La violencia en el capitalismo
Entre lucha por la vida y paz de los sepulcros
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR
I. INTRODUCCIÓN: INTERROGANTES
¿Existe una violencia inherente al capitalismo? Si es así, ¿qué la distingue de otras
expresiones violentas de la civilización humana? ¿Cómo se relaciona con ellas? ¿Tienen
todas algún denominador común?
¿Podemos equiparar la violencia del capital con la que se opone al capital? ¿Es
posible considerar que toda lucha histórica de clases comporta una lucha biológica por la
vida? Si la respuesta es afirmativa, ¿cómo servirse de la biología en la teoría de la
historia? ¿Qué tan compatibles o incompatibles resultan las concepciones marxianas y
marxistas con respecto a los distintos evolucionismos de Lamarck, Spencer y Darwin?
¿Estos planteamientos evolucionistas involucran orientaciones políticas diferentes?
¿Hay vínculos esenciales y no sólo encuentros circunstanciales entre el
evolucionismo spenceriano y el capitalismo liberal, entre la opción lamarckiana
lysenkoista y el marxismo-leninismo estalinista, entre Marx y Darwin? ¿Qué significa,
por ejemplo, que Marx y Darwin pongan el azar y la lucha en el origen de las
transformaciones? En lo que se refiere a la concepción de la lucha en la perspectiva
marxiana, ¿se lucha siempre necesariamente por la vida, como en Darwin, o puede llegar
a lucharse por la muerte? Y si hay una lucha por la muerte, ¿cómo concebirla en una
perspectiva darwinista?
¿Necesitamos del psicoanálisis para considerar la posibilidad misma de una lucha por
la muerte? ¿La necrología freudiana de la pulsión de muerte puede complementar la
biología darwinista del impulso de vida en su relación con la teoría marxiana-marxista de
la historia y de la lucha de clases? Pero si el marxismo se ve asaltado por nociones como
las de lucha por la vida y lucha por la muerte, ¿no hay riesgo de traicionar su
materialismo al recaer en una teleología idealista y al renunciar al reconocimiento de lo
contingente, lo aleatorio, lo inexplicable e incomprensible? ¿Cómo evitar esta recaída?
¿Cómo justificar la violencia revolucionaria sin pretender explicarla? ¿Cómo evitar la
ilusoria comprensión de la muerte cuando nos atrevemos a reflexionar sobre ella? ¿Cómo
relatar lo que sucede en un cementerio sin aspirar a resolver su misterio?
II. MARX Y SPENCER EN HIGHGATE
Karl Marx es el huésped más famoso del cementerio londinense de Highgate. Su
tumba es la más visitada, fotografiada y adornada con flores, monedas, piedras, mensajes
o listones. Contrastándola con la desolación del entorno, uno quizás llegue a sentir un
poco de lástima por los demás residentes del cementerio.
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Algunos vecinos de Marx, de estar vivos, envidiarían su imperecedera popularidad.
Evidentemente no sería el caso de los camaradas marxistas que se las arreglaron para
terminar enterrados alrededor de nuestro líder máximo. Ellos, los nuestros, deberían de
alegrarse al comprobar que los vivos, al igual que ellos, los muertos, continúan rodeando
y acompañando a Marx. Pero además de los marxistas, Marx tiene otros vecinos
olvidados. Uno de ellos, plantado justo enfrente del busto de Marx, es nada más ni nada
menos que Herbert Spencer, ese filósofo inglés evolucionista y ultra-liberal que de verdad
no pudo haber escogido peor lugar para pasar sus últimos días.
Todo parece oponer a nuestros dos venerables difuntos. Marx desea el comunismo,
Spencer defiende el liberalismo. La visión individualista spenceriana contradice
diametralmente el proyecto socialista marxiano y marxista. Cuando Marx y sus
seguidores demandan igualdad social, Spencer y sus semejantes claman por mayor
competencia entre los individuos. Cuando el fatalista ultra-liberal prescribe la inevitable
adaptación individual, el rebelde socialista reivindica la necesaria transformación social.
La revolución del revolucionario Marx es también contra la evolución del evolucionista
Spencer. El positivismo contemplativo spenceriano es aquello mismo contra lo que se
posiciona la negatividad subversiva marxiana.
III. COMUNISMO Y LIBERALISMO EN EL MUNDO
La oposición entre Marx y Spencer corresponde a uno de los principales
enfrentamientos económicos y político-sociales de los que han desgarrado las sociedades
occidentales entre los siglos XIX y XXI. Es el enfrentamiento que se ha expresado en los
conflictos sucesivos entre liberales y socialistas, entre capitalistas y comunistas, entre un
lado y otro de la Cortina de Hierro, pero también entre dos opciones occidentales, entre la
Escuela de Chicago y el keynesianismo, entre el fundamentalismo de mercado y el
intervencionismo o el proteccionismo, entre defensores de la libre competencia y
partidarios del Estado de Bienestar en Europa, entre el espíritu de Clement Attlee y el de
Margaret Tatcher en el Reino Unido, entre el New Deal y la Reaganomía en los Estados
Unidos, entre neoliberales y populistas de izquierda en Latinoamérica, entre cardenismo y
salinismo en México.
Si pasamos por alto los desfases históricos regionales y muchos otros detalles,
podemos considerar, en términos bastante vagos y generales, que el campo de Marx ganó
terreno sobre el de Spencer hasta los años setenta, pero luego empezó a retroceder y
perdió casi todo el terreno que había ganado. Y si ganarlo fue lento, arduo y doloroso,
perderlo fue rápido y fácil. Bastó soltar lo ganado. Unas cuantas intrigas cupulares de
políticos, funcionarios y empresarios anularon un siglo de sangrientas luchas y enormes
sacrificios de millones de personas.
Desde hace al menos tres décadas, el marxismo está en una posición desfavorable con
respecto a todo aquello de lo que Spencer puede ser el nombre. Y sin embargo, en el
cementerio de Highgate, casi nadie se molesta siquiera en mirar la tumba de Spencer,
mientras que la de Marx no deja de ser visitada. Quizás esto sea porque Marx pensó más
en la gente que en las cosas, mientras que Spencer, como cualquier otro liberal, prefirió
inclinarse hacia la riqueza, el dinero, las mercancías y su libertad de circulación en el
mercado.
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IV. COMPAÑÍA Y SOLEDAD EN EL CEMENTERIO
Si las mercancías pudieran desplazarse por sí mismas, de seguro se agolparían con
veneración alrededor de las tumbas de todos los difuntos liberales del planeta. Pero
sabemos que las mercancías, por más que las fetichicemos, no se mueven por sí mismas.
Requieren del trabajo de los seres humanos. Por sí mismas, las cosas están muertas, no
menos muertas que Spencer. Es entonces natural que reine la paz de los sepulcros en la
tumba del ilustre filósofo inglés, mientras que la de Marx no deja de ser frecuentada por
la vida.
