Se busca la contra alteración Marxista
–No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las
Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se
ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución
está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el
lobo que diezma el rebaño?...
Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase
hacia el horizonte entrevistó a través de los cables y de los «trolleys» de los
tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia
convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventados por un toro
se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los
pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo
sabía, pero caminando llego otra vez a la plaza San Martin
Y entonces dijo:
–¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a
ustedes a tiros, suicidándome luego!
Pero algo mucho más grande que yo me cura desde dentro
haciéndome consciente de su dolor y del mío que en el fondo son el mismo.
Por esto estaré aquí
en Lima, en esta plaza o más bien al frente de ella mientras la sigan
resguardando los imbéciles de la mínima inteligencia que aún nos queda.
Desde este viernes 16 de mayo del 2027 hasta el jueves 22, estaremos todo
el día si es necesario y si no toda la noche hasta la madrugada siguiente filosofando el problema del indio
Vean que por ahora lo
que yo pretendo hacer es un biotejido donde se consoliden todas las posibles
esperanzas humanas.
Mareategui interpreta este problema como un problema de la
tierra:
TODAS LAS TESIS sobre el problema indígena, que ignoran o
eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles
ejercicios teoréticos –y a veces sólo verbales–, condenados a un absoluto
descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han
servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica
socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del
país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su
dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La
cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen
de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de
administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad,
constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad
de los “gamonales”*. El “gamonalismo” invalida inevitablemente toda ley u
ordenanza de protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor
feudal.
Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito,
es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y,
sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el
latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador,
están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los
gamonales. El funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y
sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las
influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento,
por una y otra vía con la misma eficacia. El nuevo examen del problema
indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos de una
legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de propiedad agraria.
El estudio del Dr. José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar
indígena) inicia en 191848 esta tendencia,
que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse*. Pero por el carácter mismo
de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en él un programa
económico-social. Sus proposiciones dirigidas a la tutela de la propiedad
indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico. Esbozando las bases
del Home Stead49 indígena, el Dr. Encinas recomienda la distribución de tierras
del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación de los
gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada acusación
de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente condenado de esta
requisitoria**, que en cierto modo preludia la actual crítica económico-social
de la cuestión del indio. Esta crítica repudia y descalifica las diversas tesis
que consideran la cuestión como uno u otro de los siguientes criterios
unilaterales y exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral,
educacional, eclesiástico. La derrota más antigua y evidente es, sin duda, la
de los que reducen la protección de los indígenas a un asunto de ordinaria
administración. Desde los tiempos de la legislación colonial española, las
ordenanzas sabias y prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se
revelan totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las
jornadas de la Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a
amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos
considerables. El gamonal de hoy, como el “encomendero” de ayer, tiene sin
embargo muy poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica es
distinta. El carácter individualista de la legislación de la República ha
favorecido, incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el
latifundismo. La situación del indio, a este respecto, estaba contemplada con
mayor realismo por la legislación española. Pero la reforma jurídica no tiene
más valor práctico que la reforma administrativa, frente a un feudalismo
intacto en su estructura económica. La apropiación de la mayor parte de la
propiedad comunal e individual indígena está ya cumplida51. La experiencia de
todos los países que han salido de su evo-feudal, nos demuestra, por otra
parte, que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna
parte, un derecho liberal. La suposición de que el problema indígena es un problema
étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El
concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de
expansión y conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo
cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad
antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de
carneros merinos. Los pueblos asiáticos, a los cuales no es inferior en un
ápice el pueblo indio, han asimilado admirablemente la cultura occidental, en
lo que tiene de más dinámico y creador, sin transfusiones de sangre europea. La
degeneración del indio peruano es una barata invención de los leguleyos de la
mesa feudal. La tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral,
encarna una concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en
el orden político de Occidente anima y motiva las “ligas de los Derechos del
Hombre”. Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que en Europa han
denunciado más o menos infructuosamente los crímenes de los colonizadores, nacen de esta
tendencia, que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos al sentido
moral de la civilización. González Prada no se encontraba exento de su
esperanza52 cuando escribía que la “condición del indígena puede mejorar de dos
maneras: o el corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el
derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad
suficiente para escarmentar a los opresores”*. La Asociación Pro-Indígena
(1909-1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su verdadera
eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de defensa del indio que
le asignaron sus directores, orientación que debe mucho, seguramente, al
idealismo práctico, característicamente sajón, de Dora Mayer**. El experimento
está ampliamente cumplido, en el Perú y en el mundo. La prédica humanitaria no
ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus
métodos. La lucha contra el imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y
en la fuerza de los movimientos de emancipación de las masas coloniales. Este
concepto preside en la Europa contemporánea una acción antimperialista, a la
cual se adhieren espíritus liberales como Albert Einstein y Romain Rolland, y
que por tanto no puede ser considerada de exclusivo carácter socialista.
En el terreno de la razón y la moral, se situaba hace
siglos, con mayor energía, o al menos mayor autoridad, la acción religiosa.
Esta cruzada no obtuvo, sin embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente
inspiradas. La suerte de los indios no varió sustancialmente. González Prada,
que como sabemos no consideraba estas cosas con criterio propia o sectariamente
socialista, busca la explicación de este fracaso en la entraña económica de la
cuestión: “No podía suceder de otro modo: oficialmente se ordenaba la
explotación; se pretendía que humanamente se cometieran iniquidades o
equitativamente se consumaran injusticias. Para extirpar los abusos, habría
sido necesario abolir los repartimientos y las mitas, en dos palabras, cambiar
todo el régimen colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían vaciado
las arcas del tesoro español”*. Más evidentes posibilidades de éxito que la
prédica liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Esta apelaba al exaltado
y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse escuchar del
exiguo y formal liberalismo criollo. Pero hoy la esperanza en una solución
eclesiástica es indiscutiblemente la más rezagada y antihistórica de todas.
Quienes la representan no se preocupan siquiera, como sus distantes –¡tan
distantes!– maestros, de obtener una nueva declaración de los derechos del
indio, con adecuadas autoridades y ordenanzas, sino de encargar al misionero la
función de mediar entre el indio y el gamonal**. La obra que la Iglesia no pudo
realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad espiritual e intelectual
podía medirse por frailes como el padre de Las Casas, ¿con qué elementos
contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas, bajo este aspectp han
ganado la delantera al clero católico, cuyos claustros convocan cada día menor
suma de vocaciones de evangelización. El concepto de que el problema del indio
es un problema de educación, no aparece sufragado ni aun por un criterio
estricta y autónomamente pedagógico. La pedagogía tiene hoy más en cuenta que
nunca los factores sociales y económicos. El pedagogo moderno sabe
perfectamente que la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos
didácticos. El medio económico social condiciona inexorablemente la labor del
maestro. El gamonalismo es fundamentalmente adverso a la educación del indio:
su subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo
interés que en el cultivo de su alcoholismo*. La escuela moderna –en el
supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible
multiplicarla en proporción a la población escolar campesina–, es incompatible
con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre, anularía totalmente la
acción de la escuela, si esta misma, por un milagro inconcebible dentro de la
realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera del feudo, su pura
misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría
operar estos milagros. La escuela y el maestro están irremisiblemente
condenados a desnaturalizarse bajo la presión del ambiente feudal,
inconciliable con la más elemental concepción progresista o evolucionista de
las cosas. Cuando se comprende a medias esta verdad, se descubre la fórmula
salvadora en los internados indígenas. Mas la insuficiencia clamorosa de esta
fórmula se muestra en toda su evidencia, apenas se reflexiona en el
insignificante porcentaje de la población escolar indígena que resulta posible
alojar en estas escuelas. La solución pedagógica, propugnada por muchos con
perfecta buena fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los educacionistas
son, repito, los que menos pueden pensar en independizarla de la realidad
económico-social. No existe, pues, en la actualidad, sino como una sugestión
vaga e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace
responsable.
El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema
indígena en el problema de la tierra. SUMARIA REVISIÓN HISTÓRICA* La población
del imperio inkaico, conforme a cálculos prudentes, no era menor de diez
millones. Hay quienes la hacen subir a doce y aun a quince millones. La
Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería. Los conquistadores
españoles, por su escaso número, no podían imponer su dominio sino
aterrorizando a la población indígena, en la cual produjeron una impresión
supersticiosa las armas y los caballos de los invasores, mirados como seres
sobrenaturales. La organización política y económica de la Colonia, que siguió
a la Conquista, no puso término al exterminio de la raza indígena. El
Virreinato estableció un régimen de brutal explotación. La codicia de los
metales preciosos, orientó la actividad económica española hacia la explotación
de las minas que, bajo los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala,
en razón de no tener el oro y la plata sino aplicaciones ornamentales y de
ignorar los indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo
del hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y los
“obrajes”55, un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que diezmó
la población aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de
servidumbre –como habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la
explotación de las tierras conservando el carácter agrario del país– sino, en
gran parte, a un estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y
civilizadoras que asumieron ante el rey de España la defensa de los indios. El
padre de Las Casas sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de
Indias56 se inspiraron en propósitos de protección de los indios, reconociendo
su organización típica en “comunidades”. Pero, prácticamente, los indios
continuaron a merced de una feudalidad despiadada que destruyó la sociedad y la
economía inkaicas, sin sustituirlas con un orden capaz de or-ganizar
progresivamente la producción. La tendencia de los españoles a establecerse en
la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes a tal punto que se carecía de
brazos para el trabajo. El Virreinato quiso resolver este problema mediante la
importación de esclavos negros, gente que resultó adecuada al clima y las
fatigas de los valles o llanos cálidos de la costa, e inaparente, en cambio,
para el trabajo de las minas, situadas en la sierra fría. El esclavo negro
reforzó la dominación española que a pesar de la despoblación indígena, se
habría sentido de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio,
aunque sometido, hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico
y a los oficios. El blanco se mezcló fácilmente con el negro, produciendo este
mestizaje uno de los tipos de población costeña con características de mayor
adhesión a lo español y mayor resistencia a lo indígena. La revolución de la
independencia no constituyó, como se sabe, un movimiento indígena. La
promovieron y usufructuaron los criollos y aun los españoles de las colonias.
Pero aprovechó el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos indios
ilustrados como Pumacahua57 tuvieron en su gestación parte importante. El
programa liberal de la revolución comprendía lógicamente la redención del
indio, consecuencia automática de la aplicación de sus postulados igualitarios.
Y, así, entre los primeros actos de la República, se contaron varias leyes y decretos
favorables a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición de los
trabajos gratuitos, etc.; pero no representando la revolución en el Perú el
advenimiento de una nueva clase dirigente, todas estas disposiciones quedaron
sólo escritas, faltas de gobernantes capaces de actuarlas. La aristocracia
latifundista de la Colonia, dueña del poder, conservó intacto sus derechos
feudales sobre la tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas las
disposiciones aparentemente enderezadas a protegerla, no han podido nada contra
la feudalidad subsistente hasta hoy.
