¿Es la mística el último disfraz?
No lo creo y por supuesto que sí para esto hay que comprender
el anudar y el desanudar yo hago el Quipu religioso chaupi qupi, desanudo Koshi
kene y encuentro el misterio pascual pero aquí viene el problema ¿Es mi anudar
el que creo el problema o había un real problema? Por esto la cuestión el
pecado, si hay pecado hay un real problema, sino el pecado solo es un problema
de lo real simbólico y lo real simbólico exige la separación, la muerte para
que luego el héroe del mito instaure el símbolo que nos pueda religar pero en
lo real nunca hubo un problema, el problema estuvo en nuestra mente, en nuestro
lenguaje, más es claro que sin hacer el quipu y luego desanudarlo no hubiéramos
podido religarnos a lo real pero y ¿Si el problema está en lo real?
Eso no puede ser porque lo real es
simple ahí no hay problema, no hay contradicción, no hay conflicto per en nosotros
sí, esa es nuestra solución lo real es traumático porque nos desgarramos y este desgarro es el que hace que haya leguaje cultura, nuestra
conciencia proviene de una muerte eterna de una conciencia de la existencia y la
existencia es un salir de lo real a la realidad sin poder volver a lo real, esa
vuelta es la que hay que inventarnos ¿Pero realmente salimos? ¿No es una ilusión
de nuestra mente nuestra existencia? ¿Y
curamos nuestra mente con lo real simbólico?
La intuición en mi corazón me habla de un desgarro real, pero es que es
real la conciencia de mi existencia pero
hay algo más hay una rutura una herida.
Y entonces lo real no está roto eso es imposible
La conciencia de la realidad como conciencia de nuestra
existencia nos rompe he ahí el trauma.
¿Pero en qué consiste
ese trauma? En la muerte donde el infinito se separa.
Lo real simbólico que no dará lo real artificial variación creativa de lo simbólico, lo real
conceptual y lo real formal son en el fondo curas para religarnos con el flujo
de lo real.
Más lo real se hace realidad y primero lo conocemos como
realidad y entonces antes que el misterio pascual está el misterio dhármico
donde el verbo acontece diferencialmente, este misterio no se piensa como
separación, como muerte, como pecado, sino que hay que salir de la ilusión de nuestra
acción para dejar que el wu wei acontezca, así logramos ser integros y esto es verdad, la realidad se redime en la
realidad , la inmanencia se redime en la inmanencia y solo se trata de
recuperar el flujo, sin fines ni esfuerzos el dharma se debela ¿Pero y si no sucede asi? ¿La
conciencia no creara el sujeto y no necesitara de un sujeto primero de una
unidad última? Es como ver la oración,
podemos jugar con un sujeto tácito innombrable, pero tarde o temprano el verbo exigirá
un sustantivo y entonces pasaremos al misterio pascual, la multiplicidad ha
exigido su unidad, pero aquí el enorme problema jamás la unidad coincidirá con la multiplicidad y entonces el sujeto tendrá
que volver a ser tácito apofatico, la mística nos brinda un refugio para esto, podemos reconciliar el misterio
dharmico y el misterio pascual en un misterio trino en un tinkuy y queda todo
resuelto pero esto serio una mentira, la mística es una mentira más , al menos
que esta se anude en una cibernética de tercer orden donde en la realidad se
alteren sistemas y luego estos se desanuden en una comunión, es dicir que no
puede haber real mística sin religión sagrada profana, sin arte sublime abyecto,
sin filosofía esencial existencia, sin ciencia simple compleja y sin biodramaturgia donde las cibernéticas de
primer orden y las de segundo orden se encuentran en un tercer orden, no puede
haber mística pura, eso sería un disfraz y encima uno que no podríamos desanudar
, que no podríamos quitarnos, pero entonces detrás de todo está la mística y ¿Detrás de la mística que hay?
Podemos seguir inventando disfraces pero ¿para qué? Pues para hacer cultura, lenguaje, para dar
cuenta de nuestra vida. Lo comprendo más para nosotros el juego está claro la comunión no dual es lo santo a eso llamamos mística, si desanudamos nuestros
artificios y lenguajes debemos de encontrar eso, si no hay eso, nuestros quipus
están mal hechos y habrá que volver a hacerlos.