Hay otra posible razón menos trascendente, más trivial, que también podría explicar
la poca frecuentación de la tumba de Spencer. Quizás las personas que tendrían buenas
razones para visitar a nuestro pensador liberal, aquellas beneficiadas por su liberalismo,
estén demasiado ocupadas enriqueciéndose, gobernando al mundo y especulando en los
mercados financieros, y no tengan tiempo suficiente para visitar a su benefactor y tal vez
ni siquiera para conocerlo. Por ejemplo, cuando el presidente neoliberal mexicano
Enrique Peña Nieto y su comitiva de ávidos empresarios y funcionarios corruptos
estuvieron en Londres en junio de 2015, debían tratar demasiados negocios jugosos como
para que les quedara tiempo de visitar a Spencer y a los demás pensadores desconocidos
que se dedicaron alguna vez a legitimar esa clase de negocios.
Ya sea por la falta de tiempo de los mercaderes o por la falta de vida propia de las
mercancías, el caso es que ni unos ni otras van a visitar la tumba de Spencer. El pobre
muerto debe resignarse a la compañía de quienes fueron sus peores enemigos, los
comunistas y socialistas, los cuales, en su mayoría, ni siquiera se han de percatar de su
presencia. Tal vez algunos de ellos, los más advertidos, se tomen la molestia de buscar su
lápida, pero sólo será porque la vieron indicada en el mapa del cementerio y les hizo
recordar vagamente que aquel viejo Spencer fue el más importante representante del
darwinismo social del siglo XIX, que es lo que suele pensarse de él, aun cuando sea una
idea inexacta.
V. DARWIN Y LAMARCK EN SPENCER
El supuesto darwinismo social de Spencer puede hacer al menos que se desvanezca
su mencionada oposición con respecto a Marx, y que los marxistas, al ver su tumba, no la
miren con odio, sino que muestren indiferencia o quizás incluso un poco de simpatía, ya
que los nombres de Marx y Darwin, como bien sabemos, aparecen frecuentemente
asociados en algunos lugares comunes de nuestro imaginario moderno. Los dos barbudos
habrían asestado un golpe mortal a las más reconfortantes convicciones del mundo
occidental. Representarían la ciencia contra la superstición, la tierra contra el cielo, el
materialismo contra el idealismo. Ser darwinista sería casi como ser marxista. Spencer
formaría parte de los demás buenos camaradas que rodean la tumba de Marx. Sería de los
nuestros. Marx estaría entonces en buena compañía.
Lo cierto es que Spencer, aunque evolucionista, no era exactamente darwinista, sino
más bien lamarckiano. Su concepto de evolución designaba el desarrollo funcional
adaptativo de los órganos por el “empleo” y el “hábito”, como en Lamarck (1809, p. 222),
y no por la intervención sucesiva de una “desviación accidental” y de la “selección
natural”, como en Darwin (1860, p. 94). Aunque Spencer (1886) aceptara tanto esta
fórmula natural-accidental como la correlativa “lucha por la vida”, las insertaba en un
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esquema explicativo dominado, al menos en el caso de las “criaturas de alta
organización” tales como los “hombres civilizados”, por el desarrollo necesario de los
“cambios funcionales” y no por las “variaciones fortuitas de la estructura” (pp. 461-462).
El “progreso” fue concebido en la teoría spenceriana, desde un principio, como
“necesidad beneficiosa” y no como algo que pudiera ocurrir por “accidente” o bajo
“control humano” (Spencer, 1857, p. 60).
Ahora bien, cuando reconocemos que el evolucionismo spenceriano fue más
lamarckiano que darwinista, ¿esto atenúa o agrava la contradicción entre Marx y
Spencer? O para plantear la pregunta en términos más generales, ¿el marxismo es más
compatible con Lamarck o con Darwin? Ésta es una cuestión mucho más trascendente de
lo que parece a primera vista. Sus implicaciones son profundas y determinantes en el
terreno político y no sólo en el filosófico-científico. Es quizás por esto que fue una de las
cuestiones más candentes y polémicas en la historia de la ciencia soviética.
VI. DARWINISMO Y LAMARCKISMO EN LA UNIÓN SOVIÉTICA
Recordemos únicamente, sin entrar en detalles, que la teoría biológica dominante en
la Unión Soviética durante la época estalinista, entre los años veinte y sesenta, fue la
inspirada por Iván Michurin e impuesta por Trofim Lysenko. El fundamento de esta
biología se encontraba en una forma de lamarckismo que justificaba el tratamiento dado a
semillas y vegetales para producir modificaciones heredables. Michurin y especialmente
Lysenko, en efecto, creyeron poder modificar especies vegetales al transformar sus
ejemplares individuales a través de cambios en el ambiente al que debían adaptarse. Esta
forma de proceder coincidía con las ideas lamarckianas y contradecía claramente la teoría
darwinista. Para Darwin, como sabemos, los cambios evolutivos no aparecen en los
individuos por efecto de su adaptación individual al medio, como lo supone Lamarck,
sino simplemente por un azar que luego será favorecido por la selección natural en un
proceso de lucha por la vida.
La historia de las ciencias biológicas terminó dando la razón a Darwin y no a
Lamarck. Los éxitos prodigiosos de Michurin en el campo de la ciencia agrícola sólo son
comprensibles en una perspectiva darwinista y no lamarckiana. Por el contrario, los
errores de Lysenko, así como sus efectos desastrosos para la agricultura soviética, pueden
explicarse fácilmente por la manera en que se aferró a una forma particularmente
simplista de lamarckismo.
Aunque a veces haya invocado el darwinismo, Lysenko era lamarckiano y no dejó de
perseguir despiadadamente a los auténticos darwinistas con el apoyo del régimen
estalinista. Sabemos que su doctrina, entusiastamente respaldada por Stalin, se convirtió
en el ideal y el prototipo normativo de la ciencia soviética. Hubo que esperar hasta la
desestalinización para que Lysenko se viera desacreditado. Aparentemente se
comprobaron sus errores, pero también sus fraudes y sus crímenes, y quedó claro para
toda la comunidad científica soviética y extranjera que se trataba más de un charlatán y de
un esbirro del régimen que de un hombre de ciencia. Al menos ésta es la historia oficial,
aceptada y consensuada, y si nos atenemos a ella, quizá convenga que nosotros los
marxistas nos deslindemos de cualquier lamarckismo de triste memoria y postulemos
como principio la compatibilidad entre el marxismo y el darwinismo.
Después de todo, la concepción darwinista de lucha por la vida parece compatible
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con la noción marxista-marxiana de lucha de clases, mientras que la idea lamarckiana de
adaptación tan sólo parece respaldar un adaptacionismo social correlativo del
autoritarismo burocrático estalinista. La actitud de Stalin ante los hombres, en efecto, no
difiere mucho de la actitud de Lysenko ante los vegetales. Ambos creen poder modificar
las especies al forzar la adaptación de sus ejemplares individuales. Darwin, en cambio,
parece coincidir más con Marx y con sus seguidores, como intentaré mostrarlo en el
siguiente apartado.
VII. AZAR Y LUCHA EN DARWIN
Existen ya múltiples reflexiones acerca de la relación entre el marxismo y el
darwinismo (v.g. Gerratana, 1973; Ball, 1979; Mocek, 2000; Hodgson, 2006). Sin
embargo, hasta donde yo sé, hay un punto crucial que no ha sido suficientemente atendido
y que deseo abordar aquí de manera un tanto expeditiva. Siento que tengo la capacidad y
el derecho de hacerlo, ya que se trata de un punto general de índole más bien filosófica y
política, y no de algo demasiado específico y abstruso que debamos dejar en manos de los
especialistas en el campo de la biología. Me refiero a la relación estrecha que Marx y
Darwin establecen entre el azar y la lucha en el origen de las transformaciones.