El Virreinato aparece menos culpable que la República. Al
Virreinato le corresponde, originalmente, toda la responsabilidad de la miseria
y la depresión de los indios. Pero, en ese tiempo inquisitorial, una gran voz
cristiana, la de fray Bartolomé de Las Casas, defendió vibrantemente a los
indios contra los métodos brutales de los colonizadores. No ha habido en la
República un defensor tan eficaz y tan porfiado de la raza aborigen. Mientras el
Virreinato era un régimen medioeval y extranjero, la República es formalmente
un régimen peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que
no tenía el Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio.
Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su
depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los
indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado
sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias,
como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución
material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio
ha desposado la tierra. Siente que “la vida viene de la tierra” y vuelve a la
tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de
la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente. La
feudalidad criolla se ha comportado, a este respecto, más ávida y más duramente
que la feudalidad española. En general, en el “encomendero” español había
frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El “encomendero” criollo58
tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las virtudes del hidalgo. La
servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las
revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las
reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta
marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas
respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de conscripción
vial59, el régimen de las “mitas”60. La República, además, es responsable de
haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la redención
del indio se convirtió bajo la República, en una especulación demagógica de
algunos caudillos. Los partidos criollos la inscribieron en su programa.
Disminuyeron así en los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.
En la sierra, la región habitada principalmente por los
indios, subsiste apenas modificada en sus lineamientos, la más bárbara y
omnipotente feudalidad. El dominio de la tierra coloca en manos de los
gamonales, la suerte de la raza indígena, caída en un grado extremo de
depresión y de ignorancia. Además de la agricultura, trabajada muy
primitivamente, la sierra peruana presenta otra actividad económica: la
minería, casi totalmente en manos de dos grandes empresas norteamericanas. En
las minas rige el salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del
obrero casi nula, la ley de accidentes de trabajo burlada. El sistema del
“enganche”61, que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a
los indios a merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que
los condena la feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con
todo, la suerte que les ofrecen las minas. La propagación en el Perú de las
ideas socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de
reivindicación indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el
progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no
constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus
cuatro quintas partes es indígena y campesina. Este mismo movimiento se
manifiesta en el arte y en la literatura nacionales en los cuales se nota una
creciente revalorización de las formas y asuntos autóctonos, antes depreciados
por el predominio de un espíritu y una mentalidad coloniales españolas. La
literatura indigenista parece destinada a cumplir la misma función que la
literatura “mujikista”62 en el período pre-revolucionario ruso. Los propios
indios empiezan a dar señales de una nueva conciencia. Crece día a día la
articulación entre los diversos núcleos indígenas antes incomunicados por las
enormes distancias. Inició esta vinculación, la reunión periódica de congresos
indígenas63, patrocinada por el Gobierno, pero como el carácter de sus
reivindicaciones se hizo pronto revolucionario, fue desnaturalizada luego con
la exclusión de los elementos avanzados y a la leva de representaciones
apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la acción oficial. Por primera
vez el Gobierno se ha visto obligado a aceptar y proclamar puntos de vista
indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses del
gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el problema indígena, escamoteado antes por la
retórica de las clases dirigentes, es planteado en sus términos sociales y
económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra. Cada día
se impone, con más evidencia, la convicción de que este problema no puede
encontrar su solución en una fórmula humanitaria. No puede ser la consecuencia
de un movimiento filantrópico. Los patronatos de caciques y de rábulas son una
befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación Pro-Indígena son una voz
que clama en el desierto. La Asociación Pro-Indígena no llegó en su tiempo a
convertirse en un movimiento. Su acción se redujo gradualmente a la acción
generosa, abnegada, nobilísima, personal de Pedro S. Zulen y Dora Mayer. Como
experimento, el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para contrastar, para
medir, la insensibilidad moral de una generación y de una época. La solución
del problema del indio tiene que ser una solución social. Sus realizadores
deben ser los propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los
congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados
en los últimos años por el burocratismo, no representaban todavía un programa;
pero sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios en las
diversas regiones. A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas
han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su
abatimiento. Un pueblo de cuatro millones de hombres, consciente de su número,
no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres,
mientras no sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son
incapaces de decidir su rumbo histórico.
Hoy se supone que el feudalismo ha sido vencido pero la
transestructural del capitalismo
primario exportador del Perú sigue
siendo feudal, hoy se supone también que ya se dejó de usurpar la tierral al indio pero nada más
lejos de la realidad, el capitalismo neoliberal se basa en una especualación de
la tierra y entonces el problema de la tierra sigue siendo central pero nosotros comprendemos que el problema
del indio es ontológico más sin tierra el indio no tiene ontológica porque su
apertura existencial se da desde la tierra y para la tierra entonces no estamos
plateando el problema ontológico del indio en contra posición del planteamiento
materialista de la tierra sino más bien que complementamos este planteamiento
para que se comprenda que el ser del indio solo puede ser desplegado en la
tierra ahí es donde su espacio llega a su plenitud desplazándose en sus 4
direcciones horizontalmente integrado estas cuatro direcciones en su logos mediador en el cual también se integra el eje
vertical del Hanan pacha y el Uku pacha en el Kay pacha.
Aconteciendo su tiempo como un Pachacutec una vuelta de todo
el espacio hacia su renovación, florecimiento y fructificación, como una vuelta
a su semilla a su potencialidad complementándose estos ciclos, el grave problema
es que con la conquista, la colonia y la republica este ciclo se ha
interrumpido y la noche potencial se ha hecho demasiado larga, es hora del pachacutec
de nuevo día, de voltear todo el cosmos pero si seguimos pensando que esto es
un problema que solo atañe a los pueblos originarios y no a los mestizos, ni a
los criollos, ni a otros descendientes de pueblos extranjeros ni a los extranjeros
que viene en nuestro país, entonces no hemos
comprendido que nuestra existencia solo será autentica en este nuevo día donde
todos nos hayamos reconciliado de igual modo si los pueblos originarios piensan
que su ontología excluye a los otros
pueblos, entonces no están conscientes de su ontología que se basa en el ahayu
en el alma colectiva reconciliado con todo y todos, así no se trata de devolverle la tierra a los
pueblo originarios, sino de liberar la tierra del yugo capitalista para que
esta vuelva a fructificar y cuando decimos tierra nos referimos a todo y a todos.
En cambio cuando Mareategui dice tierra ya ahí si hay una
discrepancia él se refiere a esto:
EL PROBLEMA AGRARIO Y EL PROBLEMA DEL INDIO QUIENES desde
puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio,
empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios
o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del
padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer
esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente
económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva –y
defensiva– del criollo o “misti”64, a reducirlo a un problema exclusivamente
administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano
de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden
dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema
económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible.
No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la
cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar,
categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación perfectamente
materialista, debería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o
repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a quien, de otra
parte, tanto materialismo no nos impide admirar y estimar fervorosamente. Y
este problema de la tierra –cuya solidaridad con el problema del indio es
demasiado evidente– tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo
oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en
términos absolutamente inequívocos y netos.
El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema
de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber
sido realizada ya por el régimen demo-burgués formalmente establecido por la
revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de
república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La
antigua clase feudal –camuflada o disfrazada de burguesía republicana– ha
conservado sus posiciones. La política de desamortización de la propiedad
agraria iniciada por la revolución de la independencia –como una consecuencia
lógica de su ideología–, no condujo al desenvolvimiento de la pequeña
propiedad. La vieja clase terrateniente no había perdido su predominio. La
supervivencia de un régimen de latifundistas produjo, en la práctica, el
mantenimiento del latifundio. Sabido es que la desamortización atacó más bien a
la comunidad. Y el hecho es que durante un siglo de república, la gran
propiedad agraria se ha reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo
teórico de nuestra Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de
nuestra economía capitalista. Las expresiones de la feudalidad sobreviviente
son dos: latifundio y servidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales,
cuyo análisis nos conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la
servidumbre, que pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.
Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones
equívocas. Aparece en toda su magnitud de problema económico-social –y por
tanto político– del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e
ideas. Y resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema
técnico-agrícola del dominio de los agrónomos. Nadie ignora que la solución
liberal de este problema sería, conforme a la ideología individualista, el
fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Es tan
desmesurado el desconocimiento, que se constata a cada paso, entre nosotros, de
los principios elementales del socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso
insistir en que esta fórmula –fraccionamiento de los latifundios en favor de la
pequeña propiedad– no es utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni
bolchevique, ni vanguardista, sino ortodoxa, constitucional, democrática,
capitalista y burguesa. Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se
inspiran los estatutos constitucionales
de todos los Estados demoburgueses. Y que en los países de la Europa Central y
Oriental –donde la crisis bélica trajo por tierra las últimas murallas de la
feudalidad, con el consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces
opone precisamente a Rusia este bloque de países anti-bolcheviques– en
Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se han sancionado leyes
agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500
hectáreas. Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de
ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya.
Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor
incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema
agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico
en la agricultura y la vida indígenas. Pero quienes se mantienen dentro de la
doctrina demo-liberal –si buscan de veras una solución al problema del indio,
que redima a éste, ante todo, de su servidumbre–, pueden dirigir la mirada a la
experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su
proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar
la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del
problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo
ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida
del Perú desde la fundación de la República. COLONIALISMO-FEUDALISMO El
problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista, ante las
supervivencias del Virreinato. El “perricholismo” literario65 no nos interesa
sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia colonial que
queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de “tapadas”66 y celosías, sino
la del régimen económico feudal, cuyas expresiones son el gamonalismo, el
latifundio y la servidumbre. La literatura colonialista –evocación nostálgica
del virreinato y de sus fastos–, no es para mí sino el mediocre producto de un
espíritu engendrado y alimentado por ese régimen. El Virreinato no sobrevive en
el “perricholismo” de algunos trovadores
y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se asienta, sin
imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente. No renegamos,
propiamente, la herencia española; renegamos la herencia feudal. España nos
trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo luego, la
Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico.
De la mayor parte de estas cosas nos hemos ido liberando, penosamente, mediante
la asimilación de la cultura occidental, obtenida a veces a través de la propia
España. Pero de su cimiento económico, arraigado en los intereses de una clase
cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos hemos
liberado todavía. Los raigones de la feudalidad están intactos. Su subsistencia
es responsable, por ejemplo, del retardamiento de nuestro desarrollo
capitalista. El régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político
y administrativo de toda nación. El problema agrario –que la República no ha
podido hasta ahora resolver–, domina todos los problemas de la nuestra. Sobre
una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar instituciones
democráticas y liberales. En lo que concierne al problema indígena, la
subordinación al problema de la tierra resulta más absoluta aún, por razones
especiales. La raza indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era
un pueblo de campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el
pastoreo. Las industrias, las artes, tenían un carácter doméstico y rural. En
el Perú de los Inkas era más cierto que en pueblo alguno el principio de que
“la vida viene de la tierra”. Los trabajos públicos, las obras colectivas, más
admirables del Tawantinsuyo67, tuvieron un objeto militar, religioso o
agrícola. Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y
terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado
de organización económica alcanzado por el Perú inkaico. Su civilización se
caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria.
