recuperar la

experiencia original, la relación íntima entre sujeto y

objeto. El mundo es la totalidad estructurada de estas

relaciones. El “mundo de la vida” (Lebenswelt) es vivido

por mí en la medida en que encuentro a los demás.

Con menos retorcimientos y “reducciones”, el

haikú de los poetas japoneses refleja la acción del

mundo como si el observador no existiera. Es la natura

expresándose a sí misma.

El caso es que todo esto, finalmente, es una

aproximación a la mística. Una mística de la vida en

algunos casos. Sucede que para captar directamente

“las cosas mismas” hay que realizar previamente una

serie de “reducciones”. Pero, ¿qué queda al cabo de las

reducciones? Uno piensa que no queda nada. Y que, por

esto, la suprema “reducción” es la mística.

Resulta fácil descubrir lo que Heidegger ha

sacado de la fenomenología. Decíamos que Heidegger

identifica ya la hermenéutica con la ontología y aborda

la cuestión del sentido del ser a partir de la temática de

la comprehensión del ser en el Dasein. Por la vía de la

comprensión, el Dasein se desvela como el intérprete

privilegiado del ser. La Verstehen es, para Heidegger, la

respuesta de ser un ser arrojado al mundo que se

orienta proyectando sus posibilidades más propias. La

interpretación no es más que el desarrollo explícito de 

 

este comprender ontológico. De este modo, la relación

sujeto/objeto queda subordinada a una relación previa:

la relación ser-en-el-mundo. Se comprende que

Heidegger haya buscado en la tradición filosófica lo

“impensado” por los grandes autores, y que la

“destrucción” de esta tradición consista en poner al día

las “experiencias originarias”. Platón habría ocultado la

“verdad del ser” que se estaba abriendo paso en los

primeros pensadores griegos. No es que éstos

alcanzaran a formularla; precisamente lo que la

exégesis heideggeriana busca es poner a la luz lo que en

los presocráticos sólo estaba latente.

En páginas anteriores he tratado de sugerir que

lo que en los presocráticos estaba latente, lo que en la

propia filosofía de Heidegger está permanentemente al

acecho, es la experiencia transpersonal de la

no-dualidad originaria. Llámese Ser, llámese Caos,

llámese Libertad, llámese Infinito, llámese lenguaje

poético, llámese “comprehensión pre-ontológica”, lo

relevante es la toma de conciencia del callejón sin salida

que sigue a la escisión sujeto-objeto. Entrados en la

filosofía de la subjetividad –sea cartesiana, sea

husserliana–, el callejón sin salida se manifiesta en la

búsqueda desesperada de unas evidencias que

finalmente se revelan solipsistas e incomunicables. En

el lado opuesto, la filosofía analítica plantea: ¿cómo

ancla el lenguaje en el mundo? Richard Rorty,

influenciado por Derrida, suprime incluso la cuestión:

no hay mundo, sólo hay textos. Hilary Putnam comenta:

filosofar es escribir. Maneras diferentes de sobrepasar

 

la escisión. Martin Heidegger, el filósofo que más ha

forcejeado para retrotraerse a un lugar previo a la fisura

sujeto-objeto, intenta liberar la voz silenciosa del ser,

más allá del ruido de la palabra humana. Pero el

lenguaje finalmente prevalece, como una especie de

nuevo mito. Die Sprache selbst spricht. Leemos en

Unterwegs zur Sprache (1959) que «el lenguaje es

monólogo, que únicamente el lenguaje habla, y habla

solitariamente». Lo cual sigue siendo una aproximación

a lo místico, a un a priori no dual y fundamentante; y lo

cual confirma que, inevitablemente, la filosofía actual

tiende a ser presocrática, a recuperar críticamente la

vieja alianza entre physis y logos.

Lo que ocurre es que el salto crítico a lo místico

siempre ha despertado muchos recelos entre los

filósofos académicos. (Edith Stein, al final de su vida,

había intentado unir la fenomenología con la mística

cristiana. Pero ¿quién se acuerda de Edith Stein?) Los

propios herederos de Heidegger en la línea

hermenéutica, particularmente H.G. Gadamer, vuelven

a separarse del latente misticismo de su maestro y se

parapetan en una teoría antropológica del sentido,

donde el ser es el valor, las posibilidades de la verdad

están en la historia y el último baremo es el lenguaje.

«El ser que puede ser comprendido es lenguaje»,

escribe Gadamer. También K.O. Apel y el propio J.