Empecemos por la teoría darwinista y recordemos rápidamente su contradicción con
respecto a la teoría lamarckiana. Mientras que Lamarck pensaba que un organismo se
transformaba con el propósito de adaptarse al medio y luego heredaba su transformación
a sus descendientes, Darwin consideraba que el organismo se modificaba por azar, y
luego, si la modificación era ventajosa, particularmente poniéndolo en una situación de
fuerza en su lucha por la vida, entonces el organismo tenía mayor probabilidad de
sobrevivir, tener descendencia y heredar su modificación a sus descendientes.
Darwin pone lo que sucede por azar y la subsecuente lucha por la vida en donde
Lamarck pone lo que se hace con un propósito y la resultante adaptación al ambiente.
Desde luego que la adaptación juega también un rol decisivo en Darwin, ya que las
modificaciones más adaptadas serán las favorecidas por la selección natural. Sin
embargo, en la teoría darwinista, el individuo no cambia para adaptarse como en la teoría
lamarckiana, sino que se transforma por azar y esto hace que se adapte mejor al estar en
una situación ventajosa en su lucha por la vida.
El desencadenamiento de todo el proceso evolutivo, la mutación genética individual
tal como la concibe Darwin (1860), es una “desviación accidental” (p. 94), una
“alteración accidental” (p. 189), una “variación accidental producida por causas
desconocidas” (p. 209). El primer paso de la evolución es un accidente, sucede por azar y
sin propósito, ocurre porque ocurre, tiene un carácter aleatorio y no obedece a una
teleología como la supuesta por Lamarck. En el segundo paso evolutivo, el individuo
mutante será favorecido por la selección natural simplemente porque su mutación
“accidental” habrá sido “provechosa” (p. 242). El individuo sacará provecho de su
mutación, para ser más precisos, al tener éxito en una situación de “lucha por la
existencia”, disputa por los alimentos, rivalidad por las parejas reproductivas, “batalla tras
batalla” contra las otras especies, defensa contra los “enemigos”, pugna contra los
“competidores”, etc. (pp. 60-79). Es en esta situación de lucha, de violencia y de
conflicto, en la que se decide si lo azarosamente adquirido habrá de poner al individuo en
una posición de fuerza que le permita sobrevivir, reproducirse y trasmitir lo adquirido a la
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especie.
Digamos que la especie tan sólo puede adquirir por la fuerza, por la violenta lucha
entre los individuos, aquello que los individuos hayan adquirido por azar. En otras
palabras, la casualidad produce individualmente lo que sólo se hace valer y se impone
colectivamente a través de la competencia, la rivalidad, el conflicto, la violencia
despiadada que reina en la naturaleza.
Un azar individual y una lucha colectiva están entonces en el origen de la evolución.
La transformación evolutiva implica originariamente el azar y la lucha, la
indeterminación y la contradicción, la casualidad y la conflictividad, lo aleatorio y lo
beligerante, la contingencia y la violencia.
VIII. LUCHA EN MARX
Al igual que Darwin, Marx también considera el papel del azar y de la lucha en el
origen de cualquier transformación. El origen mismo de la transformación de la nada en
algo, el origen de todo lo que existe, implica la indeterminación y la contradicción en
aquella doctrina epicúrea con la que el joven Marx (1841) parece coincidir en su tesis
doctoral. Según esta doctrina del clinamen, tal como es expuesta en De rerum natura,
todo se origina en una “decisión” que está “desligada del destino” (Lucrecio, 255, p. 187)
y que hace “luchar en contra” de cualquier “fuerza exterior” y “estorbarla” (275-280, pp.
187-188). Todo proviene, para ser precisos, de la “desviación” contingente de las
primeras partículas y de los resultantes “golpes” entre ellas (216-224, p. 185), es decir, en
los términos de Marx (1841), de la “repulsión” entre los átomos que se “encontraron”
unos a otros al “declinar sin causa”, al “desviarse” de su “línea recta”, comportándose y
existiendo así de modo “carente por sí mismo de causa” (pp. 33-36). Todo empieza, en
efecto, cuando el azar hace que los átomos existan y se desvíen hasta colisionar con otros
átomos con los que habrán de engarzarse en una especie de lucha primigenia que
permitirá su vinculación y su agregación en la composición de las cosas.
Es verdad que el elemento de lucha no está suficientemente elaborado en Lucrecio,
que tiene un carácter más connotativo que denotativo, que alegoriza la física y que no
puede ser pensado sino como una designación metafórica del encuentro entre los átomos.
Pero también es verdad que la noción del encuentro como encontronazo, como choque o
colisión entre las partículas, parece implicar ya cierta forma elemental de contradicción, e
incluso de lucha y de violencia, aunque desde luego no —insistamos— en el plano
trascendente de la realidad física, sino en la inmanencia de un discurso, que es lo que nos
interesa en Marx lo mismo que en Darwin, así como fue también lo que le interesó a
Marx en su comprensión de Epicuro.
El caso es que el joven Marx parece aceptar la noción profundamente paradójica de
una colisión en el surgimiento de la consistencia, de una contradicción anterior a la
existencia, de una oposición constitutiva de la identidad. En términos aristotélicos, la
lucha es aquí la entelequia, la realización en acto de la esencia de todo lo que existe. El
ser debe luchar para salir de su potencialidad y conquistar cierta realidad. Todo se realiza
por la violencia. Esto se hará más claro en las concepciones históricas, políticas y sociales
de Marx, en las que todo se origina en la violencia de las tensiones y antagonismos entre
fuerzas, clases, intereses e ideologías. Un postulado marxiano fundamental,
frecuentemente olvidado por su aparente simplicidad, es que “la guerra se ha desarrollado
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antes que la paz” (Marx, 1858, p. 30).
En el mundo humano como en el inhumano, tal como se los representan Marx y sus
seguidores consecuentes, el conflicto estará en el origen de todas las cosas y por ende
también de todas las transformaciones que hacen aparecer nuevas cosas diferentes de las
anteriores. La existencia es precedida por la transformación que es a su vez provocada por
una lucha originaria. Se lucha, luego se existe. No hay manera de que algo exista sin que
se violente de algún modo aquello a lo que se arranca. La violencia es anterior a la
existencia. Se existe luchando. En esta dialéctica ontológica marxiana y marxista que
invierte la del sentido común, se empieza por luchar, incluso antes de existir y de ser lo
que se es, ya que lo que hay resulta de una lucha que lo hace cobrar cierta existencia y
diferenciarse de lo demás, desgarrarse de lo diferente, volviéndose, al menos por un
instante, idéntico a sí mismo. De ahí que Mao Tse-Tung (1939) postule categóricamente
que “sin lucha no hay identidad” (p. 129).