“La tierra –escribe Valcárcel estudiando la vida económica del Tawantinsuyo– en
la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los
frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes.
El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y como el sol no es de nadie en particular,
tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la ideología
aborigen, nació el agrarismo, que es propiedad comunitaria de los campos y
religión universal del astro del día”*. Al comunismo inkaico –que no puede ser
negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los
Inkas– se le designa por esto como comunismo agrario. Los caracteres
fundamentales de la economía inkaica –según César Ugarte, que define en general
los rasgos de nuestro proceso con suma ponderación–, eran los siguientes:
“Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ayllu o conjunto de
familias emparentadas, aunque dividida en lotes individuales intransferibles;
propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la marca o
tribu, o sea la federación de ayllus establecidos alrededor de una misma aldea;
cooperación común en el trabajo; apropiación individual de las cosechas y
frutos”**. La destrucción de esta economía –y por ende de la cultura que se
nutría de su savia– es una de las responsabilidades menos discutibles del
coloniaje, no por haber constituido la destrucción de las formas autóctonas,
sino por no haber traído consigo su sustitución por formas superiores. El
régimen colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria inkaica, sin
reemplazarla por una economía de mayores rendimientos. Bajo una aristocracia
indígena, los nativos componían una nación de diez millones de hombres, con un
Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a todos los ámbitos de su
soberanía; bajo una aristocracia extranjera los nativos se redujeron a una
dispersa y anárquica masa de un millón de hombres, caídos en la servidumbre y
el “felahísmo”70. El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y
decisivo. Contra todos los reproches que –en el nombre de conceptos liberales,
esto es moderno, de libertad y justicia–, se puedan hacer al régimen inkaico,
está el hecho histórico –positivo, material–, de que aseguraba la subsistencia
y el crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú los conquistadores, ascendía a diez millones
y que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho
condena al coloniaje y no desde los puntos de vista abstractos o teóricos o
morales –o como quiera calificárseles– de la justicia, sino desde los puntos de
vista prácticos, concretos y materiales de la utilidad. El coloniaje, impotente
para organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en ésta
elementos de economía esclavista. LA POLÍTICA DEL COLONIAJE: DESPOBLACIÓN Y
ESCLAVITUD Que el régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el
Perú una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible
organizar una economía sin claro entendimiento y segura estimación, sino de sus
principios, al menos de sus necesidades. Una economía indígena, orgánica,
nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente sus instituciones.
Pero una economía colonial se establece sobre bases en parte artificiales y
extranjeras, subordinada al interés del colonizador. Su desarrollo regular
depende de la aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o
para transformarlas. El colonizador español carecía radicalmente de esta
aptitud. Tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros
de la naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del
hombre. La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción de
sus instituciones –en contraste muchas veces con las leyes y providencias de la
metrópoli– empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los
conquistadores para el rey de España, en una medida que éstos no eran capaces
de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de su época, un
estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más tarde, impresionado por el
espectáculo de un continente semidesierto: “Gobernar es poblar”71. El
colonizador español, infinitamente lejano de este criterio, implantó en el Perú
un régimen de despoblación. La persecución y esclavizamiento de los indios
deshacía velozmente un capital subestimado en grado inverosímil por los
colonizadores: el capital humano. Los españoles se encontraron cada día más
necesitados de brazos para la explotación y aprovechamiento de las riquezas
conquistadas. Recurrieron entonces al sistema más antisocial y primitivo de
colonización: el de la importación de esclavos. El colonizador renunciaba así,
de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el conquistador:
la de asimilar al indio. La raza negra traída por él le tenía que servir, entre
otras cosas, para reducir el desequilibrio demográfico entre el blanco y el
indio. La codicia de los metales preciosos –absolutamente lógica en un siglo en
que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos–,
empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su interés
pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus Inkas y desde sus
más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario. De este
hecho nació la necesidad de imponer al indio la dura ley de la esclavitud. El
trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del
indio un siervo vinculándolo a la tierra. El trabajo de las minas y las
ciudades, debía hacer de él un esclavo. Los españoles establecieron, con el
sistema de las “mitas”, el trabajo forzado, arrancando al indio de su suelo y
de sus costumbres. La importación de esclavos negros que abasteció de braceros
y domésticos a la población española de la costa, donde se encontraba la sede y
corte del Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico
y político72. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y
enfermándolo. El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son
naturalmente los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del
coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este fracaso
de la empresa colonizadora: “Los negros –dice– considerados como mercancía
comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de trabajo, debían
regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin fecundarla, sin dejar
frutos provechosos. Es la liquidación constante, siempre igual que hace la
civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el
trabajo, como lo fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y es en
el organismo social un cáncer que va corrompiendo
los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha desaparecido el
esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de haberse
vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de ésta, y rebajando en
ese contubernio el criterio moral e intelectual, de los que fueron al principio
sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus compañeros y sus hermanos”*. La
responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber
traído una raza inferior –éste era el reproche esencial de los sociólogos de
hace medio siglo–, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud,
destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicos de la
colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en
la fuerza. El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue
aún liberarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El
latifundista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres
sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un
sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación típica de un régimen de
“encomenderos”, contrariaba y entrababa como la de los negros la formación
regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido
por la revolución de la independencia. César Ugarte lo reconoce en su estudio
ya citado sobre la economía peruana, afirmando resueltamente que lo que el Perú
necesitaba no eran “brazos” sino “hombres”**. EL COLONIZADOR ESPAÑOL La
incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus naturales
bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó. Mientras
en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un espíritu y una
economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el
porvenir, a la América española trajo los efectos y los métodos de un espíritu y una economía que
declinaba ya y a los cuales no pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede
parecer demasiado simplista a quienes consideran sólo su aspecto de tesis
económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico,
muestran esa falta de aptitud para entender el hecho económico que constituye
el defecto capital de nuestros aficionados a la historia. Me complace por esto
encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos, Indología, un juicio que
tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho
marxismo ni poco hispanismo. “Si no hubiese tantas otras causas de orden moral
y de orden físico –escribe Vasconcelos–, que explican perfectamente el espectáculo
aparentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el norte y el
lento paso desorientado de los latinos del sur, sólo la comparación de los dos
sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones
del contraste. En el Norte no hubo reyes que estuviesen disponiendo de la
tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y
más bien, en cierto estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los
colonizadores del norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en
el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión
que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez
de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real,
abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia de
la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus
comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad,
igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron conquistando la selva
virgen, pero no permitían que el general victorioso en la lucha contra los
indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, ‘hasta donde alcanza la
vista’. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced del
soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble
condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más
débil. En el Norte, la República coincidió con el gran movimiento de expansión y
la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes
reservas sustraídas al comercio privado, pero no las empleó en crear ducados,
ni en premiar servicios patrióticos, sino que las destinó al fomento de la
instrucción popular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del
valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada
vez que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el régimen
de concesión, el régimen de favor el que primaba, sino el remate público de los
lotes en que previamente se subdividía el plano de la futura urbe. Y con la
limitación de que una sola persona no pudiera adquirir muchos lotes a la vez.
De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran poderío
norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros hemos ido
caminando tantas veces para atrás”*. La feudalidad es, como resulta del juicio
de Vasconcelos, la tara que nos dejó el coloniaje. Los países que, después de
la Independencia, han conseguido curarse de esa tara son los que han
progresado; los que no lo han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos
visto cómo a la tara de la feudalidad, se juntó la tara del esclavismo. El
español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La creación de
los EE.UU. se presenta como la obra del pioneer. España después de la epopeya
de la Conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villanos. Los
conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían
señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron que la riqueza del Perú eran
sus metales preciosos, convirtieron a la minería, con la práctica de las mitas,
en un factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la
agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de
acusación. Javier Prado escribe que “el estado que presenta la agricultura en
el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema
económico mantenido por los españoles”, y que de la despoblación del país era
culpable su régimen de explotación**. El colonizador, que en vez de
establecerse en los campos se estableció en las minas, tenía la psicología del
buscador de oro. No era, por consiguiente un creador de riqueza. Una economía,
una sociedad, son la obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los
que precariamente extraen los tesoros de su subsuelo. La historia del
florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la sierra, determinados
por el descubrimiento y el abandono de minas prontamente agotadas o relegadas,
demuestra ampliamente entre nosotros esta ley histórica. Tal vez las únicas
falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España fueron las misiones
de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones, especialmente la de jesuitas,
crearon en el Perú varios interesantes núcleos de producción. Los jesuitas
asociaron en su empresa los factores religioso, político y económico, no en la
misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más famoso y extenso
experimento, pero sí de acuerdo con los mismos principios. Esta función de las
congregaciones no sólo se conforma con toda la política de los jesuitas en la
América española, sino con la tradición misma de los monasterios en el Medio
Evo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros, un rol
económico. En una época guerrera y mística, se encargaron de salvar la técnica
de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre los
cuales debía constituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno
de los economistas modernos que mejor remarca y define el papel de los
monasterios en la economía europea, estudiando a la orden benedictina como el
prototipo del monasterio-empresa industrial. “Hallar capitales –apunta Sorel–
era en ese tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz
simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron grandes
cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy
facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la estricta economía
que imponían las reglas recuerda los hábitos parsimoniosos de los primeros
capitalistas. Durante largo tiempo los monjes estuvieron en grado de hacer
operaciones excelentes para aumentar su fortuna”. Sorel nos expone cómo
“después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo
reconoce, estas instituciones declinaron rápidamente” y cómo los benedictinos
“cesaron de ser obreros agrupados en un
taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los
negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campiña”*.
Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha
sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista convicto y confeso, su
constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación económica
de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a los fundos de
los conventos y congregaciones, porque establecerá concluyentemente la
caducidad práctica de su dominio y de los títulos reales en que reposaba. LA
“COMUNIDAD” BAJO EL COLONIAJE Las leyes de Indias amparaban la propiedad
indígena y reconocían su organización comunista. La legislación relativa a las
“comunidades” indígenas, se adaptó a la necesidad de no atacar las
instituciones ni las costumbres indiferentes al espíritu religioso y al
carácter político del Coloniaje. El comunismo agrario del ayllu, una vez
destruido el Estado Inkaiko, no era incompatible con el uno ni con el otro.