Habermas consideran el lenguaje como el a priori de la

interacción social. Y no van más allá de esto. Y esto ya

lo había enseñado Von Humboldt. (La crítica de

Habermas a Gadamer es de tipo político: si no se 

 

advierte que cualquier lenguaje comporta una

ideología, la hermenéutica puede acabar en un puro

esteticismo conservador.) Ahora bien, lo que uno echa a

faltar es la toma de conciencia de que este

desplazamiento del hombre hacia el lenguaje es ya un

gesto místico. Lo que uno echa a faltar es el salto crítico

–que no irracional– a un más allá de la comprensión y

del lenguaje. Lo que uno echa a faltar es la conciencia

de que el lenguaje como lugar previo a la fisura, el

lenguaje como a priori, es un Ersatz de la mística. (En

Gadamer, la opción griega de confiar en el logos acaba

en una identificación: el ser es el lenguaje.) Lo que uno

echa a faltar es la toma de conciencia de la paradoja del

lenguaje: lo inteligible como alienación, la

“incompletitud” como apertura a lo infinito. Se echa a

faltar la lucidez cuasi budista de un Wittgenstein: «para

una respuesta que no puede expresarse, tampoco la

pregunta puede expresarse». Se echa a faltar, ya digo, el

secreto de toda paradoja. Donde el lenguaje sirve, ante

todo, para denunciar la falacia del lenguaje. Porque de

lo contrario, y como decía Jacques Lacan, una vez que

se aprende a hablar ya no hay salida.

Ha habido un proceso de paradigmas en la

filosofía del lenguaje (y en la filosofía tout court) a lo

largo de la segunda mitad del siglo XX. De la

significación pensada en términos de intencionalidad

(fenomenología) se pasó a la significación pensada en

términos de estructura (semiótica), para más tarde

entrar en el concepto “pragmático” de interacción

comunicativa. Hemos hablado ya de la fenomenología. 

 

 

El enfoque estructuralista ha tenido, entre muchos

otros, el gran mérito de acabar con los mitos del

humanismo. El humanismo entendido como filosofía

que coloca al hombre en el centro de la realidad, el

humanismo segregacionista que separa al hombre de

todo lo demás, aparece entonces como la última ilusión

de la “conciencia desventurada”. Si entendemos por

estructuralismo un método de descripción de la

realidad por medio de relaciones lógicas, ya se ve que

dicho método –a diferencia de la fenomenología– no

necesita creer que los símbolos remitan a una

trascendencia. Escribe Lévi-Strauss: «Comme le langage,

le social est une réalité autonome. Les symboles sont plus

réels que ce qu’ils symbolisent. Le signifiant précède et

détermine le signifié». Sobre esta famosa primauté du

signifiant sur le signifié, construyó Lacan su peculiar

visión del psicoanálisis. Pero el estructuralismo

tampoco es un formalismo: precisamente se niega a

oponer la forma al contenido. El contenido es ya la

estructura. Se trata, pues, de una declaración de

autonomía que diluye la aporía entre símbolo y

realidad por el camino de llevar a convergencia el

simbolismo de lo real con la realidad de lo simbólico.

Declaración de autonomía que, bajo su misma asepsia,

al destruir los mitos del humanismo (felicidad, ego,

moral autónoma, etcétera) descubre que el hombre es

más que hombre. No menos. Con lo cual,

paradójicamente, también nos abrimos a lo místico.

Otra declaración de autonomía la encontramos

en el enfoque “pragmático”. Aquí, el acuerdo 

 

intersubjetivo entre los miembros de la comunidad

(científica o general) es el mejor índice de verdad. Esa

validez intersubjetiva, ese criterio comunicacional de la

verdad, refuerza, como en la antigua Grecia, la

importancia del diálogo e, incluso, de la democracia.

Así se habla hoy de “ética comunicativa” considerando

que la comunicación es constitutiva del ser. Ahora bien,

todo esto sigue siendo un modo de forcejear con la

fractura sujeto-objeto desde nuestra impotencia mística.