Todo lo que existe surge de procesos y transformaciones atravesados por el elemento
de lucha. Mao (1939) nos explica también cómo este elemento de lucha “recorre los
procesos desde el comienzo hasta el fin y origina la transformación de un proceso en otro;
la lucha entre los contrarios es omnipresente, y por lo tanto decimos que es incondicional
y absoluta” (p. 128). Es a fuerza de lucha que se hace cualquier historia. La trama
histórica se teje con violencia. Conocemos la escandalosa fórmula del Capital en la que
se define la violencia como “potencia económica” y como “comadrona de toda sociedad
vieja que lleva en sus entrañas una sociedad nueva” (Marx, 1867, p. 639). Conocemos
también la proclamación final del Manifiesto Comunista en la que se afirma sin ambages
que los objetivos enunciados “tan sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia
todo el orden social existente” (Marx y Engels, 1848, p. 60). Esta concepción de la
violencia como herramienta imprescindible y como partera de la historia se ha transmitido
a la tradición revolucionaria marxista, especialmente a través de Lenin, quien siempre
admitió el “carácter inevitable de la revolución violenta” (Lenin, 1918, p. 287) y tuvo
claro que “los grandes problemas en la vida de los pueblos se resuelven solamente por la
fuerza” (1905, p. 140).
IX. AZAR EN MARX
Además del elemento violento y conflictivo, Marx adopta el elemento contingente o
azaroso del origen, el cual, como bien sabemos, ha sido enfatizado por el viejo Althusser
(1988) en su “materialismo aleatorio” (pp. 30-31). Según este materialismo, el origen de
las cosas no puede explicarse por una causa final o inicial. No hay originariamente nada
por lo cual o para lo cual deba existir lo que existe. Si los átomos se desvían de su línea
recta, si colisionan y componen las cosas, es por un simple azar y por nada más.
Cualquier otra explicación tendrá que darse en el ámbito etéreo de las ideas, en el cielo
del idealismo, y hará entonces que traicionemos la perspectiva materialista del marxismo.
Un verdadero materialismo, tal como lo ve Althusser a partir de Marx y Epicuro,
tendrá que ser aleatorio porque sólo así encontrará el origen de todas las cosas en un
acontecimiento material y no en la idea explicativa hipotética de una causa o de una
finalidad. Por ejemplo, no es que se luche porque se debe existir, sino que se lucha, luego
se existe. La existencia no tiene un valor explicativo porque lo que lucha no lo hace
porque tenga en mente existir. ¿Cómo habría de tener algo en mente si todavía no existe?
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Habrá existido retroactivamente por la lucha, pero eso no basta para explicar la lucha por
su existencia. Cualquier explicación adquiere aquí un carácter idealista.
Ser materialista es reconocer lo inexplicable, incomprensible, impensable,
irreductible a las ideas. En el caso de la violencia, para concebirla de modo materialista,
no se le debe pensar a través de un esquema comprensivo-explicativo como el que la
integra teleológicamente ya sea en una lucha por la vida o en un parto de la historia.
Como veremos, este parto y esta lucha pueden admitirse de un modo materialista como
formas de existencia de la violencia, pero esto supone que no intervengan como ideas
referidas a las causas o los fines de los efectos violentos que intentamos comprender o
explicar.
Cierta violencia puede ser por la vida, porque se está vivo y se lucha por la vida,
porque la vida intenta mantenerse o perseverar en el estar vivo, pero todo esto no quiere
decir que la violencia existe para que la vida sea. La vida no puede bastar para dar
sentido a la violencia porque la vida misma no tiene un sentido, lo que no excluye, por
cierto, que sea violenta o se valga de cierta violencia. De igual modo, no hay parto de la
historia que no sea violento, pero esto no significa necesariamente que hay violencia para
que se haga la historia. Digamos que el parto de la historia no es el significado intrínseco
de la violencia.
Podemos considerar, pues, que la concepción marxiana de la violencia como partera
de la historia tiene un carácter idealista heredado presumiblemente de Hegel. Sin
embargo, como lo ha mostrado Vittorio Morfino (2006), hay momentos en los que Marx
parece liberarse de la dialéctica teleológica hegeliana, como cuando considera que la
“disolución” de la estructura feudal hizo que “salieran a la superficie los elementos
necesarios para la formación” de la estructura capitalista (Marx, 1867, p. 608). La
violencia de las revoluciones burguesas no es aquí para la formación de la nueva
estructura, sino por la disolución de la vieja estructura. Y esta desestructuración es
porque es, de modo inexplicable, pero también inevitable, como una inevitable tendencia
desviante intrínseca de los componentes de cualquier estructura.
En Marx, independientemente de cualquier hipótesis explicativa económica de la
agudización de las contradicciones, los elementos estructurales tienden a desviarse,
desajustarse, desorganizarse o dislocarse, lo que provoca irremediablemente una violencia
revolucionaria que permite a su vez el nacimiento de la nueva sociedad. La
desestructuración y la resultante violencia posibilitan así el curso de la historia, pero no
suceden por la historia ni para ella. Sencillamente suceden porque suceden, porque así es,
de manera inexplicable. No es necesario explicar la violencia para justificarla.
X. DIFICULTAD E IMPOSIBILIDAD DE LA EXPLICACIÓN
El reconocimiento de lo que no puede explicarse, como gesto fundacional del
materialismo aleatorio, no aparece de un momento al otro en el desarrollo del
pensamiento althusseriano. Althusser empieza por apreciar la dificultad de la explicación
para terminar admitiendo la imposibilidad de la explicación. Antes de reconocer lo
inexplicable, en efecto, el filósofo marxista francés descubre lo que distingue la dialéctica
materialista marxiana-freudiana de la dialéctica idealista hegeliana, esto es, la
“sobredeterminación”, la “acumulación” de las “determinaciones eficaces”
superestructurales o ideológicas, la infinidad de causas que sólo puede aparecer como una
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infinidad de azares que resulta ininteligible y que desafía cualquier explicación
económica (Althusser, 1965, pp. 87-116). La economía sólo constituye la determinación
en última instancia, pero luego llega la sobredeterminación ideológica y todo se complica
hasta el punto de resultar incomprensible. ¿Cómo comprender o aprehender el número
infinito de factores que intervienen?
Cualquier acontecimiento histórico es demasiado complejo como para poder
comprenderse por completo. Esto es algo que sentimos ya de manera muy vívida en
algunos análisis históricos de Marx (1852), así como en la confianza de Rosa
Luxemburgo (1905) en una espontaneidad prescrita como la mejor actitud ante una trama
histórica inextricable, incontrolable, ininteligible, incomprensible. Ante algo tan
enmarañado que no puede ni siquiera pensarse, no hay estrategia que valga. Mejor ser
espontáneos y dejarlo todo a ese azar que es el nombre de una sobredeterminación tan
compleja, tan impenetrable, tan inabarcable, que no puede tornarse consciente. Semejante
complejidad inconsciente es una característica esencial del mundo en su materialidad. Lo
material es irreductible a lo ideal, al pensamiento, precisamente porque su complejidad,
aunque determinante, resulta impensable.
Un materialista sabe que no puede pensar la determinación en su totalidad. Es por
esto que sabe también que todo aquello que lo rodea, en cuanto determinado, resulta
incomprensible. No hay sujeto capaz de comprender la determinación de la trama
histórica. Y si es así, mejor será considerar la historia, no sólo subjetivamente
incomprensible, sino también objetivamente inexplicable, ya que no hay nadie además
del ser-humano-que-no-puede-comprenderla. ¿Quién se la explicaría? ¿Quién la
comprendería para explicarla? No hay un ser omnisciente, Dios o Gran Otro, que pueda
explicar la historia. Esta historia debe aceptarse entonces como inexplicable.