Recapitulemos nuevamente y veamos como la
filosofía actual tiende, inevitablemente, a ser
presocrática. Se aludió más arriba a la fisura
propiamente filosófica. A partir del aislamiento eleático
del ser, cabe (latentemente) preguntar por qué la
realidad es como es y no más bien de otra manera. Se
refuerza el escándalo (mental) frente a la diversidad del
mundo. Un escándalo cuyo referente es el Uno. Surge
una extraña nostalgia, la nostalgia de las formas puras,
origen de todo innatismo. Desde esta nostalgia decimos
que la realidad es sucia, fáctica, plural. No hay formas
puras, a lo sumo fractales. La filosofía plantea, así, el
verdadero falso problema de la dualidad, de la pluralidad,
de la parcelación. Pero lo plantea desde el referente
inconsciente del Uno/Único. Luego, el proceso crítico
aclarará que la referencia al Uno y a lo Necesario es
sólo una exigencia de la Razón Pura (Kant) y que la
inteligencia humana no alcanza a la realidad en sí: sólo
funciona como una forma de adaptación a lo real.
Finalmente se irá despejando algo que ya enseñaron los
maestros budistas: que no existe una realidad
problemática. Ahora bien, el gran hallazgo de
Occidente consiste en descubrir que aun cuando no
haya una realidad problemática, sí hay una
problematicidad real.
La problematicidad real, la
abstracción/separación que aboca en la generalización/conceptualización
es un fenómeno
específicamente griego que acaba presidiendo toda la
cultura occidental. El pensamiento se separa de la
realidad para poder después, con la fuerza elástica de
esta separación, volver a ella a través de algún circuito
simbólico. Hay un dinamismo de ida y vuelta: la
parcelación de la realidad y la reunificación de lo
separado. Lo característico del proceso crítico es la
progresiva sofisticación de este movimiento de ida y
vuelta. Toda la historia de la filosofía y de la ciencia
vienen alimentadas por este empuje inicial. Un empuje
que conduce a reunir lo previamente fragmentado. En
ciencia, el fenómeno es manifiesto en sus momentos
más estelares. Así ocurre con Newton reunificando las
masas del universo con su ley de la gravedad; con
Maxwell reunificando la electricidad y el magnetismo;
con Einstein reunificando materia y energía, espacio y
tiempo, gravedad y geometría. Actualmente se trabaja
en la Teoría de la Gran Unificación, la que permitiría
comprender el cosmos en una sola ecuación.
El caso es que se comienza separando el sujeto
del objeto, el observador del fenómeno observado, y se
acaba reconociendo que esta separación es ficticia. El
empuje es “místico”, pero la ciencia es siempre una
construcción penúltima. En palabras de Max Planck: «la
ciencia no puede resolver el misterio final de la
naturaleza porque, en el último análisis, nosotros
somos parte de la naturaleza, parte del misterio que
tratamos de descifrar». He aquí el punto de llegada que
es ya el punto de partida, cuando nada estabaseparado. La
ciencia se hace consciente de que ninguna
teoría puede ser completa, pues ello implicaría poner
límites a lo ilimitado.
Pero la ciencia, en la toma de conciencia de su
limitación, se abre a lo místico. El camino es
retroprogresivo. Un misticismo que no haya atravesado
previamente la franja del logos –que no haya sido
“progre” antes de ser “retro"– podrá ser acusado, con
Freud, de ser mera patología regresiva, deseo
nostálgico de volver al seno materno. Ahora bien, el
crecimiento genuino es siempre el resultado de un
proceso de ida y vuelta. Se arranca de una ingenuidad
prerracional, se alcanza lo racional, se somete la
racionalidad a crítica y, finalmente, desde la lucidez, se
asciende/desciende a lo místico. En este contexto,
empuje crítico y empuje místico vienen a ser lo mismo.
Una paideia que tradujera este esquema, diría con
Jung que hay que dedicar la primera mitad de la vida a
afirmar el ego, y la segunda mitad a superar el ego. Se
nace sin ego, se construye el ego, se muere más allá del
ego. Y lo que vale para la ciencia, para la psicología y
para la educación, vale también para el arte. En una
obra de creación real desaparece la dualidad
fondo/forma. Se asciende/desciende a la inocencia de lo
inmediato. Lo real se expresa a sí mismo. El verbo crear
acaba siendo intransitivo. Y ninguna obra de arte
puede ser explicada científicamente.