Todo lo contrario. Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo indígena
en el Perú, en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de
catequización. El régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la
propiedad feudal con la propiedad comunitaria. El reconocimiento de las
comunidades y de sus costumbres económicas por las leyes de Indias, no acusa
simplemente sagacidad realista de la política colonial sino se ajusta
absolutamente a la teoría y la práctica feudal. Las disposiciones de las leyes
coloniales sobre la comunidad, que mantenían sin inconveniente el mecanismo
económico de ésta, reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres
contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a
convertir la comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal.
La comunidad podía y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del rey y
de la Iglesia. Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente
escrita. La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada, por
razones dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo
todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones: “Ni las
medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades trataron
de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte de la propiedad indígena
pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o criollos. Una de las
instituciones que facilitó este despojo disimulado fue la de las ‘encomiendas’.
Conforme al concepto legal de la institución, el encomendero era un encargado
del cobro de los tributos y de la organización y cristianización de sus
tributarios. Pero en la realidad de las cosas, era un señor feudal, dueño de
vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si fueran árboles del
bosque y muertos ellos o ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus
tierras. En resumen, el régimen agrario colonial determinó la sustitución de
una gran parte de las comunidades agrarias indígenas por latifundios de
propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal.
Estos grandes feudos, lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se
concentraron y consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble
estaba sujeta a innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron
tales como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y
demás vinculaciones de la propiedad”*. La feudalidad dejó análogamente
subsistentes las comunas rurales en Rusia, país con el cual es siempre
interesante el paralelo, porque a su proceso histórico se aproxima el de estos
países agrícolas y semifeudales, mucho más que al de los países capitalistas de
Occidente. Eugéne Schkaff, estudiando la evolución del mir76 en Rusia, escribe:
“Como los señores respondían por los impuestos, quisieron que cada campesino
tuviera más o menos la misma superficie de tierra para que cada uno
contribuyera con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de
éstos estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El
gobierno la extendió a los demás campesinos. Los repartos tenían lugar cuando
el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo
transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en
instrumentos de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo este
aspecto, ningún cambio”*. Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir ruso,
como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La
superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más
insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no garantizaba a
los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en cambio garantizaba a los
propietarios la provisión de brazos indispensables para el trabajo de sus
latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios
encontraron el modo de subrogarla reduciendo los lotes concedidos a sus
campesinos a una extensión que no les consintiese subsistir de sus propios
productos. La agricultura rusa conservó, de este modo, su carácter feudal. El
latifundista empleó en su provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que
estaba en su interés otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no
bastara para la subsistencia de él y de su familia. No había medio más seguro
para vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo,
su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al
propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio –si no
hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela– con el dominio
de prados, bosques, molinos, aguas, etc. La convivencia de “comunidad” y
latifundio en el Perú está, pues, perfectamente explicada, no sólo por las
características del régimen del Coloniaje, sino también por la experiencia de
la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este régimen, no podía ser
verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la ley
de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía,
pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la cédula misma del
Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar de sus
miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un
Estado nuevo, extraño a su destino. El liberalismo de las leyes de la
República, impotente para destruir la feudalidad y para crear el capitalismo,
debía, más tarde, negarle el amparo formal que le había concedido el
absolutismo de las leyes de la Colonia LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA Y LA
PROPIEDAD AGRARIA Entremos a examinar ahora cómo se presenta el problema de la
tierra bajo la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este período,
en lo que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya
he expresado respecto al carácter de la revolución de la independencia en el
Perú. La revolución encontró al Perú retrasado en la formación de su burguesía.
Los elementos de una economía capitalista eran en nuestro país más embrionarios
que en otros países de América donde la revolución contó con una burguesía
menos larvada, menos incipiente. Si la revolución hubiese sido un movimiento de
las masas indígenas o hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido
necesariamente una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la
Revolución Francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo
que apoyarse para evitar el retorno del antiguo régimen. Este fenómeno, además,
parece peculiar en general así a la revolución burguesa como a la revolución
socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y más estables del
abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del zarismo en Rusia.
Dirigidas y actuadas principalmente por la burguesía urbana y el proletariado
urbano, una y otra revolución han tenido como inmediatos usufructuarios a los
campesinos. Particularmente en Rusia, ha sido ésta la clase que ha cosechado
los primeros frutos de la revolución bolchevique, debido a que en ese país no
se había operado aún una revolución burguesa que a su tiempo hubiera liquidado
la feudalidad y el absolutismo e instaurado en su lugar un régimen
demo-liberal. Pero, para que la revolución demo-liberal haya tenido estos
efectos, dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía
consciente de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un
estado de ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su
reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder
de la aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países
de América, la revolución de la independencia no respondía a estas premisas. La
revolución había triunfado por la obligada solidaridad continental de los
pueblos que se rebelaban contra el dominio de España y porque las
circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su favor. El
nacionalismo continental de los revolucionarios hispanoamericanos se juntaba a
esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para nivelar a los pueblos más
avanzados en su marcha al capitalismo con los más retrasados en la misma vía.
Estudiando la revolución argentina y, por ende, la americana, Echeverría
clasifica las clases en la siguiente forma: “La sociedad americana –dice–
estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de
sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y los
mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho de la
fortuna; la tercera los villanos, llamados ‘gauchos’ y ‘compadritos’ en el Río
de la Plata, ‘cholos’ en el Perú, ‘rotos’ en Chile, ‘léperos’ en México. Las
castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial.
La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo; era la
aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de muy pocos
americanos. La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su industria y
comercio, era la clase media que se sentaba en los cabildos; la tercera, única
productora por el trabajo manual, componíase de artesanos y proletarios de todo
género. Los descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían
alguna educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el
estandarte de la revolución”*. La revolución americana, en vez del conflicto
entre la nobleza terrateniente y la burguesía comerciante, produjo en muchos
casos su colaboración, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la
aristocracia, ya porque ésta en muchos casos no veía en esa revolución sino un
movimiento de emancipación de la corona de España. La población campesina, que
en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una presencia directa,
activa. El programa revolucionario no representaba sus reivindicaciones.
Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La
revolución no podía prescindir de principios que consideraban existentes
reivindicaciones agrarias, fundadas en la necesidad práctica y en la justicia
teórica de liberar el dominio de la tierra de las trabas feudales. La República
insertó en su estatuto estos principios. El Perú no tenía una clase burguesa
que los aplicase en armonía con sus intereses económicos y su doctrina política
y jurídica. Pero la República –porque éste era el curso y el mandato de la
historia– debía constituirse sobre principios liberales y burgueses. Sólo que
las consecuencias prácticas de la revolución en lo que se relacionaba con la
propiedad agraria, no podían dejar de detenerse en el límite que les fijaban
los intereses de los grandes propietarios. Por esto, la política de
desvinculación de la propiedad agraria, impuesta por los fundamentos políticos
de la República, no atacó al latifundio. Y –aunque en compensación las nuevas
leyes ordenaban el reparto de tierras a los indígenas– atacó, en cambio, en el
nombre de los postulados liberales, a la “comunidad”. Se inauguró así un
régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios, empeoraba en cierto grado
la condición de los indígenas en vez de mejorarla. Y esto no era culpa del
ideario que inspiraba la nueva política y que, rectamente aplicado, debía haber
dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en
pequeños propietarios. La nueva política abolía formalmente las “mitas”,
encomiendas, etc. Comprendía un conjunto de medidas que significaban la
emancipación del indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos
el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de
protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra. La
aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio, conservaba sus
posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante. La revolución
no había realmente elevado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional
y comerciante era muy débil para gobernar. La abolición de la servidumbre no
pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la revolución no había
tocado el latifundio. Y la servidumbre no es sino una de las caras de la
feudalidad, pero no la feudalidad misma.
POLÍTICA AGRARIA DE LA REPÚBLICA
Durante el período de caudillaje militar que siguió a la
revolución de la independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse
siquiera, una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje
militar era el producto natural de un período revolucionario que no había
podido crear una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación,
tenía que ser ejercido por los militares de la revolución que, de un lado
gozaban del prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado,
estaban en grado de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por
supuesto, el caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de clase
o de las fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el liberalismo
inconsistente y retórico del demos urbano o el conservatismo colonialista de la
casta terrateniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la
democracia citadina o de literatos y rectores de la aristocracia latifundista.
Porque, en el conflicto de intereses entre liberales y conservadores, faltaba
una directa y activa reivindicación campesina que obligase a los primeros a
incluir en su programa la redistribución de la propiedad agraria. Este problema
básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un estadista
superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este período lo era.
El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una
reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio jurídico
y económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa a la experimentación
de los principios de un derecho y de una economía nuevas. Vasconcelos observa a
este respecto lo siguiente: “En el orden económico es constantemente el
caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen
enemigos de la propiedad, casi no hay caudillo que no remate en hacendado. Lo
cierto es que el poder militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación
exclusiva de la tierra; llámese el soldado, caudillo, rey o emperador:
despotismo y latifundio son términos correlativos. Y es natural, los derechos
económicos, lo mismo que los políticos, sólo se pueden conservar y defender
dentro de un régimen de libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la
miseria de los muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a
pesar de todos sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de
la justicia social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los
imperialismos de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de
pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el
gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un examen
siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes
terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un
principio, a la merced de la Corona española, después a concesiones y favores
ilegítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas.
Las mercedes y las concesiones se han acordado, a cada paso, sin tener en
cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mestizos que
carecieron de fuerza para hacer valer su dominio”*. Un nuevo orden jurídico y
económico no puede ser, en todo caso, la obra de un caudillo sino de una clase.
Cuando la clase existe, el caudillo funciona como su intérprete y su
fiduciario. No es ya su arbitrio personal, sino un conjunto de intereses y
necesidades colectivas lo que decide su política. El Perú carecía de una clase
burguesa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo
representaba un orden elemental y provisorio, que apenas dejase de ser
indispensable, tenía que ser sustituido por un orden más avanzado y orgánico.
No era posible que comprendiese ni considerase siquiera el problema agrario.
Problemas rudimentarios y momentáneos acaparaban su limitada acción. Con
Castilla rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su
malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le
consintieron practicar hasta el fin una política liberal. Castilla se dio
cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una
agrupación, mas no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo acto
seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase conservadora. Pero
los méritos de su política residen en lo que tuvo de reformadora y progresista.
Sus actos de mayor significación histórica, la abolición de la esclavitud de
los negros y de la contribución de indígenas, representan su actitud liberal.