XI. MARXISMO Y DARWINISMO
Hay un elemento inexplicable que suele pasar desapercibido cuando se analiza la
forma en que Marx describe el origen de la violencia revolucionaria y de las
transformaciones históricas. De igual modo, cuando se lee actualmente a Darwin, suele
subestimarse lo que resiste a la explicación en las mutaciones biológicas individuales que
se encuentran en el origen mismo de la lucha por la vida y del movimiento evolutivo. Hay
aquí, en lo inexplicable, una coincidencia fundamental entre las perspectivas marxista y
darwinista. Y además, en ambos casos, como lo hemos visto, el origen inexplicable tan
sólo suscita sus efectos en la contradicción, en el conflicto, en la violencia y en la lucha.
Si Marx define la historia como una violenta historia de la lucha de clases, Darwin se
representa la evolución como una evolución de la no menos violenta lucha por la vida. Y
ambas luchas, de clases y por la vida, presentan similitudes asombrosas. ¿Cómo no sentir
aquí la tentación de concebir la lucha de clases como una modalidad específicamente
humana de la lucha por la vida?
¿Cómo no ver una lucha por la vida en el funcionamiento y desgarramiento interno
de cualquier sociedad? Es lo que tiene en mente Plejánov (1895) cuando nos habla de
aquella “lucha por la existencia” por la que se activaría y justificaría la economía (p. 127).
Esta idea le permite al marxista ruso considerar en términos más amplios y generales el
elemento social beligerante o conflictivo del marxismo, e ir así más allá de la simple
“voluntad de vivir” de Kautsky (1909, pp. 41-48). Sin embargo, tanto en Plejánov como
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en Kautsky, asistimos a una peligrosa naturalización de lo histórico, la cual, por sí misma,
cuando la llevamos hasta sus últimas consecuencias, puede terminar conduciéndonos al
evolucionismo social de Herbert Spencer, esta vez no a su orientación básica
epistemológica lamarckiana, sino a su reorientación política darwinista, la más
estrechamente ligada con su doctrina ultra-liberal.
XII. LUCHA POR LA VIDA Y LUCHA POR LA EXPLOTACIÓN
El razonamiento spenceriano es bien conocido y subyace a muchas justificaciones de
la economía liberal y neoliberal. Es nuestra libre “competencia”, entendida como “lucha
por la vida”, la que ha permitido que “se distinga la civilización del salvajismo” (Spencer,
1891, p. 448). Cuando consideramos que nuestra lucha de clases no es más que una
manifestación específicamente humana de la violenta lucha por la vida, concluiremos que
lo natural es que la lucha sea ganada por la clase dominante, es decir, por la que ha
demostrado estar compuesta de los más fuertes. ¿Acaso la fuerza no se evidenciaría en la
dominación? Al dominar, la clase dominante ejercería exitosamente su propia fuerza. Este
éxito social de los más fuertes nos fortalecería como especie humana. Si es que
ayudáramos a los débiles e impidiéramos que los más fuertes les ganaran, los dominaran,
los violentaran y explotaran, entonces obstaculizaríamos la evolución e iríamos así contra
los designios de la naturaleza y contra el interés colectivo de la humanidad.
Es por la evolución de la humanidad que Spencer justifica su posicionamiento ultra-
liberal y anti-socialista. Su “oposición al socialismo”, como él mismo lo afirma, “resulta
de la creencia de que detendrá el progreso hacia un estado superior y hará que regresemos
a un estado inferior” (Spencer, 1891, p. 468). Desde este punto de vista, el socialismo
implica regresión, degeneración o involución, y aparece como un involucionismo social
que se opone diametralmente al evolucionismo spenceriano.
El problema de la doctrina evolucionista social de Spencer no estriba sólo en la
crueldad y el cinismo de sus conclusiones, sino en la falacia naturalista de la que parte su
razonamiento. Podemos detectar esta falacia en dos presuposiciones tácitas. En primer
lugar, se presupone que la dominación es una capacidad que procede naturalmente de la
fuerza intrínseca de los grupos o individuos que dominan, cuando es claro que la clase
dominante domina con la fuerza que adquiere artificialmente de aquellos a los que
explota. La explotación, como transferencia de fuerza de los explotados hacia los
explotadores, implica simultáneamente el debilitamiento de los explotados y el
fortalecimiento de los explotadores. Estos últimos, una vez fortalecidos con la fuerza de
aquellos a los que han explotado, pueden fácilmente mantener su ventaja en cualquier
lucha de clases.
En segundo lugar, se presupone que las clases que se enfrentan son como especies
naturales que deben contender unas con otras para sobrevivir. Así como las orcas y las
ballenas lucharían por la vida cuando pelean a muerte, las primeras para alimentarse y las
segundas para no servir de alimento a las primeras, así también los capitalistas y los
obreros se enfrentarían por la vida, los capitalistas para vivir de los obreros y éstos para
mantenerse con vida. Según la hipótesis liberal y neoliberal, nuestro mundo humano sería
como el mundo animal: reinaría la ley de la selva; todos lucharíamos para sobrevivir;
tanto los explotadores como los explotados estarían luchando por su vida. Quizás esto sea
verdad, al menos en parte, cuando nos referimos a los explotados que efectivamente
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luchan por su vida cuando combaten a quien se las arrebata para explotarla como fuerza
de trabajo. Sin embargo, en el caso de los explotadores, tan sólo en circunstancias
históricas excepcionales, en situaciones límite, podremos decir que hacen lo que hacen
por su propia supervivencia.
Lo normal es que los explotadores no luchen para sobrevivir, sino para conservar sus
privilegios, para no dejar de captar sus ganancias, para seguir explotando, para no
explotar menos, para mantener la explotación en los mismos niveles o en niveles
superiores. Y si el explotador dejara de explotar, no por ello dejaría de vivir. Su vida no
está en juego en su explotación. Cuando lucha para explotar, no lucha para vivir. Su lucha
no es por la vida.
XIII. LUCHA POR LA VIDA Y LUCHA POR LA MUERTE
Los humanos explotadores no son como las orcas, los tigres y otros animales
carnívoros que deben cazar a sus presas para alimentarse y sobrevivir. En el contexto
específico de nuestra sociedad, los capitalistas no se arrojan sobre sus víctimas humanas
para alimentarse y sobrevivir, sino para enriquecerse, capitalizarse o acumular más
capital. Digamos que los capitalistas no luchan por conservar su vida como vida, sino
para explotar otra vida como fuerza de trabajo. Por el contrario, como ya Marx nos lo ha
mostrado suficientemente, los obreros explotados sí que luchan por conservar la vida
como vida cuando luchan contra la explotación de esta vida como fuerza de trabajo.
Aquí debemos entender bien que al ser explotada como fuerza de trabajo, la vida ya
no es exactamente lo que solemos entender por vida. Ya no es aquello que suponemos
perdido cuando nos lamentamos por no vivir o por no sentirnos vivos. Ya no es la vida
poseída y experimentada como tal por el propio sujeto, la vida gozada y sufrida como
experiencia pulsional tan plena como inútil, sino que se convierte en ese trabajo útil y
predominantemente mecánico, desvitalizado, que es el trabajo del capital, es decir, la
esencia misma del capital, aquello que le permite ser lo que es, aquello que requiere para
poder llegar a realizarse al incrementarse y acumularse. Lo que distingue al capital del
simple dinero, en efecto, es que existe al expandirse a través de una vida comprada como
una mercancía y así remunerada para ser neutralizada, gastada, consumida, usada,
explotada como fuerza de trabajo (Marx, 1858).