Nos concierne especialmente la antigua Grecia
en la medida en que ofrece, de primera mano, un
repertorio de primeros balbuceos críticos, ese punto de
partida que es también el punto de llegada. Resulta allí
bastante transparente la escisión primero, y la
recuperación crítica del origen perdido, después. En la
filosofía presocrática, la verdad es más un nacimiento,
un forcejeo, que una adecuación. Lo originario está
todavía muy cerca. Jaeger ha insistido en el carácter
iniciático –y en este sentido órfico– del poema
parmenidiano. Resulta significativo que Parménides, lo
mismo que Jenófanes, haya escrito su obra en verso,
como si no quisiera privarse de los viejos modos de
encantamiento.
Todo escritor sabe que la prosa antes fue verso,
que el verso antes fue canto, que el canto antes fue
grito. El grito debió partir de aquel gruñido o espasmo
de la garganta de un simio puesto en situación límite
frente a la natura. En consecuencia, musicalizar la prosa
es siempre una manera de recuperar la unidad perdida
con la natura.
Ello es que el “inconsciente mitológico” de los
pueblos no desaparece con el advenimiento del logos.
J.G. Frazer fue el primero en enfatizar que hay unas
exigencias comunes a la especie humana por debajo de
los mitos, fueren éstos griegos, romanos o polinesios. El
deseo de inmortalidad, por ejemplo. Y de ahí la función
“iniciática” de las filosofías. Pero también su función
ritual/crítica. Tengo escrito en Aproximación al origen
que el rito, a la vez que nos protege del caos, rememora
el caos. A través del rito, las sociedades primitivas se
abandonan voluntariamente a aquello que más temen.
Todo rito es, a la vez, una vacunación y un exorcismo.
Las prohibiciones y los ritos, a la vez que censuran,
recuerdan. Y si pasamos del rito primitivo al rito del
logos, encontramos la misma ambivalencia. Los
filósofos, al formular sus “prohibiciones” (bajo forma
de principio de no-contradicción, por ejemplo),
rememoran un origen mucho más caótico donde dicho
principio no rige. Algo parejo sucede con los mitos. Así,
el mito de Demeter atestigua que la fertilidad y la
muerte no pertenecían originalmente a dos esferas
separadas. Los propios Platón y Aristóteles, con su
abundancia de distinciones lógicas, recuerdan
inconscientemente el origen, mucho más caótico, del
cual se arrancaron. Platón hace explícito este recuerdo
al referirse a un epékeina tes ousías. Y el propio
Aristóteles, más allá de su repugnancia por lo infinito,
presiente –como lo ha explicado Pierre Aubenque– una
cierta infinitud en la cuestión del ser, y por esto no da
nunca una respuesta definitiva a la pregunta tí to on
(“¿qué es el ser?”), sino que proclama que se trata de
una cuestión siempre replanteada y siempre aporética,
aei zetoúmenon kai aei aporoúmenon (Metafísica, Z).
Filosofía como aproximación a lo real, filosofía
como colonización del ámbito humano. Ambas
intenciones se cruzan y se entretejen. Ciencia y religión.
Ciencia como expresión de una vitalidad indagatoria,
religión como protección frente a la angustia. Si de la
religión sólo consideramos sus dimensiones místicas
(cuando las hay), la religión es el supuesto mismo del
que la filosofía arranca. La religión nos enseña que no
hay que desconfiar de la realidad; que la realidad, a
pesar de la miseria, la enfermedad y la muerte, nos es
“amiga”. La religión proporciona entonces el subsuelo
de confianza incondicional desde el cual el filósofo
puede arriesgarse a indagar el inagotable misterio de lo
real. La religión es así una energía liberadora. Pero si de
la religión sólo consideramos sus mecanismos de
defensa, su dimensión de neurosis colectiva, sus
componentes ideológicas, sus rigideces mitológicas, en
tal caso la religión es un gran impedimento para la
investigación, la ciencia y la filosofía.
En todo caso, lo religioso y lo filosófico son
difíciles de deslindar. Más adelante veremos cómo hay
en Platón una trasposición de doctrinas órficas en
doctrinas filosóficas. Son obvios los ecos órficos en la
exhortación socrática de la therapeia del alma. Es clara la
dimensión terapéutica del pensamiento estoico. En el
pasado, a falta de fármacos ansiolíticos, los espíritus
eran más fuertes. Tenían mayor consistencia los mitos,
los ritos, la propia filosofía. Ahora bien, la eficacia de
la
filosofía procedía de un origen no dual donde no cabía
disociación alguna –y, en consecuencia, donde no cabía
la angustia. Hoy la filosofía es una práctica mucho más
“débil” que, a lo sumo, trata del lenguaje.