Desde la promulgación del Código Civil80 se entró en el Perú en un período de
organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba entre otras cosas
la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios
que los primeros decretos de la República sobre la tierra, reforzaba y
continuaba la política de desvinculación y movilización de la propiedad
agraria. Ugarte, registrando las consecuencias de este progreso de la
legislación nacional en lo que concierne a la tierra, anota que el Código
“confirmó la abolición legal de las comunidades indígenas y de las
vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la
ocupación como uno de los modos de adquirir los inmuebles sin dueño; en las
reglas sobre sucesiones, trató de favorecer la pequeña propiedad”*. Francisco
García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en verdad no tuvo o que,
por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les
asigna: “La constitución –escribe– había destruido los privilegios y la ley
civil dividía las propiedades y arruinaba la igualdad de derecho en las
familias. Las consecuencias de esta disposición eran, en el orden político, la
condenación de toda oligarquía, de toda aristocracia de los latifundios; en el
orden social, la ascensión de la burguesía y del mestizaje”. “Bajo el aspecto
económico, la participación igualitaria de las sucesiones favoreció la
formación de la pequeña propiedad antes entrabada por los grandes dominios
señoriales”**. Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del
derecho en el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de
la política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en
la legislación peruana “se ve el propósito de favorecer la democratización de
la propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las trabas
más bien que prestando a los agricultores una protección positiva”**
En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o
mejor, su redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación
que han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja. No obstante
el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú. Por el contrario,
el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la propiedad de la comunidad
indígena ha sido la única que ha sufrido las consecuencias de este liberalismo
deformado. LA GRAN PROPIEDAD Y EL PODER POLÍTICO Los dos factores que se
opusieron a que la revolución de la independencia planteara y abordara en el
Perú el problema agrario –extrema incipiencia de la burguesía urbana y
situación extrasocial, como la define Echeverría, de los indígenas–, impidieron
más tarde que los gobiernos de la República desarrollasen una política dirigida
en alguna forma a una distribución menos desigual e injusta de la tierra.
Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos
urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extranjeros el
comercio y la finanza, no era posible económicamente el surgimiento de una
vigorosa burguesía urbana. La educación española, extraña radicalmente a los
fines y necesidades del industrialismo y del capitalismo, no preparaba
comerciantes ni técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Éstos, a
menos de sentir una especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían
que constituir la clientela de la casta propietaria. El capital comercial, casi
exclusivamente extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que extenderse y
asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente,
conservaba su predominio político. Fue así como la aristocracia terrateniente y
sus alliés resultaron usufructuarios de la política fiscal y de la explotación
del guano y del salitre. Fue así también como esta casta, forzada por su rol
económico, asumió en el Perú la función de clase burguesa, aunque sin perder
sus resabios y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como
las categorías burguesas urbanas –profesionales, comerciantes– concluyeron por
ser absorbidas por el civilismo.
El poder de esta clase –civilista o “neogodos”– procedía en
buena cuenta de la propiedad de la tierra. En los primeros años de la
Independencia, no era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de
propietarios. Su condición de clase propietaria –y no de clase ilustrada– le
había consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y prestamistas
extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública. La
propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo la República
la posesión del capital comercial. Los privilegios de la colonia habían
engendrado los privilegios de la República. Era, por consiguiente, natural e
instintivo en esta clase el criterio más conservador respecto al dominio de la
tierra. La subsistencia de la condición extrasocial de los indígenas, de otro
lado, no oponía a los intereses feudales del latifundismo las reivindicaciones
de masas campesinas conscientes. Estos han sido los factores principales del
mantenimiento y desarrollo de la gran propiedad. El liberalismo de la
legislación republicana, inerte ante la propiedad feudal, se sentía activo sólo
ante la propiedad comunitaria. Si no podía nada contra el latifundio, podía
mucho contra la “comunidad”. En un pueblo de tradición comunista, disolver la
“comunidad” no servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma
artificialmente a una sociedad. Menos aún a una sociedad campesina,
profundamente adherida a su tradición y a sus instituciones jurídicas. El
individualismo no ha tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del
Estado ni en el Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la
vez más complicado y más espontáneo. Destruir las comunidades no significaba
convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en asalariados
libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela. El latifundista
encontraba así, más fácilmente, el modo de vincular el indígena al latifundio.
Se pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria en la
costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pacíficamente de
suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles formados por
ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta tesis, el florecimiento de la
gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pequeña. Pero esta es una
tesis especiosa y sólo en mínima parte exacta. Porque la razón técnica o
material que superestima, únicamente influye en la concentración de la
propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos
cultivos industriales. Antes de que esto prosperara, antes de que la agricultura
de la costa adquiriera una organización capitalista, el móvil de los riesgos
era demasiado débil para decidir la concentración de la propiedad. Es cierto
que la escasez de las aguas de regadío, por las dificultades de su distribución
entre múltiples regantes, favorece a la gran propiedad. Mas no es cierto que
ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los orígenes del
latifundio costeño se remontan al régimen colonial. La despoblación de la
costa, a consecuencia de la práctica colonial, he ahí, a la vez que una de las
consecuencias, una de las razones del régimen de la gran propiedad. El problema
de los brazos, el único que ha sentido el terrateniente costeño, tiene todas
sus raíces en el latifundio. Los terratenientes quisieron resolverlo con el
esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el coolí chino en los de la
república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y sobre todo,
no se la fecunda. Debido a su política, los grandes propietarios tienen en la
costa toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio, no tienen hombres
bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defensa de la gran
propiedad. Mas es también su miseria y su tara. La situación agraria de la
sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la tesis antecitada. En la
sierra no existe el problema del agua. Las lluvias abundantes permiten al
latifundista, como al comunero, los mismos cultivos. Sin embargo, también en la
sierra se constata el fenómeno de concentración de la propiedad agraria. Este
hecho prueba el carácter esencialmente político-social de la cuestión. El
desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación, en las
haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la colonización
económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental. Los
comerciantes y prestamistas británicos se interesaron por la explotación de
estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de dedicarlas con ventaja a la
producción de azúcar primero y de algodón después. Las hipotecas de la
propiedad agraria las colocaban, en buena parte, desde época muy lejana, bajo
el control de las firmas extranjeras. Los hacendados, deudores a los
comerciantes, prestamistas extranjeros, servían de intermediarios, casi de
“yanacones”82, al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de
campos cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables,
curvados sobre la tierra bajo el látigo de los “negreros” coloniales. Pero en
la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avanzado de técnica
capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácticas y principios
feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corresponden al
sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales poderosos y las tierras
son trabajadas con máquinas y procedimientos modernos. Para el beneficio de los
productos funcionan poderosas plantas industriales. Mientras tanto, en la
sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son
generalmente mayores a las de tierras de la comunidad. Y, si la justificación
de un sistema de producción está en sus resultados, como lo quiere un criterio
económico objetivo, este solo dato condena en la sierra de manera irremediable
el régimen de propiedad agraria. LA “COMUNIDAD” BAJO LA REPÚBLICA Hemos visto
ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana no se ha mostrado
activo sino frente a la “comunidad” indígena. Puede decirse que el concepto de
propiedad individual casi ha tenido una función antisocial en la República a
causa de su conflicto con la subsistencia de la “comunidad”. En efecto, si la
disolución y expropiación de ésta hubiese sido decretada y realizada por un
capitalismo en vigoroso y autónomo crecimiento, habría aparecido como una
imposición del progreso económico. El indio entonces habría pasado de un
régimen mixto de comunismo y servidumbre a un régimen de salario libre. Este
cambio lo habría desnaturalizado un poco; pero lo habría puesto en grado de
organizarse y emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del
mundo. En tanto, la expropiación y absorción graduales de la “comunidad” por el
latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de otro destruía la
institución económica y jurídica que salvaguardaba en parte el espíritu y la
materia de su antigua civilización*. Durante el período republicano, los
escritores y legisladores nacionales han mostrado una tendencia más o menos
uniforme a condenar la “comunidad” como un rezago de una sociedad primitiva o
como una supervivencia de la organización colonial. Esta actitud ha respondido
en unos casos al interés del gamonalismo terrateniente y en otros al
pensamiento individualista y liberal que dominaba automáticamente una cultura
demasiado verbalista y extática. Un estudio del doctor M.V. Villarán85, uno de
los intelectuales que con más aptitud crítica y mayor coherencia doctrinal
representa este pensamiento en nuestra primera centuria, señaló el principio de
una revisión prudente de sus conclusiones respecto a la “comunidad” indígena.
El doctor Villarán mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando en
principio la individualización de la propiedad, pero prácticamente aceptaba la
protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una función
a la que el Estado debía su tutela. Mas la primera defensa orgánica y
documentada de la “comunidad” indígena tenía que inspirarse en el pensamiento
socialista y reposar en un estudio concreto de su naturaleza, efectuado
conforme a los métodos de investigación de la sociología y la economía
modernas. El libro de Hildebrando Castro Pozo, Nuestra comunidad indígena, así
lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de
preconceptos liberales. Esto le permite abordar el problema de la “comunidad”
con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo, no sólo nos
descubre que la “comunidad” indígena, malgrado los ataques del formalismo
liberal puesto al servicio de un régimen de feudalidad, es todavía un organismo
viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro del cual vegeta sofocada y
deformada, manifiesta espontáneamente evidentes posibilidades de evolución y
desarrollo.
Sostiene Castro Pozo, que “el ayllu o comunidad, ha
conservado su natural idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar
en cuyo seno continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales
factores constitutivos”*. En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel,
cuyas proposiciones respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente
dominadas por su ideal de resurgimiento indígena. ¿Qué son y cómo funcionan las
“comunidades” actualmente? Castro Pozo cree que se les puede distinguir
conforme a la siguiente clasificación: “Primero: Comunidades agrícolas;
Segundo: Comunidades agrícolas ganaderas; Tercero: Comunidades de pastos y
aguas; y Cuarto: Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que
en un país como el nuestro, donde una misma institución adquiere diversos
caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en
esta clasificación se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y
distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo. Todo
lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se encuentran caracteres
correspondientes a los otros y en éstos, algunos concernientes a aquél; pero
como el conjunto de factores externos ha impuesto a cada uno de estos grupos un
determinado género de vida en sus costumbres, usos y sistemas de trabajo, en
sus propiedades e industrias, priman los caracteres agrícolas, ganaderos,
ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los dos últimos y los de falta
absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la usufructuación de éstas
por el ayllu que, indudablemente, fue su único propietario”*. Estas diferencias
se han venido elaborando no por evolución o degeneración natural de la antigua
“comunidad”, sino al influjo de una legislación dirigida a la individualización
de la propiedad y, sobre todo, por efecto de la expropiación de las tierras
comunales en favor del latifundismo. Demuestran, por ende, la vitalidad del
comunismo indígena que impulsa invariablemente a los aborígenes a variadas
formas de cooperación y asociación. El indio, a pesar de las leyes de cien años
de régimen republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de
que sea refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados
detractores. Depende, más bien, de que el individualismo, bajo un régimen
feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y desarrollarse.