La explotación debe apoderarse de la vida para poder transmutarla primero en el
trabajo del capital y luego en el capital mismo. Considerando que el capital está muerto y
que sólo puede producirse al explotar la vida, podemos aceptar con Marx (1867) que la
explotación capitalista, como transmutación de la vida en capital, es creación de algo
muerto a partir de la destrucción de algo vivo. La explotación capitalista, en definitiva, es
agotamiento de la energía vital, consumo de lo vivo, muerte de la vida. Por lo tanto,
cuando el capitalista lucha por la explotación y contra el explotado, está luchando por la
muerte y contra la vida, por el capital muerto y contra el trabajador vivo.
Es erróneo, pues, considerar que el capitalista lucha por la vida. Su lucha no es por la
vida, sino por la muerte. Por consiguiente, si queremos abordarla correctamente, no será
en una perspectiva darwinista que sólo considera la lucha por la vida y no una lucha por
la muerte como la del capitalista.
La descripción marxiana y marxista del capitalismo requiere una perspectiva teórico-
epistemológica en la que sea posible conceptualizar la muerte como aquello por lo que se
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lucha, como fin y propósito, como impulsión y motor efectivo. Esta perspectiva no se
encuentra en Darwin, pero sí en otro de los revolucionarios copernicanos y maestros de
la sospecha, en Freud (1920), que por esto y por mucho más aparece como complemento
indispensable de Marx. El marxismo quizás necesite del evolucionismo de Darwin para
explicar y justificar una lucha como la del trabajador, pero tendrá que recurrir al
psicoanálisis de Freud para entender y condenar la violencia mortal del capitalista. La
necrología freudiana del capital debe agregarse a la biología darwinista de la humanidad
ultimada por el capital (Vygotsky y Luria, 1925).
Sólo a través del psicoanálisis puede tenerse una visión global del desgarrador
conflicto psicosocial entre el mortífero capitalismo y la vida humana en la sociedad
disociada y en la individualidad dividida. Esto permite ir más allá del cuestionamiento
que se mantiene aferrado, en su biologicismo, psicologismo e individualismo, a la
relación biológica exterior entre un individuo y un orden social concebido como una
suerte de medio ambiente. De lo que se trata es de complicar, profundizar y radicalizar la
“crítica del orden social”, y no, como lo imaginaba Reich (1933), de reemplazarla por la
resignación ante la “voluntad biológica de sufrir” (pp. 234-235). La teoría freudiana de la
pulsión de muerte no descarta el arma de la crítica, sino que la afila con la explicación de
lo hasta entonces inexplicable.
XIV. LUCHA ENTRE LO VIVO Y LO MUERTO
El capitalismo crea una situación tan sólo explicable en la teoría freudiana, pero
inexplicable desde el punto de vista de Darwin y en espera de explicación en la
perspectiva de Marx y de sus seguidores. Tal como se concibe en el marxismo, la lucha
de clases propia del sistema capitalista sólo es una lucha darwinista por la vida cuando se
considera subjetivamente desde el punto de vista del obrero. Tenemos entonces lo que
Lacan (1954) describía como el “mito” del “Sr. Darwin”: aquella “lucha a muerte” que
precede la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, una “relación destructora y mortal”
entre las clases, una lucha de los “devorados” contra los “devoradores” (pp. 276-277). Es
así como la lucha de clases aparece en el espejo de lo imaginario para la conciencia de
clase del obrero. Sin embargo, contemplada objetivamente en su totalidad y sin abstraer
sus aspectos real y simbólico, la lucha de clases no sólo es una lucha por la vida, sino una
lucha entre dos luchas, entre una lucha por la vida y otra lucha por la muerte, entre la
trinchera del obrero y la del capital, entre la resistencia de lo real y el imperio de lo
simbólico, entre la fuerza vital del sujeto y la inercia mortal de un “objeto desvitalizado”
(p. 278). Por lo tanto, en un sentido aún más profundo, es una lucha entre un ente
personal animado y otro ente impersonal e inanimado, entre alguien vivo y algo muerto,
pero también entre el trabajador que da la vida y el capital que se la quita, entre una
persona vivificadora y una cosa mortífera.
De entrada, cuando el capital se encuentra con el obrero, es una cosa muerta la que se
enfrenta contra una persona viva. Desde luego que el capital puede encarnarse y en cierto
sentido vivir a través del capitalista (Marx, 1867). Pero el capital no es en sí mismo el
capitalista, no es un ser vivo, no es un ser humano, así como tampoco es un animal, una
horca o un tigre. El gran error antropológico-filosófico de Spencer y otros liberales y
neoliberales consiste en imaginar que la lucha de clases es una lucha entre personas, entre
seres humanos, entre seres vivos que luchan por la vida. La lucha no es entre seres vivos,
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sino entre, por un lado, los seres vivos, los trabajadores, y, por otro lado, un ser muerto, el
capital encarnado por los capitalistas.
A diferencia del obrero, el capital no es un ser vivo, sino un ser muerto. De ahí que
Marx (1867) lo describa metafóricamente como un “vampiro” que “no sabe alimentarse
más que chupando trabajo vivo” (p. 179). Este vampiro, este ser muerto y no vivo, es
paradójicamente la única especie que parece luchar por la vida cuando los capitalistas
luchan contra los trabajadores. Lo paradójico del vampiro del capital es que su lucha por
la vida es una lucha por la muerte, por neutralizar mortalmente la vida, por apoderarse de
la vida para explotarla y así mantener viva su propia existencia muerta. Es para mantener
viva su propia muerte que el capital debe luchar contra la humanidad. Si quisiéramos
resumir su lucha en tres palabras, invocaríamos la macabra consigna fascista en la Guerra
Civil Española: “¡Viva la muerte!”.
Digamos que la lucha vampiresca por la vida es una lucha por mantener viva la
muerte. Es una lucha mortal y no vital, aparentemente más involutiva que evolutiva y por
lo tanto incomprensible para el evolucionismo, indescriptible mediante las categorías
darwinistas y lamarckianas, quizás porque no se trata de algo natural, sino antinatural,
cultural, artificial. El vampiro del capital, en efecto, no es una especie natural, sino un
monstruo creado por el hombre.
No hay aquí, en el vampiro del capital, un instinto vital como el que suscita la lucha
por la vida y mantiene la vida en todos los rincones de la naturaleza. Lo que hay es eso
monstruoso, tan inhumanamente humano, que destruye la vida también ya en todos los
rincones de la naturaleza devastada, desnaturalizada, y que el discurso freudiano ha
designado con el concepto de pulsión de muerte (Freud, 1920). Esta pulsión es aquello en
lo que se convierte finalmente nuestra vida, nuestra pulsión vital neutralizada, explotada
como fuerza de trabajo en el capitalismo. La explotación capitalista puede
conceptualizarse así como el proceso por el que la pulsión vital del obrero,
frecuentemente conceptualizada como instinto vital, se transmuta en la pulsión de muerte
del capital.