Pero lo que importa comprender es que, más allá
de los aspectos de exorcismo/consolación/alienación,
late siempre una “experiencia primordial” profunda en
toda filosofía vigorosa. En el caso que nos ocupa: ¿qué
vieron ellos, los primeros filósofos, que nosotros ya no
vemos? Lo que he tratado de su gerir es que lo que ellos
vislumbraron, pero que nosotros también podemos
recuperar, es una cierta vivencia mística, algo a la vez
previo y posterior a las construcciones lógicas. Y de ahí
la viva actualidad de los presocráticos.
Sobre el tema de la búsqueda retroprogresiva de
esta experiencia primordial, del forcejeo filosófico por
recuperar la no-dualidad perdida, me he ocupado
–como ya he dicho repetidamente– en mi libro
Aproximación al origen. El proyecto fenomenológico es
un ejemplo claro. Ya no se trata, como en Descartes, de
deducir sino de mostrar. Según Husserl, por debajo del
dominio del juicio se encuentra lo ante-predicativo, y es
esta realidad primitivamente dada la que la
fenomenología debe desvelar. Husserl llama “esencia”
a la relación íntima, originaria, entre sujeto y objeto.
Late en todo ello el empeño por recuperar una
“experiencia” perdida, ofuscada por la red de los
conceptos; una experiencia previa a la disociación entre
concepto y realidad. Pero eso es precisamente la
experiencia mística, un salirse de “uno mismo” para
acceder a la realidad misma. Para ser la realidad
misma. Bergson (Las dos fuentes de la moral) se refería a
esto al proclamar que la coincidencia con el esfuerzo
creador de la vida es el misticismo.
Con un espíritu relativamente análogo,
Heidegger se ha ocupado de los pensadores
presocráticos dentro del contexto de una
“deconstrucción” de la metafísica occidental.
(Deconstrucción es, de hecho, la traducción
interpretativa operada por Derrida de los términos
Destruktion y Abbau empleados por Heidegger en Sein
und Zeit.) Se trata de un empeño por recuperar la
inocencia original de la filosofía, y es un ejemplo del
empuje retroprogresivo que alienta en todo filósofo
solvente: el intento de capturar sin distorsiones ni
dualismos el modo primigenio como lo real se realiza a
sí mismo. En el caso de Heidegger, recuperar el Ser
previo a la disociación sujeto/objeto, el Ser previo a las
polémicas penúltimas en torno al ente. En el Heidegger
más tardío, este Ser se resuelve en Lenguaje. Quien
habla no es el hombre sino el lenguaje mismo. Die
Sprache selbst spricht. Es la línea que, a su manera,
seguirá la llamada filosofía hermenéutica.
De un modo general, en el siglo XX, los
problemas de la filosofía tradicional han sido
reconvertidos en problemas de lenguaje. Herederos del
clima de solipsismo, frustración y paranoia del
subjetivismo humanista (donde la realidad es
“extranjera” al yo), los filósofos actuales deciden
apoyarse en aquello que tienen más a mano y que es
intersubjetivo por definición: el lenguaje. Siendo el
lenguaje un límite. Un límite más allá del cual se
reproducen los abusos metafísicos del pasado. La
tradición anglosajona, siguiendo a Frege, Wittgenstein
y Peirce, ha hecho clásica la distinción entre sintaxis,
semántica y pragmática. La tradición europea,
siguiendo la fenomenología de Husserl y bajo la
influencia de Heidegger, ha desembocado en la
llamada filosofía hermenéutica, cuyo representante más
notorio es H.G. Gadamer (Warheit und Methode, 1960).
Hay una línea genealógica que va de J.G. Hamann a Wilhelm von Humboldt, pasando por J.G.
Herder, que
considera al lenguaje como totalidad, como unidad en
oposición de sujeto y objeto, como algo previo a las
abstracciones que el mismo lenguaje hace posibles. Esta
visión del lenguaje hará posible la hermenéutica
–aunque reducida al espacio de las ciencias del espíritu.