En todo este contexto se comprende muy bien la

crítica del postmodernismo deconstructivista. Nadie

familiarizado con la sabiduría oriental pondrá reparos a

la deconstrucción del Sujeto. Ningún reparo tampoco

–sino al contrario– en aceptar que los grandes vocablos

retóricos –Dios, Hombre, Razón, Historia– no son sino

construcciones culturales. El sentido es, ante todo, un

asunto de lenguaje. Y, ciertamente, estamos encerrados

en el lenguaje. Pero ahí comienza el posible salto crítico:

en la conciencia de la encerrona. Porque substituir el

solipsismo del Sujeto por el solipsismo del lenguaje

tampoco es un gran adelanto. Procede conducir la

opción deconstructivista hasta su límite. Afirmar que

todo es construcción cultural, que todo es una cadena

de significantes que se refieren inacabablemente a otros

significantes, es entrar en una genuina asfixia. Pero esa

asfixia es la otra faz de lo místico.

¿También la ciencia positiva es una pura

invención cultural, un mero sistema de significantes

sobre la exclusiva autorreferencia del lenguaje? El

deconstructivista postmoderno puede defender esta 

 

tesis, la ciencia como discurso narrativo y cambiante. Al

fondo, la falta de fondo. La ausencia de fundamento.

Así, escribe H. Maturana que la naturaleza, el mundo,

la sociedad, la ciencia, la religión, el espacio, las

moléculas, los átomos... «only exist as a bubble of human

actions floating on nothing». Todo lo cual puede

discutirse, pero tampoco hace falta. He aquí el sentido

de todo límite: su apertura. La ciencia y la filosofía de

nuestro tiempo, en su búsqueda de fundamento

absoluto, se han encontrado con la ausencia de

fundamento. Popper demostró que la “verificación” no

asegura la verdad de una teoría científica, arruinando

la doctrina de la inducción. También la deducción

quedó herida: por la física cuántica, por los teoremas de

Gödel. No existe un fundamento seguro para el

conocimiento; sólo existe la apertura de la misma

limitación. Conforme a la lógica de Tarski, ningún

sistema semántico puede autoexplicarse; conforme al

teorema de Gödel, ningún sistema formalizado

complejo puede encontrar en sí mismo la prueba de su

validez. Queda abierto el recurso al meta-sistema, y

luego al meta-meta-sistema, y así hasta lo infinito.

Paradoja del enunciado auto-referencial. Pero, como

dirían los budistas, samsara es nirvana: la misma

imposibilidad de salirse del lenguaje desde el lenguaje

nos abre a lo místico. Lo místico es justamente esta

ausencia de fundamento (algunos dirán “libertad"), la

otra cara de la paradoja.

Volvamos al hilo de este ensayo. Repetidamente

se ha dicho aquí que en los filósofos presocráticos, pero 

 

 

también en los autores de las teogonías y otros mitos,

late una vivencia vagamente mística que luego se

degrada. ¿Cuál es el meollo de esta vivencia? ¿Cómo se

degrada? ¿Por qué se degrada? ¿Qué es lo que hace

posible que podamos volver a rastrear el origen

perdido? ¿De qué modo se conserva lo que se pierde?

Procediendo de atrás para delante, digamos

–repitamos– que lo que se pierde se conserva,

inmanentemente, en el mismo empuje crítico de la

cultura y la filosofía. Podemos volver a rastrear lo

místico siguiendo el mismo proceso crítico que conduce

de un problema a sus condiciones de posibilidad, y así,

de crisis de fundamento en crisis de fundamento,

vislumbrar lo que no tiene nombre.

Pero conviene insistir en lo que ya se dijo más

arriba. Cuando afirmo que los primeros filósofos han

balbucido una experiencia mística que luego se

degrada, no trato de sobrevalorar lo pre-conceptual.

Hacer esto sería incurrir en lo que Ken Wilber ha

llamado “la falacia pre/trans”, en este caso, un

enaltecimiento de la confusa emocionalidad primitiva

por encima del concepto. No se trata de esto. Para ir

más allá del concepto hay que haber inventado

previamente el concepto. Del mismo modo que para ir

más allá del ego hay que haber construido previamente

un ego fuerte. Precisamente por esto, nosotros,

animales postconceptuales, podemos ser más

lúcidamente místicos que los animales

pre-conceptuales. En otras palabras: no hay que ser

retros sino retroprogres. Una cosa es la regresión 

 

 

preconceptual y otra la ascensión transconceptual. El

empuje es siempre retro y procede del origen, pero el

camino atraviesa el ámbito de lo conceptual hasta

alcanzar un “más allá del concepto”, un epékeina tes

ousías, que vuelve a ser “no-dual”. En lenguaje

psicológico, diríamos que una cosa es trascender el ego

y otra desintegrar el ego. Sin concepto no hay ciencia,

pero sin ciencia no hay un “más allá” de la ciencia. Los

filósofos preconceptuales se pusieron en contacto con lo

real del modo que mejor pudieron. No se trata de

volver a ellos. Se trata de no olvidar su legado.