Si el capital nos explota, es para matar la misma vida que transforma en su pulsión de
muerte, y si el obrero se deja explotar, es por el instinto vital que lo hace querer
mantenerse con vida. Lo vivo busca seguir vivo así como lo muerto busca imponer su
muerte. La muerte y la vida tienden a lo mismo que son y es por eso que deben luchar
entre sí. De este modo, sin recaer en una teleología como la de Hegel, podemos decir con
Spinoza (1674) que tanto la muerte como la vida, tanto el capital como el trabajo,
sencillamente “se esfuerzan en perseverar en su ser” (III, prop. VI, p. 142).
En un plano ontológico y no teleológico, el trabajador y el vampiro se esfuerzan en
perseverar en su ser. Lo vivo lucha lógicamente por su vida como lo muerto lucha
lógicamente por su muerte. La diferencia, en definitiva, es entre la gangrena y lo que
resiste a la gangrena, entre la violencia de la muerte y la violencia de la vida, la segunda
respondiendo a la primera, duplicándola e invirtiéndola, reflejándola, pues la violencia,
aun cuando es por la vida, no deja por ello de causar la muerte.
XV. REINO DE LA VIOLENCIA
Digamos que la violencia mata incluso cuando se desata por vivir. De ahí que la
lucha por la vida, contra la muerte, aparezca también como un reflejo de la correlativa
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lucha por la muerte. Quizás éste sea el sentido más general de la idea sartreana de la
violencia del colonizado como la del colonizador que se le “regresa”, que “reemerge”
sobre él como su propio reflejo que “viene desde el fondo del espejo para encontrarlo”
(Sartre, 1961, pp. 25-26).
Si debe haber en el espejo una lucha por la vida, es porque hay delante una lucha por
la muerte, porque la muerte acecha y hay que luchar a muerte contra ella. Matar o morir
es el dilema en cualquier campo de batalla. Como lo nota Serge (1925), una vez que hay
una metralleta, “hay que elegir entre estar delante de esta cosa real o estar detrás de ella,
entre servirse de la simbólica máquina de matar o servirle de blanco” (p. 106). No hay
lugar aquí más que para la violencia. Ocurre lo mismo en el sistema capitalista. El
capitalismo, como el colonialismo al que se refiere Fanon (1961), “es violencia y no
puede inclinarse más que ante una mayor violencia” (p. 61). El reino del capital es un
reino de violencia, de fuerza, ya que “entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la
fuerza” (p. 71).
Entre la lucha por la muerte y la lucha por la vida, todo se decide en la lucha, en la
violencia, en la muerte. Es como si fuera la muerte la que siempre terminara ganando, ya
que independientemente del propósito, del contenido, es ella la que impone la forma, el
método, las reglas del juego. Y la regla de las reglas es recurrir a la violencia, luchar,
matar aun cuando es para vivir. Esta ley de la selva es la que impera en la civilización, al
menos en la civilización occidental, en la que ya ni siquiera podría uno decir con seriedad
que “la no-violencia es la ley de nuestra especie, como la violencia es la ley de las
bestias” (Gandhi, 1920, p. 45). Es en la bestialidad humana, proyectada una y otra vez en
las bestias, en la que no sólo se requiere matar para vivir, sino que se debe matar para
vivir, para seguir viviendo, luchando, matando. La muerte es nuestro imperativo y no una
simple necesidad. Es nuestro goce de la pulsión y no un medio para satisfacer el instinto.
No es medio, sino forma de vida. Es incluso, en cierto sentido, el fin mismo de la vida
humana. Tal vez todo esto corrobore la tesis freudiana-lacaniana: “toda pulsión es
virtualmente una pulsión de muerte” (Lacan, 1964, p. 329).
Lacan tan sólo podría permitirnos concebir la lucha de clases entre la pulsión de
muerte y la de vida, entre la explotación capitalista y la emancipación comunista, como el
efecto de una tensión entre la recta mortal y su desviación vital contingente, inexplicable,
que termina regresando a la muerte al enfrentarse a muerte contra ella. Sin embargo,
como también lo advierte Lacan (1955), la pulsión de muerte sólo nos “devuelve a la
muerte” a través de aquella vida, lucha por la vida, que “dibuja una cierta curva” (p. 116).
En suma: se vive para morir, pero se muere porque se vive. Y lo que es peor: se lucha por
la muerte mientras se lucha por la vida, pero sólo se lucha en la vida, con ella y a costa de
ella.
Mientras luchaba por el comunismo, el revolucionario bolchevique de 1917 luchaba
ya por lo que terminó de triunfar en 1991, pero no dejaba por ello de ser un comunista.
Sencillamente nadie sabe para quién trabaja. Sólo se habrá sabido cuando llegue el
momento, après-coup, nachräglich. Nada más absurdo; nada menos teleológico, menos
racional, menos idealista. Estamos aquí en el más puro y opaco materialismo. Y aun aquí,
las dos pulsiones, la de vida y la de muerte, consiguen diferenciarse gracias a la capacidad
asombrosa que tiene la vida, incluso en su agonía, para posponer el momento de la
muerte. 1991 tardó 74 años en llegar. Es una buena edad para morir.
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XVI. EL TORO Y EL TORERO
La vida no deja de luchar por ella misma y contra la muerte. Esta lucha de la vida por
la vida tiene una universalidad que la “post-política” intenta pulverizar en
“reivindicaciones puntuales”, pero la satisfacción de tales reivindicaciones resulta
siempre decepcionante, y si esto es así, y si la lucha por la vida insiste y subsiste, es
quizás precisamente porque su “dimensión universal” no depende tan sólo, como diría
Žižek (2010), de una “universalización metafórica” (pp. 43-44). Más allá de cualquier
metáfora, podría tratarse de una lucha ontológica universal, en el universo del sistema
simbólico humano de nuestra civilización, entre lo muerto y lo vivo, entre el significante
y el sujeto, entre el vampiro del capital y el trabajador vivo, y luego también, de manera
derivada, entre las tendencias intrínsecas de lo vivo y de lo muerto: entre la pulsión de
muerte y el instinto vital, entre una lucha por la muerte y otra por la vida, entre el proceso
del capital y el del trabajo, entre “el símbolo” como “muerte de la cosa” y la “eternización
del deseo” que tal muerte “constituye en el sujeto” (Lacan, 1953, p. 317). Es la misma
lucha que se libra entre la violencia cultural y la natural, entre el sadismo humano
refinado y la furia salvaje de la bestia, entre lo representado simbólicamente por el torero
y lo animado realmente en el toro.
Si me refiero a la fiesta brava, es porque me parece que escenifica y dramatiza
elocuentemente una de las oposiciones más fundamentales que articulan cualquier lucha
de clases. Hay algo revelador en las corridas. Quizás ésta sea la única razón por la que
uno podría llegar a oponerse a que las prohíban. Una vez que dejen de existir, puede ser
que se nos olvide todo lo que nos descubren de nuestra cultura y del capitalismo.
De algún modo presentimos hoy en día que aquello que nos encoleriza en las bolsas
de valores tiene que ver con lo que nos indigna en las plazas de toros. También
alcanzamos a vislumbrar cierta identidad común entre la violencia de la fiesta brava y la
del Estado capitalista, entre el torero y el esbirro del sistema, entre el rejoneador y el
granadero embistiendo a los manifestantes, entre el matador y el sicario del gobierno
asesinando a periodistas y estudiantes en México.