Así, la filosofía hermenéutica arranca del viejo esquema
historicista que distinguía entre una comprensión del
ser y las metodologías positivistas de las ciencias de la
naturaleza. El precedente más significativo lo
encontramos en Guillermo Dilthey con su célebre
distinción entre ciencias naturales y ciencias culturales:
mientras las primeras aspiran a una explicación causal,
las segundas procuran una comprehensión (Verstehen) de
significados. Las relaciones comprehensivas se captan
inmediatamente, mientras que las relaciones de
causalidad, si bien pueden desembocar en leyes, no son
verdaderamente comprendidas. La llamada operación
Verstehen explica que los hechos y acontecimientos
históricos se comprenden desde dentro, a través de
experiencias vividas (Erlebnis) y a partir de su
significación íntima, es decir, de su sentido. De aquí
arranca la visión historicista cuyo método es la
hermenéutica. Una hermenéutica que, ya digo, es
inseparable de la preocupación por proteger a las
ciencias del espíritu contra las intrusiones del método
científico, y cuyo riesgo es el de acabar en un mero
ejercicio literario.
Pues bien, Martin Heidegger identifica ya la
hermenéutica con la ontología. Pero conviene entender a Heidegger desde la previa referencia
fenomenológica.
Y conviene insistir en el hilo conductor de estos
apuntes. Veamos. El “problema” es la fisura –en última
instancia, la fisura sujeto-objeto– y la “solución al
problema”, cuando es crítica, se reconoce en el intento
por superar la fisura retrotrayéndose a un lugar previo
a la misma. La fenomenología nació como un intento de
regeneración crítica de la fisura. Para superar la
paradoja fundacional de las ciencias humanas –en
donde el investigador es a la vez sujeto y objeto de
conocimiento–, la fenomenología acuñó las nociones de
intersubjetividad, análisis situacional, mundo,
intencionalidad, donación originaria de sentido,
etcétera. El proyecto fenomenológico no busca una
reconstrucción intelectual de la realidad a partir de
ciertos principios de deducción (idealismo); tampoco a
partir de ciertas estructuras latentes (estructuralismo).
Lo que busca es la explicitación de las estructuras
implícitas en la misma experiencia. O, como decía
Husserl, llevar una experiencia muda hacia la
expresión pura de su sentido, superando así la vieja
querella entre idealismo y realismo. Lo real hay que
desvelarlo y describirlo, no construirlo. Se trata de
encontrar una complicidad antepredicativa
(prerreflexiva) con el mundo (e incluso con nosotros
mismos). Esta complicidad se encuentra en la
descripción de la experiencia vivida e inmediata. A
diferencia de las ciencias positivas, que reconstruyen la
realidad estructurándola con algún lenguaje
(preferiblemente matemático), la fenomenología
pretende llegar a “las cosas mismas” tal como aparecen
en la relación originaria entre sujeto y objeto.
La fenomenología significa así una peculiar
versión del método comprehensivo: la expresión de
una relación fundamental y previa entre el observador
y el fenómeno observado. Esta sociabilidad obscura,
que precede y permite la ciencia, es lo que el filósofo
persigue en la descripción fenomenológica de la
experiencia vivida e inmediata. No hay separación
alguna entre el fenómeno del ser y el ser del fenómeno.
El fenómeno surge en la correlación, en el “pacto
primordial” de la conciencia y el mundo. Es la
intencionalidad. No hay Mundo que no sea para una
conciencia, no hay conciencia que no se determine
como una aprehensión del Mundo. El “fenómeno”
husserliano ya no remite a la actividad espontánea de
un ego trascendental: el ser del fenómeno es su misma
manifestación. La fisura se regenera en el nivel de lo
concreto, en la descripción de las “esencias”, en esa
actitud que empalma “el subjetivismo extremo con el
extremo objetivismo” (Merleau-Ponty). La
fenomenología pretende llegar a las cosas mismas, no
como las perciben nuestros sentidos, sino como las
capta intuitivamente una conciencia que evita
cuidadosamente dos vicios: el vicio de formular
hipótesis sobre la realidad física de las cosas, y el vicio
de identificar nuestro pensamiento con un mecanismo
psicológico. En una palabra: se pone “entre paréntesis”
el mundo y el yo, y se deja paso a la relación originaria
entre el sujeto y el objeto.
Quiere decirse que procede retrotraerse, más allá
del discurso, al modo como las cosas se ofrecen ellas
mismas cuando la conciencia se depura de todos sus
prejuicios –particularmente del prejuicio “objetivista”
de las ciencias de la naturaleza. Procede recuperar la
experiencia original, la relación íntima entre sujeto y
objeto. El mundo es la totalidad estructurada de estas
relaciones. El “mundo de la vida” (Lebenswelt) es vivido
por mí en la medida en que encuentro a los demás.