El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su única defensa. El
individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino
dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca
menos libre que cuando se ha sentido solo. Por esto, en las aldeas indígenas
donde se agrupan familias entre las cuales se han extinguido los vínculos del
patrimonio y del trabajo comunitario, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos
de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu
comunista. La “comunidad” corresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la
expropiación y el reparto parecen liquidar la “comunidad”, el socialismo
indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El
trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el
trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: “la costumbre ha quedado reducida
a las mingas o reuniones de todo el ayllu para hacer gratuitamente te un
trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el cual quehacer
efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de aguardiente
de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca”. Estas costumbres han llevado
a los indígenas a la práctica –incipiente y rudimentaria por supuesto– del
contrato colectivo de trabajo, más bien que del contrato individual. No son los
individuos aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contratista;
son mancomunadamente todos los hombres útiles de la “parcialidad”. LA
“COMUNIDAD” Y EL LATIFUNDIO La defensa de la “comunidad” indígena no reposa en
principios abstractos de justicia ni en sentimentales consideraciones
tradicionalistas, sino en razones concretas y prácticas de orden económico y
social. La propiedad comunal no representa en el Perú una economía primitiva a
la que haya reemplazado gradualmente una economía progresiva fundada de la
propiedad individual. No; las “comunidades” han sido despojadas de sus tierras
en provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de
progreso técnico*. En la costa, el latifundio ha evolucionado –desde el punto
de vista de los cultivos–, de la rutina feudal a la técnica capitalista,
mientras la comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la
sierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su carácter
feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la “comunidad” al
desenvolvimiento de la economía capitalista. La “comunidad”, en efecto, cuando
se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema comercial y las
vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse espontáneamente, en
una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la sección de asuntos indígenas
del Ministerio de Fomento acopió abundantes
datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo
caso de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que representa los
caracteres de las cooperativas de producción, consumo y crédito. “Dueña de una
magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro, por medio
de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias a los
distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo,
se ha transformado en la institución comunal por excelencia; en la que no se ha
relajado sus costumbres indígenas, y antes bien han aprovechado de ellas para
llevar a cabo la obra de la empresa; han sabido disponer del dinero que poseían
empleándolo en la adquisición de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de
la mano de obra que la ‘parcialidad’ ha ejecutado, lo mismo que si se tratara
de la construcción de un edificio comunal: por mingas en las que hasta las
mujeres y niños han sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de
construcción”*. La comparación de la ‘comunidad’ y el latifundio como empresa
de producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régimen
capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad
agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el empleo de
una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae
aparejada la concentración de la propiedad agraria. La gran propiedad aparece
entonces justificada por el interés de la producción, identificado,
teóricamente por lo menos, con el interés de la sociedad. Pero el latifundio no
tiene el mismo efecto, ni responde, por consiguiente, a una necesidad
económica. Salvo los casos de las haciendas de caña –que se dedican a la
producción de aguardiente con destino a la intoxicación y embrutecimiento del
campesino indígena–, los cultivos de los latifundios serranos, son generalmente
los mismos de las comunidades. Y las cifras de la producción no difieren. La falta
de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las diferencias
parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a sostener que los
rendimientos de los cultivos de las comunidades, no son, en su promedio,
inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de
producción de la sierra, la del trigo, sufraga esta conclusión. Castro Pozo,
resumiendo los datos de esta estadística en 1917-18, escribe lo siguiente: “La
cosecha resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea para la
propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que las
mejores tierras de producción han pasado a poder de los terratenientes, pues la
lucha por aquéllas en los departamentos del sur ha llegado hasta el extremo de
eliminar al poseedor indígena por la violencia o masacrándolo, y que la
ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos
relativos al monto de la cosecha, disminuyéndola por temor de nuevos impuestos
o exacciones de parte de las autoridades políticas subalternas o recaudadores
de éstos; se colegirá fácilmente que la diferencia en la producción por
hectárea a favor del bien de la propiedad individual no es exacta y que
razonablemente, se la debe dar por no existente, por cuanto los medios de
producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos”*. En la
Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos mayores que los
de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por hectárea eran las
siguientes: para el centeno, 11,5 contra 9,4; para el trigo: 11 contra 9,1;
para la avena: 15,4 contra 12,7; para la cebada: 11,5 contra 10,5; para las
patatas: 92,3 contra 72**. El latifundio de la sierra peruana resulta, pues,
por debajo del execrado latifundio de la Rusia zarista como factor de
producción. La “comunidad”, en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de
desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de
producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios para
su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una observación muy
justa cuando escribe que “la comunidad indígena conserva dos grandes principios
económicos sociales que hasta el presente ni la ciencia sociológica ni el
empirismo de los grandes industrialistas han podido resolver
satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de éste
con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y
compañerismo”*. Disolviendo o relajando la “comunidad”, el régimen del
latifundio feudal, no sólo ha atacado una institución económica sino también, y
sobre todo, una institución social que defiende la tradición indígena, que
conserva la función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento
jurídico popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel**. EL RÉGIMEN
DE
TRABAJO. SERVIDUMBRE Y SALARIADO
El régimen de trabajo está determinado principalmente, en la
agricultura, por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto,
sorprenderse de que en la misma medida en que sobrevive en el Perú el
latifundio feudal, sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos
nombres, la servidumbre dumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa
y la agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que
en lo que respecta a la técnica. La agricultura de la costa ha evolucionado con
más o menos prontitud hacia una técnica capitalista en el cultivo del suelo y
la transformación y comercio de los productos. Pero, en cambio, se ha mantenido
demasiado estacionaria en su criterio y conducta respecto al trabajo. Acerca
del trabajador, el latifundio colonial no ha renunciado a sus hábitos feudales
sino cuando las circunstancias se lo han exigido de modo perentorio. Este
fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la propiedad de
la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado, como intermediarios
del capital extranjero, la práctica, mas no el espíritu del capitalismo
moderno. Se explica además por la mentalidad colonial de esta casta de
propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el criterio de
esclavistas y “negreros”. En Europa, el señor feudal encarnaba, hasta cierto
punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que respecto de sus siervos
se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso. Al
propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo
concepto y una nueva práctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra.
En la América colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la
orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los hombres
de color. En la costa peruana, el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el
indio, ha sido el negro esclavo, el coolí chino, mirados, si cabe, con mayor
desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos
del aristócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de
raza. El yanaconazgo y el “enganche” no son la única expresión de la subsistencia
de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El ambiente de la
hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado no son válidas
en el latifundio, mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los
grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios políticos o
administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del
terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prácticamente a su
latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los
derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su
propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias
siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios
y hasta las costumbres están sujetas al control del propietario dentro de la
hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no
difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava. Los
grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de derechos
feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y el
acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio sin
industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi
incontrolable. Mediante el “enganche” y el yanaconazgo, los grandes
propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre,
funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El “enganche”,
que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y su trabajo,
mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el propietario, desciende
inequívocamente del tráfico semiesclavista de coolíes; el yanaconazgo es una
variedad del sistema de servidumbre a través del cual se ha prolongado la
feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los pueblos política y
económicamente retardados. El sistema peruano del yanaconazgo se identifica,
por ejemplo, con el sistema ruso del polovnischestvo dentro del cual los frutos
de la tierra, en unos casos, se dividían en partes iguales entre el propietario
y el campesino y en otros casos este último no recibía sino una tercera parte*.
La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas una
constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo vincula
a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima garantía de
usufructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El “enganche” asegura a la
agricultura de la costa el concurso de los braceros de la sierra que, si bien
encuentran en las haciendas costeñas un suelo y un medio extraño, obtienen al
menos un trabajo mejor remunerado.
Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino
aparente o parcialmente* la situación del bracero en los fundos de la costa es
mejor que en los feudos de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su
omnipotencia. Los terratenientes costeños, se ven obligados a admitir, aunque
sea restringido y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El carácter
capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero
conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así como de
rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La vecindad de
puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de tráfico y comercio,
ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural
y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia. Si la agricultura de la costa
hubiera tenido otro carácter, más progresista, más capitalista, habría tendido
a resolver de manera lógica, el problema de los brazos sobre el cual tanto se
ha declamado. Propietarios más avisados, se habrían dado cuenta de que, tal
como funciona hasta ahora, el latifundio es un agente de despoblación y de que,
por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus más claras y
lógicas consecuencias**. En la misma medida en que progresa en la agricultura
de la costa la técnica capitalista, el salariado reemplazaba al yanaconazgo. El
cultivo científico –empleo de máquinas, abonos, etc.– no se aviene con un
régimen de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el
factor demográfico –el “problema de los brazos”–, opone una resistencia seria a
este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus variedades sirven
para mantener en los valles una base demográfica que garantice a las
negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las labores permanentes. El
jornalero inmigrante no ofrece las mismas seguridades de continuidad en el
trabajo que el colono nativo o el yanacón regnícola. Este último, representa,
además, el arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán
más o menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado. La constatación de este
hecho, conduce ahora a los propios grandes propietarios a considerar la
conveniencia de establecer muy gradual y prudentemente, sin sombra de ataque a
sus intereses, colonias o núcleos de pequeños propietarios. Una parte de las
tierras irrigadas en el Imperial90 han sido reservadas así a la pequeña
propiedad. Hay el propósito de aplicar el mismo principio en las otras zonas
donde se realizan trabajos de irrigación. Un rico propietario inteligente y
experimentado que conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia de
la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la
formación de una población rural, sin la cual la explotación de la tierra,
estará siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del
“enganche”. El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es otra de las
expresiones de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino de
la pequeña propiedad*. Pero, como esta política evita sistemáticamente la
expropiación, o, más precisamente, la expropiación en vasta escala por el
Estado, por razón de utilidad pública o justicia distributiva, y sus
restringidas posibilidades de desenvolvimiento, están por el momento
circunscritas a pocos valles, no resulta probable que la pequeña propiedad
reemplace oportuna y ampliamente al yanaconazgo en su función demográfica. En
los valles a los cuales el “enganche” de braceros de la sierra no sea capaz de
abastecer de brazos, en condiciones ventajosas para los hacendados, el
yanaconazgo subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades,
junto con el salariado. Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento,
varían en la costa y en la sierra según las regiones, los usos o los cultivos.