A su manera, ya Hegel denunció este equívoco

cuando, distanciándose de Fichte y Schelling, rechazó

partir de lo Absoluto como mera indiferencia de sujeto

y objeto. Semejante Absoluto sería como la noche en

donde todos los gatos son pardos. El caso es que la

mística retroprogresiva viene después de la fisura

sujeto-objeto, no antes.

¿Por qué se degrada lo místico?, ¿por qué

olvidamos la sabiduría de los orígenes? Ocurre que una

vez hemos accedido a las seguridades del lenguaje

conceptual tendemos a instalarnos en él. Olvidamos

voluntariamente que el concepto, la ciencia, el ego, la

limitación, no son sino aspectos de una fase provisional

del desarrollo del ser. Y lo olvidamos porque, como ya

he dicho repetidamente, lo místico es “insoportable”.

Es insoportable en tanto que transpersonal (atenta

contra la seguridad –falsa seguridad– del ego) y en

tanto que infinito (ya que lo infinito, para nosotros, es

el caos). El exceso de luz –de lucidez– no se soporta: la 

 

despersonalización y la locura amenazan siempre al

aspirante a místico.

Pero también resulta tedioso y frustrante

vivir/filosofar de prestado, representando papeles

prefabricados, desde los mecanismos de defensa, en la

anestesia de lo social. Ello es que la finitud es

esencialmente inestable. Ciertamente, representar un

papel es inevitable. Max Weber y Talcott Parsons han

hablado del actor para designar al sujeto social. Y han

sido los sociólogos de la vida cotidiana, herederos de

Simmel y de G.H. Mead, como Kenneth Burke y Erving

Goffman, quienes mejor han despejado la idea del

comportamiento social equivalente al juego en escena.

La vida como inevitable teatro. Ahora bien, este mismo

convencionalismo nos hace descubrir que debajo del rol

social no hay nada, nada objetivable. Con lo cual

reaparece lo místico, un cierto budismo subterráneo

que hace posible reinventar la fiesta de vivir. Los

papeles a representar son innumerables.

Por otra parte, no deja de ser significativo el

hecho de que la mayoría de los grandes científicos de

nuestra era hayan tenido una sensibilidad claramente

mística. Einstein solía hablar de “sentimiento cósmico";

Planck se remitía al “misterio del ser"; Schrödinger, en

un pasaje célebre, escribió que cada yo es el único yo, y

que eternamente no existe más que ahora. Ken Wilber

ha recogido, además, los testimonios de Heisenberg,

Jeans, Pauli, Eddington.1 Se diría que todos estos

grandes espíritus, lo mismo que tantos antepasados

suyos, percibieron casi como una evidencia que la 

 

realidad sólo deja de ser “absurda” cuando se la

contempla con el ojo místico.

Y también hemos visto que cabe una mística

dentro de una filosofía de la finitud. Cabe en la medida

en que la finitud –en última instancia, la nada–

pertenece a nuestro estatuto ontológico. Esta misma

finitud, esta nada, está en el meollo del asombro radical

por ser. Por otra parte, con la tensión ambivalente entre

ser y no-ser, con la lucha entre los opuestos, lo que el

filósofo arcaico capta es sencillamente la vida. Está vivo

todo lo que nace y muere. Por esto, hoy pensamos

nuevamente que todas las cosas están vivas. (Incluso el

superestable protón, aparentemente indestructible,

posee vida radiactiva, y, en consecuencia, habrá de

morir.) Esta captación de la vida y de la muerte es la

vivencia de la finitud e, incluso, el sentido de la

tragedia. A partir de aquí, cabe remontar hacia lo

místico o desmontar hacia lo

simbólico/cultural/científico. Occidente opta por esto

último. Pero lo místico subyace siempre. Subyace,

incluso, como motor del mismo proceso crítico de la

ciencia y la cultura.

Así pues, la degradación de la vivencia mística

originaria, no por degradada deja de ser un producto

noble y sumamente fértil. Es una degradación en forma

de discurso y de cultura. Surgen la ciencia y el arte. A

veces, claro, la degradación es menos noble. La misma

ciencia puede ideologizarse: prevalece entonces una

red de mecanismos de defensa, de amortiguamiento y

de anestesia. Quedamos “perdidos en la selva de los 

 

Vijnanas”, que dice la Lankavatara Sutra. La vivencia

mística se degrada también a través de creencias

religiosas, lo que Otto Rank llamaba sistemas de

negación de la muerte, proyectos de inmortalidad.