El capitalismo, con su brazo armado gubernamental, ha sido más efectivo que el
darwinismo en la reconciliación de la humanidad con su animalidad. La destrucción
capitalista del mundo nos hace ver las corridas con otros ojos y nos recuerda nuestra
propia destrucción bajo el capitalismo. Nos reconocemos en el toro engañado, explotado
y aniquilado al igual que nosotros. Como nosotros, más allá de cualquier metáfora, lucha
por la vida, contra la muerte, contra la lucha por la muerte, pero al final, confirmándonos
el carácter ilusorio de la teleología, es como si tan sólo hubiera luchado por su propia
muerte.
No por casualidad, los colectivos que exigen la prohibición de las corridas tienen a
menudo una orientación anticapitalista. La oposición a la fiesta brava es también una
opción predominante en la nueva izquierda marxista. El ecosocialismo y el marxismo
animalista no son fenómenos aislados, sino que forman parte de una larga serie de
coincidencias e imbricaciones entre el rojo y el verde, entre el comunismo y el
ambientalismo, entre el socialismo y el ecologismo: una serie que condiciona la
posibilidad de “dislocación” de lo rojo a lo verde (cf. Stavrakakis, 2000, pp. 111-114) y
que no parece consistir sólo en una “articulación” hegemónica de elementos cuya
“identidad” es modificada por su articulación (cf. Laclau y Mouffe, 1985, p. 105). Hay
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algo fijo estructural, inmodificable, que no es ni coyuntural ni contingente ni puramente
metafórico y que permite la inserción de los elementos en la serie. De ahí que la serie, que
se origina en Marx y que recorre toda la historia del marxismo, presente coordenadas,
perspectivas, continuidades y repeticiones que insisten y que han sido bien reconocidas y
estudiadas (Parsons, 1977; Benton, 1996).
XVII. EL CAPITALISMO Y LA NATURALEZA
El marxismo es también lugar de confluencia entre sensibilidad social y preocupación
ambiental. ¿Pero de qué nos preocupamos, nosotros los marxistas, cuando nos preocupa
el medio ambiente? ¿Qué significa la naturaleza para quienes tan sólo atisban la historia
en el horizonte?
Para los marxistas, al menos fuera de las corrientes naturalistas y humanistas, ha
terminado imponiéndose la convicción de que no hay manera de hablar de la naturaleza
en el sentido tradicional del término. Hablar de ella supone ya recrearla, cultivarla,
pervertirla, ideologizarla. El propio Marx, como ha sido mostrado en la obra clásica de
Alfred Schmidt (1962), ya le da un sentido “socio-histórico” a la naturaleza y hace que
presuponga una “praxis social” (pp. 11-12). Es en gran parte gracias a Marx, de hecho,
que ha llegado a ser “totalmente claro que la naturaleza no es tan natural como parece”,
empleando los términos de Lacan (1977, p. 7).
Hoy sabemos que no es posible concebir lo natural sin desnaturalizarlo. Pero también
sabemos que debemos pensar con urgencia en aquello cuya destrucción pone en peligro
las condiciones mismas de cualquier pensamiento. Aunque sea tan sólo un mundo
formulado por nuestro discurso, debemos salvarlo para que nuestro discurso pueda seguir
siendo articulado. Y la salvación tiene también un carácter discursivo. Esto es así porque
las condiciones de producción del discurso forman parte del mismo discurso, o, para
decirlo en términos lacanianos, “no hay metalenguaje que pueda ser hablado, o, de modo
más aforístico, no hay Otro del Otro” (Lacan, 1960, p. 293).
Todo está en manos del Otro. La preservación o destrucción del mundo entero
dependerá de lo que ocurra en la historia que nos contamos. Esta historia es la que
habremos hecho. Su “escenario”, el de los hechos que se “interpretan”, es también el de
las palabras que se “escriben” (Lacan, 1953, p. 259). Son ellas las que le pondrán un
punto final a nuestra historia. Ésta puede terminarse en cualquier momento. El desenlace
parece estar cerca. Una vez que lo hayamos alcanzado, ya no habrá nada que decir. Se
habrá esfumado aquello de lo que ya no sabemos hablar entre nosotros.
La progresiva destrucción capitalista de la vida en el mundo amenaza con volverse
total, fatal e irreversible de un momento a otro. Esta destrucción viene a confirmar al
menos que el problema de la lucha de clases no era un problema de lucha por la vida,
como se creyó a menudo en el pensamiento liberal, sino que era y sigue siendo un
problema de lucha entre la vida y la muerte, como siempre lo hemos sabido en el
marxismo y como siempre tendríamos que haberlo sabido en el psicoanálisis. Ahora ya no
debería cabernos la menor duda de que el triunfo del capital significa ni más ni menos que
el triunfo de la muerte sobre los seres humanos y sobre los demás seres vivos.
XVIII. CONCLUSIÓN: EL PELIGRO DE LO NECESARIO
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Al final, si permitimos que el capitalismo gane la única guerra mundial que merece
tal nombre, el mundo entero se convertirá en un enorme cementerio. La guerra cederá su
lugar a la paz de los sepulcros. No habrá más que tumbas, y todas abandonadas, como la
de Spencer en Highgate, ya que no habrá humanos para visitar ninguna tumba, y las
cosas, que habrán triunfado sobre ellos, no podrán moverse por sí mismas.
Quizás el triunfo definitivo de las cosas sobre las personas, del capital sobre el
trabajo, de la muerte sobre la vida, sea el fin inevitable al que todo se dirige, el retorno a
lo inanimado al que se refería Freud al presentar su concepto de Tánatos. Lo tanático-
pecuniario habrá sido así la solución final de lo erótico-histórico. Después del breve rodeo
motivado por la pulsión de vida, regresaríamos a la caída marcada por la pulsión de
muerte. La recta se impondría sobre cualquier desviación. Lo necesario triunfaría sobre lo
contingente. Sería un salto del reino de la libertad al reino de la necesidad. Pasaríamos de
la regla de la excepción a la regla sin excepción. Escaparíamos del azar y de la lucha.
Podríamos prescindir al fin de la dialéctica verdaderamente marxista, la histórica, y del
auténtico materialismo, el aleatorio. Saldríamos de la historia para volver a la naturaleza,
quizás arrasada, pero no por ello menos natural.
Quizás muy pronto dejemos atrás la exuberancia de lo simbólico para llegar a lo que
Baudrillard (1978) llamaba el “desierto de lo real” (pp. 5-6). Entenderemos entonces, en
una perspectiva lacaniana, que nuestro sistema capitalista, el más perfecto de los sistemas
simbólicos de nuestra civilización, haya podido alcanzar el goce mortal absoluto al que
aspiramos al satisfacer totalmente la pulsión de muerte a través de la mortificación de
todo lo vivo, la simbolización de todo lo real, la conversión de todas las cosas en
símbolos de su ausencia. Ya no quedará ningún testigo para comprobar que la tumba, el
primero de los símbolos, fue al final también el último y quizás el único. Si así fuera,
entonces nuestro mundo no habrá sido al final sino un gran cementerio de todo aquello
que debió destruir para poder existir. ¿Pero habrá sido sólo esto? La cuestión permanece
abierta y en suspenso. La responderemos retroactivamente. Quizás muy pronto vaya a
saberse una vez más todo lo que habrá sido nuestro mundo hasta hoy.