Tienen también diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en
general con los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados
en otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista. El
sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por
trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino
que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado libro
sobre la cuestión agraria en Rusia: “Entre el antiguo trabajo servil en que la
violencia o la coacción juegan un rol tan grande y el trabajo libre en que la
única coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece todo
un sistema transitorio de formas extremadamente variadas que unen los rasgos de
la barchtchina y del salariado. Es el otrabototschnaía sistema. El salario es
pagado sea en dinero en caso de locación de servicios, sea en productos, sea en
tierra; en este último caso (otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el
propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo
efectuado por éste en los campos señoriales”. “El pago del trabajo, en el
sistema de otrabotki, es siempre inferior al salario de libre alquiler
capitalista. La retribución en productos hace a los propietarios más
independientes de las variaciones de precios observadas en los mercados del
trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de su vecindad una mano de
obra más barata y gozan así de un verdadero monopolio local”. “El arrendamiento
pagado por el campesino reviste formas diversas: a veces, además de su trabajo,
el campesino debe dar dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se
comprometerá a trabajar una y media deciatina de tierra señorial, a dar diez
huevos y una gallina. Entregará también el estiércol de su ganado, pues todo,
hasta el estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente aún el campesino
se obliga “a hacer todo lo que exigirá el propietario”, a transportar las
cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos”*. En la agricultura de la
sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de propiedad y
trabajo feudal. El régimen del salario libre no se ha desarrollado ahí. El
hacendado no se preocupa de la productividad de las tierras. Sólo se preocupa
de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él casi
únicamente a dos: la tierra y el indio. La propiedad de la tierra le permite
explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La usura practicada
sobre esta fuerza de trabajo –que se traduce en la miseria del indio–, se suma
a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado
se reserva las mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus
braceros indios, quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente
las primeras y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas.
El arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara
vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene para el propietario),
más comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un estudio del doctor Ponce de
León de la Universidad del Cuzco, que entre otros informes tengo a la vista, y
que revista con documentación de primera mano todas las variedades de
arrendamiento y yanaconazgo en ese vasto departamento, presenta un cuadro
bastante objetivo –a pesar de las conclusiones del autor, respetuosas de los
privilegios de los propietarios–, de la explotación feudal. He aquí algunas de
sus constataciones: “En la provincia de Paucartambo el propietario concede el
uso de sus terrenos a un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo
el trabajo que requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha
reservado el dueño o patrón. Generalmente trabajan tres días alternativos por
semana durante todo el año. Tienen además los arrendatarios o ‘yanaconas’ como
se les llama en esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias
bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de servir
de pongos92 en la misma hacienda o más comúnmente en el Cuzco, donde
preferentemente residen los propietarios”. “Cosa igual ocurre en Chumbivilcas.
Los arrendatarios cultivan la extensión que pueden, debiendo en cambio trabajar
para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento puede
simplificarse así: el propietario propone al arrendatario: utiliza la extensión
de terreno que ‘puedas’, con la condición de trabajar en mi provecho siempre
que yo lo necesite”. “En la provincia de Anta el propietario cede el uso de sus
terrenos en las siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el
capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice
hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y el
propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir que
cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la producción, sin que el
propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin abonarlos
siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a concurrir
personalmente a los trabajos del propietario, si bien con la remuneración
acostumbrada de 25 centavos diarios”*. La confrontación entre estos datos y los
de Schkaff, basta para persuadir de que ninguna de las sombrías fases de la
propiedad y el trabajo precapitalista falta en la sierra feudal. “COLONIALISMO”
DE NUESTRA AGRICULTURA COSTEÑA El grado de desarrollo alcanzado por la
industrialización de la agricultura, bajo un régimen y una técnica
capitalistas, en los valles de la costa, tiene su principal factor en el
interesamiento del capital británico y norteamericano en la producción peruana
de azúcar y algodón. De la extensión de estos cultivos no es un agente primario
la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos
dedican sus tierras a la producción de algodón y caña financiados o habilitados
por fuertes firmas exportadoras. Las mejores tierras de los valles de la costa
están sembradas de algodón y caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo
a estos cultivos, sino porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a
los comerciantes ingleses y yanquis. El crédito agrícola –subordinado
absolutamente a os intereses de estas firmas, mientras no se establezca el
Banco Agrícola Nacional–, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos
alimenticios, destinados al mercado interno, están generalmente en manos de
pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la
vecindad de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados
por sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las haciendas
algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni en la
medida necesaria para el abastecimiento de la propia población rural. El mismo
pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra empujado al cultivo
del algodón por esta corriente que tan poco tiene en cuenta las necesidades
particulares de la economía nacional. El desplazamiento de los tradicionales
cultivos alimenticios por el del algodón en las campiñas de la costa donde
subsiste la pequeña propiedad, ha constituido una de las causas más visibles
del encarecimiento de las subsistencias en las poblaciones de la costa. Casi
únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra facilidades
comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba abajo, casi
exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no está regida por
ningún criterio de economía nacional. Se produce para el mercado mundial, sin
un control que prevea en el interés de esta economía, las posibles bajas de los
precios derivados de períodos de crisis industrial o de superproducción
algodonera. Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una
cosecha de algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino por
las fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es
completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden
contar con préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus
negocios. En la misma condición, están todos los agricultores que no pueden
ofrecer como garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.
Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la
producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto de
artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la
población necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras
importaciones es el de “víveres y especias”: Lp. 3.620.235, en el año 1924.
Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras,
denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la supresión
de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí de sus más
fuertes renglones. El más grueso de todos es la importación de trigo y harina,
que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles. Un interés urgente y
claro de la economía peruana exige, desde hace mucho tiempo, que el país
produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo
hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya que seguir pagando al extranjero
doce o más millones de soles al año por el trigo que consumen las ciudades de
la costa. ¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es
sólo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de
subsistencia. Tampoco es, repito, porque el cultivo de la caña y el de algodón
son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles,
uno solo de los llanos interandinos –que algunos kilómetros de ferrocarriles y
caminos abrirían al tráfico– puede abastecer superabundantemente de trigo,
cebada, etc., a toda la población del Perú. En la misma costa, los españoles
cultivaron trigo en los primeros tiempos de la colonia, hasta el cataclismo que
mudó las condiciones climatéricas del litoral94. No se estudió posteriormente
en forma científica y orgánica, la posibilidad de establecer ese cultivo. Y el
experimento practicado en el Norte, en tierras del “Salamanca”, demuestra que
existen variedades de trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa
este cereal y que la pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber
renunciado a vencer*. El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra
en la estructura misma de la economía peruana. La economía del Perú, es una
economía colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los
intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos
mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus
manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes
sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados.
La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el
algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un
producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la India o del Egipto,
abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros
latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que
se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o
agentes del capitalismo extranjero. PROPOSICIONES FINALES A las proposiciones
fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los aspectos presentes de la
cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes: 1o El carácter de la
propiedad agraria en el Perú se presenta como una de las mayores trabas del
propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy elevado el porcentaje de las
tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que pertenecen a
terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos terratenientes, por
completo extraños y ausentes de la agricultura y de sus problemas, viven de su
renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la
actividad económica del país. Corresponden a la categoría del aristócrata o del
rentista, consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad perciben
un arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El agricultor
arrendatario corresponde, en cambio, con más o menos propiedad, al tipo de jefe
de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema capitalista, la
plusvalía obtenida por su empresa debería beneficiar a este industrial y al
capital que financiase sus trabajos. El dominio de la tierra por una clase de
rentistas, impone a la producción la pesada carga de sostener una renta que no
está sujeta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. El
arrendamiento no encuentra, generalmente en este sistema, todos los estímulos
indispensables para efectuar los trabajos de perfecta valorización de las
tierras y de sus cultivos e instalaciones. El temor a un aumento de la locación,
al vencimiento de su escritura, lo induce a una gran parsimonia en las
inversiones. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto,
convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye al encarecimiento
de la propiedad agraria en provecho de los latifundistas. Las condiciones
incipientes del crédito agrícola en el Perú impiden una más intensa
expropiación capitalista de la tierra para esta clase de industriales. La
explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su
libre y pleno desenvolvimiento de la eliminación de todo canon feudal, avanza
por esto en nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no
sólo para un criterio socialista sino también para un criterio capitalista.
Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía liberal
francesa, Edouard Herriot afirma que “la tierra exige la presencia real”*. No
está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por cierto al
Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa Charles Gide,
que “la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica”. 2o El latifundismo
subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la más grave barrera para
la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias
razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de los
Balkanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor escala y los
obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que hacer en la América
Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a América para trabajar como
bracero, sino en los casos en que el alto salario le consiente ahorrar
largamente. Y éste no es el caso del Perú. Ni el más miserable labrador de
Polonia o de Rumania aceptaría el tenor de vida de nuestros jornaleros de las
haciendas de caña o algodón. Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para
que nuestros campos estén en grado de atraer esta inmigración, es indispensable
que puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y comunicadas
con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o propagandista del fascismo, que
visitó el Perú hace aproximadamente tres años, declaró en los diarios locales
que nuestro régimen de gran propiedad era incompatible con un programa de colonización
e inmigración capaz de atraer al campesino italiano. 3o El enfeudamiento de la
agricultura de la costa a los intereses de los capitales y los mercados
británicos y americanos, se opone no sólo a que se organice y desarrolle de
acuerdo con las necesidades específicas de la economía nacional –esto es
asegurando primeramente el abastecimiento de la población– sino también a que
ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en este orden en
los últimos años –la de las plantaciones de tabaco de Tumbes– ha sido posible
sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la
tesis de que la política liberal del laissez faire, que tan pobres frutos ha
dado en el Perú, debe ser definitivamente reemplazada por una política social
de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza. 4o La propiedad agraria
de la costa, no obstante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra
hasta ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la
medida que el Estado exige y que es, desde luego, asaz modesta. Los
requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados, no
consiguen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes contra el
paludismo. No se ha obtenido siquiera un mejoramiento general de las
rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más
altos índices de mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúase naturalmente los
de las regiones excesivamente mórbidas de la selva). La estadística demográfica
del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior
a la natalidad. Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a
propósito de la de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del
problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de
las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio
Grana96, a quien se debe también un interesante plan de colonización, y sin las
obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas en Chiclín y
alguna otra negociación del Norte, la acción del capital privado en la
irrigación de la costa peruana resultaría verdaderamente insignificante en los
últimos años. 5o En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra
del todo inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las
negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y
planicies serranos el latifundio tiene una producción miserable. Los
rendimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un
órgano de la prensa local decía una vez que en la sierra peruana el gamonal
aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento –que resulta
completamente nulo dentro de un criterio de relatividad– lejos de justificar al
gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la economía moderna –entendida
como ciencia objetiva y concreta– la única justificación del capitalismo y de
sus capitanes de industria y de finanzas está en su función de creadores de
riqueza. En el plano económico, el señor feudal o gamonal es el primer
responsable del poco valor de sus dominios. Ya hemos visto cómo este
latifundista no se preocupa de la productividad sino de la rentabilidad de la
tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores,
sus cifras de producción no son mayores que las obtenidas por el indio, con su
primitivo equipo de labranza, en sus magras tierras comunales. El gamonal, como
factor económico, está pues, completamente descalificado. 6o Como explicación
de este fenómeno se dice que la situación económica de la agricultura de la
sierra depende absolutamente de las vías de comunicación y transporte. Quienes
así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica, fundamental, que
existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía capitalista. No
comprenden que el tipo patriarcal primitivo de terrateniente feudal es
sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el
gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la
ejecución del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos
e intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de la
ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como una arma del
gamonalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente te
establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible con los
principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de latifundio y
servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de una “mita”.