Otto Rank (Beyond Psychology), discípulo

heterodoxo de Freud, estimaba que la represión de la

muerte, y no la del sexo, era la represión primaria. A lo

largo de la historia, los seres humanos habrían

perseguido la inmortalidad de varias maneras: a través

de las creencias religiosas en “otro mundo” (solución

“histórica"), a través de la identificación con héroes que

vencieron a monstruos (solución “heroica"), a través de

relaciones amorosas (solución “romántica") o a través

de la acumulación de riquezas (solución “filistea"). La

solución preconizada por el propio Rank era la

“creativa": alcanzar la inmortalidad a través de las

obras de arte.

Finalmente, ¿cuál es el meollo de la vivencia

mística? El meollo es la tantas veces mencionada

no-dualidad, lo que el hinduismo llama Advaita. Ya se

ha dicho aquí repetidamente que esta vivencia o

experiencia es, propiamente, transexperiencia. Lo

místico es aquello que queda una vez que se han

suprimido las anestesias del lenguaje social, las

dualidades y los mecanismos de defensa. El

monoteísmo occidental defiende que el acceso a lo

místico es una gracia (también el Vedanta explica que la

moksha no puede obtenerse con esfuerzo); en cambio, el

yoga, el taoísmo y algunas formas de budismo

sostienen la posibilidad de acceder a lo místico a través 

 

de la disciplina y el entrenamiento. A mi juicio la

polémica es superflua. Caben, sí, los esfuerzos y el

entrenamiento para sobrepasar las trampas del lenguaje

y los mecanismos de defensa; pero una vez conseguido

esto, lo místico surge espontáneamente. Porque lo

místico es lo real, la otra cara de la paradoja. El escultor

Brancusi lo planteaba así: «ce qui est difficile ce n’est pas

de faire, mais de se mettre dans l’état de faire». Hace falta el

esfuerzo para conseguir el estado de no-esfuerzo.

También se ha dicho aquí que la no-dualidad no

es sinónimo ni de Uno, ni de Bien ni de Verdad. Nada

que ver con los llamados trascendentales del Ser. La

no-dualidad no es sinónimo de nada. Precisamente la

no identificación de la no-dualidad con ninguna

Unidad y con ninguna doctrina es lo que hace

imposible el fanatismo. A la no-dualidad se la puede

rastrear con la metáfora del Bien (línea de Platón) pero

también con la metáfora del Caos (infinito). Decía

Wittgenstein (citado por G. Steiner) que «para filosofar

hay que descender hasta el caos primitivo y sentirse en

él como en casa». Repitamos una vez más que nuestra

sensibilidad está hoy más cercana al Caos que al Bien,

al dinamismo creativo que a la eternidad estática. Al

Uno Múltiple que al Uno Puro. Así, para nuestro gusto,

muchos de los místicos del pasado tuvieron una

espiritualidad demasiado edulcorada y optimista. De

hecho, el misticismo no tiene mucho que ver con la

“espiritualidad” ni con el optimismo. Tampoco con el

pesimismo. El misticismo trasciende todas estas

distinciones. Lo que ocurre es que solemos llamar 

 

 

literatura espiritual a la que nos han transmitido las

intuiciones primordiales de lo que Aldous Huxley

llamaba “filosofía perenne”. Leamos la Chandogya

Upanishad:

Cuando Svetaketu tuvo doce años, fue mandado

a un maestro, con el cual estudió hasta cumplir los

veinticuatro. Después de aprender todos los Vedas,

regresó al hogar lleno de presunción, en la creencia de

que poseía una educación consumada, y era muy dado

a la censura.

Su padre le dijo:

–Svetaketu, hijo mío, tú que estás tan pagado de

tu ciencia y tan lleno de censuras, ¿has buscado el

conocimiento por el cual oímos lo inaudible,

percibimos lo que no puede percibirse y sabemos lo

que no puede saberse?

–¿Cuál es este conocimiento, padre mío?

–preguntó Sve-taketu.

Su padre, Uddalaka Aruni, se lo explicó

sosegadamente. Hay un conocimiento que, una vez

adquirido, nos hace saberlo todo. «Tú eres esto.» Tat

tvam asi. «Esto» es Atman. Atman es Brahman, el único

Sí mismo.

Bajo infinitos disfraces.

 

 

                  

 

 

 

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