¿Que proponemos nosotros? : Una no propiedad de la tierra que
fundamente una propiedad comunitaria de la tierra, desde la que se puede dar la
tierra a empresas privadas o a individuos privados para su realización, florecimiento
fructificación por un tiempo, si esta
realización no se da , la comunidad le quita al privado lo que se le ha dado tanto, territorio, recursos como trabajadores
y si la comunidad tampoco logra la fructificación también se le quita todo lo
que se le ha dado y pasa a otra comunidad y si nadie logra la realización pues
dejamos a la pacha en paz , porque nadie es dueño de nadie, el concepto de propiedad
lo comprendemos como lo propio de cada uno porque se está transfiriendo y retransfiriendo
nuestro ser a ello en una relación donde compartimos nuestro kama , nuestra
fuerza vital, logrando el ahayu el alma colectiva, por lo mismo nadie puede
acumular territorios o cosas y mucho menos hacerse dueño de la fuerza de
trabajo de una persona o peor aun de la persona misma, lo propio solo se da en
la relación, si yo no tengo relación con algo o con alguien no hay propiedad pero
si tengo relación con algo o alguien entonces yo le pertenezco y el me pertenece
en el contexto de esa relación en lo real nadie pertenece a nadie solo nos pertenecemos
relacionalmente mientras nos realizamos uno a al otro en este amor del prójimo como
a uno mismo.
Para comprender esto, revisemos nuesro planteamiento que
deviene de todo un proceso de investigación ontológica que empezó con biotejido
teatro loco A.S logrando lo real imaginario base de lo real simbólico http://adagioalamor.blogspot.com/2024/09/biotejido-teatro-loco-as.html
luego vendrá El espíritu absoluto con el evangelio dela matria equivoca toda
neustra investigación religiosa, luego vendrá el espíritu revelado con toda nuestra
investigación artística ene l arca de la libertad logrando el arte del
biotejido para después pasar a la filosofía del sabor espiritual y en esta filosofía
gestar la ciencia del logos pues bien desde esa ciencia abrimos el taller de cibernética
de tercer orden http://teatroloco.blogspot.com/2025/03/taller-de-cibernetica-de-desplazamiento.html
En el que estamos recreando biodramaturgicamente los 7 ensayos de la
interpretación peruana de José Carlos Mareategui en la búsqueda de lograr el
comunismo complementario http://adagioalamor.blogspot.com/2025/03/que-es-el-comunismo-complementario.html
Empezamos con el ensayo Religioso, Donde nosotros reflexionamos a Dios
ontoteológicamente desde un En si-para si-En si para sí.
Luego fuimos con el ensayo sobre la educación para reflexionar
al hombre desde una antropología medial donde descubrimos estos arquetipos en
los que se puede sintetizar todo el proceso cultural humanos Chaman, Yogui,
Guerrero, Mesías, Cordero←→Oveja
Para entrar de lleno
al problema del indio:
https://teatroloco.blogspot.com/2025/04/el-problema-del-indio-la-luz.html
Donde nosotros comprendemos que el problema del indio es un
problema ontológico y como problema ontológico es un problema de iluminación,
el ser del indio está a oscuras y tiene que volver a encontrar su luz.
Mas esta luz solo es posible si se vuelve a constituir el
ahayu
https://exaltacionalmiedo.blogspot.com/2025/04/el-problema-del-indio-el-ahayu.html
Lo cual solo se puede lograr en una mediación
transferencial, retransferencial que logre la sintransferencia constituyendo
así el ahayu.
https://apologiaalatristezateatroloco.blogspot.com/2025/04/el-problema-del-indio-mediacion.html
En el que prima el principio de coincidencia de opuestos
https://adagioalamor.blogspot.com/2025/04/el-problema-del-indio-la-coincidencia.html
Es desde este principio que se logra la complementariedad
abriendo el camino para que el indio vuelva a recrear la pacha
https://teatrolocoteorico.blogspot.com/2025/05/el-problema-del-indio-recuperando-su.html
Más esta recreación ya no puede ser una vuelta su existencia
anterior, sino más bien una existencia nueva donde se incluye a todos en una integración de lo uno y lo múltiple
https://teatroloco.blogspot.com/2025/05/pachamamismo-wiracochismo.html
En esta nueva Yana complementariedad la cultura occidental
es superada logrando una nueva universalidad
https://exaltacionalmiedo.blogspot.com/2025/05/yana-o-como-superar-aristoteles.html
Donde el ser que devine para conocerse se reconcilia con el
no ser que se apertura a la existencia para hacerse
https://apologiaalatristezateatroloco.blogspot.com/2025/05/el-baile-de-tijeras-del-logos.html
Lográndose todo esto desde un hermenéutica de la revelación
https://adagioalamor.blogspot.com/2025/05/hermeneutica-de-la-revelacion.html
Donde se revela un nuevo mundo desde una meta historia la
cual supera e integra al materialismo histórico
https://teatrolocoteorico.blogspot.com/2025/05/del-materialismo-historico-la-meta.html
Esta meta historia exige una nueva iglesia donde se mate al
Dios que todos inventamos para que nazca el verdadero Dios que hay en nuestro
corazón
https://teatroloco.blogspot.com/2025/05/el-papa-que-mato-dios.html
Y entonces será posible esa otredad andina apocalíptica que
renueva nuestro espacio y tiempo reconciliando a todos con todo en el logos.
https://exaltacionalmiedo.blogspot.com/2025/05/alterando-la-cosmovision-andina.html
Esta es nuestra propuesta donde se altera la formulación de
Mareatigui sobre el problema del indio, la gran diferencia es que nuestra
propuesta es meta estructural complementado el idealismo y el materialismo
en una superación del pos estructuralismo mientras que la de Mareategui es infraestructural
materialista no abriéndose a la cosmovisión india sido más bien configurándola desde
el marxismo, aunque claramente en Mareategui el marismo queda alterado.
Así buscamos un debate ontológico en el que el marxismo siempre
perderá porque no ha reflexionado ontológicamente siendo su gran falta, pero ya
en Mareategui empieza a ver el camino de una complmentació ontológica desde la
cosmovisión andina, sin esta reflexión no hay ser y sin ser no hay ni economía ni
política.
Sabemos que el marxismo es una religión pero sin fundamento ontológico
lo religioso se hace banal convirtiéndose solo en una búsqueda de poder.
Sabemos que el marxismo es un arte que Brecht llevo a su
culmine con el teatro épico donde se produce una distancia para ver al hombre
en su condición económica más esa distancia resulta realmente conmovedora si es
que hay una humanidad detrás que revele el ser sino es solo puesta en escena de
una ideología.
Sabemos que el Marxismo es una filosofía que
logra desde la sospecha invertir al hombre a su condición social económica pero
la economía no es la base, para que haya trabajo debe haber espacio y tiempo y
eso solo lo encontramos en la revelación del ser.
Y sabemos que el marxismo es una ciencia donde el objeto
revela al sujeto pero como tal hasta que no se haya logrado el comunismo, el
marxismo es una ciencia fallida, nosotros sabemos que podemos lograr el
comunismo, pero de la única manera que realmente se puede lograr desde la
comunidad biotejida logrado instituir el
ahayu sin esta alma colectiva no hay comunismo.
Pero sabemos que el comunismo es una enfermedad como todo
ismo de la que nos debemos de curar por medio del taqui onqoy para realmente
lograr la comunión.
Sea pues esta la última
enfermedad que da paso a la sanación de toda la pacha.
Vamos a pues a Lima a sanar y a ser sanados vamos en un
tiempo donde el poder se ha desgastado:
UN MENSAJE DE CÉSAR
HILDEBRANDT...
Dicen que todo en la vida pasa por
algo; y que no hay mal que por bien no venga. Nunca me imaginé dándole el voto
a Castillo, pero las circunstancias me obligaron a hacerlo.
Sin embargo, el que él haya llegado a la presidencia nos ayudó a ver
aquello que estaba oculto a simple vista. Como que hay demasiado racismo y
clasismo en nuestra patria.
Que si bien Fujimori, Montesinos y otros miembros de su cúpula estan
presos, el Fujimorismo nunca dejó el poder, sino que se hizo más fuerte,
disgregándose y camuflándose entre otros partidos políticos; que seguimos
siendo un NarcoEstado con organizaciones criminales satélites en cada institución
estatal.
Sobre todo en el Judicial y en la Fiscalía; que quienes nos gobiernan
son los poderosos grupos económicos que son a su vez dueños de los medios de
comunicación, que utilizan para manipular a las masas, tal como lo hacían en
los 90. Ayudó también a que se caigan las caretas de muchos personajes de la
política, de la farándula y de algunos amigos.
La salida de Castillo era inminente. Lo advertí desde antes que sea
elegido. Mas bien me sorprende que haya durado tanto tiempo; con todos los
medios de comunicación, el poder económico, la clase política enquistada en el
poder desde hace décadas y los cuellos blancos en su contra, es un gran logro
que haya durado 16 meses en Palacio.
Pero si los golpistas corruptos que se creen dueños de nuestro país están
celebrando el triunfo, se equivocan rotundamente. No saben lo que se les viene.
La población está llena de hartazgo por tantas décadas de corrupción.
Esto recién empieza y espero termine con las ratas fuera del Congreso,
la traidora y usurpadora fuera de Palacio y los medios de comunicación cerrados
hasta que cambien su línea editorial desestabilizadora.
Quizá yo no sea perfecto, pero siempre voy a estar del lado correcto y
siempre listo para defender a mi familia, mis principios y a mi patria. No se trata
de luchar por Castillo ni por nadie sino de recuperar nuestra nación y ponerla
bajo el mando del sentido común y el patriotismo...
¡Liberación del presidente Pedro Castillo Terrones!
Es un momento
importante. todos los que le hicieron el golpe a Castillo están desgastados, no
se trata de vacar a Dina a quien ya están dejando sola, sino de cerrar el
congreso, liberar a Castillo y empezar la constituyente, para lograr
comunidades en democracias directas y participativas y el poder no este nunca
más en las clases políticas.
Pero todo esto dese un fondo ontológico donde podamos
complementarnos si no es así, será otra lucha vana por el poder que terminara
por enfermarnos aún más, acabando con toda esperanza.
Más yo “Alzaré mis
ojos a los apus . ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene del Logos, que
hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero ni se dormirá el que
te guarda. Ciertamente, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a la pacha.
El Señor es tu guardador, El Señor es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te
fatigará de día ni la luna de noche. El Señor te guardará de todo mal, él
guardará nuestro ahayu . El Señor guardará nuestra salida y nuestra entrada desde ahora y para siempre.”
Amen