Con menos retorcimientos y “reducciones”, el
haikú de los poetas japoneses refleja la acción del
mundo como si el observador no existiera. Es la natura
expresándose a sí misma.
El caso es que todo esto, finalmente, es una
aproximación a la mística. Una mística de la vida en
algunos casos. Sucede que para captar directamente
“las cosas mismas” hay que realizar previamente una
serie de “reducciones”. Pero, ¿qué queda al cabo de las
reducciones? Uno piensa que no queda nada. Y que, por
esto, la suprema “reducción” es la mística.
Resulta fácil descubrir lo que Heidegger ha
sacado de la fenomenología. Decíamos que Heidegger
identifica ya la hermenéutica con la ontología y aborda
la cuestión del sentido del ser a partir de la temática de
la comprehensión del ser en el Dasein. Por la vía de la
comprensión, el Dasein se desvela como el intérprete
privilegiado del ser. La Verstehen es, para Heidegger, la
respuesta de ser un ser arrojado al mundo que se
orienta proyectando sus posibilidades más propias. La
interpretación no es más que el desarrollo explícito de
este comprender ontológico. De este modo, la relación
sujeto/objeto queda subordinada a una relación previa:
la relación ser-en-el-mundo. Se comprende que
Heidegger haya buscado en la tradición filosófica lo
“impensado” por los grandes autores, y que la
“destrucción” de esta tradición consista en poner al día
las “experiencias originarias”. Platón habría ocultado la
“verdad del ser” que se estaba abriendo paso en los
primeros pensadores griegos. No es que éstos
alcanzaran a formularla; precisamente lo que la
exégesis heideggeriana busca es poner a la luz lo que en
los presocráticos sólo estaba latente.
En páginas anteriores he tratado de sugerir que
lo que en los presocráticos estaba latente, lo que en la
propia filosofía de Heidegger está permanentemente al
acecho, es la experiencia transpersonal de la
no-dualidad originaria. Llámese Ser, llámese Caos,
llámese Libertad, llámese Infinito, llámese lenguaje
poético, llámese “comprehensión pre-ontológica”, lo
relevante es la toma de conciencia del callejón sin salida
que sigue a la escisión sujeto-objeto. Entrados en la
filosofía de la subjetividad –sea cartesiana, sea
husserliana–, el callejón sin salida se manifiesta en la
búsqueda desesperada de unas evidencias que
finalmente se revelan solipsistas e incomunicables. En
el lado opuesto, la filosofía analítica plantea: ¿cómo
ancla el lenguaje en el mundo? Richard Rorty,
influenciado por Derrida, suprime incluso la cuestión:
no hay mundo, sólo hay textos. Hilary Putnam comenta:
filosofar es escribir. Maneras diferentes de sobrepasar
la escisión. Martin Heidegger, el filósofo que más ha
forcejeado para retrotraerse a un lugar previo a la fisura
sujeto-objeto, intenta liberar la voz silenciosa del ser,
más allá del ruido de la palabra humana. Pero el
lenguaje finalmente prevalece, como una especie de
nuevo mito. Die Sprache selbst spricht. Leemos en
Unterwegs zur Sprache (1959) que «el lenguaje es
monólogo, que únicamente el lenguaje habla, y habla
solitariamente». Lo cual sigue siendo una aproximación
a lo místico, a un a priori no dual y fundamentante; y lo
cual confirma que, inevitablemente, la filosofía actual
tiende a ser presocrática, a recuperar críticamente la
vieja alianza entre physis y logos.
Lo que ocurre es que el salto crítico a lo místico
siempre ha despertado muchos recelos entre los
filósofos académicos. (Edith Stein, al final de su vida,
había intentado unir la fenomenología con la mística
cristiana. Pero ¿quién se acuerda de Edith Stein?) Los
propios herederos de Heidegger en la línea
hermenéutica, particularmente H.G. Gadamer, vuelven
a separarse del latente misticismo de su maestro y se
parapetan en una teoría antropológica del sentido,
donde el ser es el valor, las posibilidades de la verdad
están en la historia y el último baremo es el lenguaje.
«El ser que puede ser comprendido es lenguaje»,
escribe Gadamer. También K.O. Apel y el propio J.
Habermas consideran el lenguaje como el a priori de la
interacción social. Y no van más allá de esto. Y esto ya
lo había enseñado Von Humboldt. (La crítica de
Habermas a Gadamer es de tipo político: si no se
advierte que cualquier lenguaje comporta una
ideología, la hermenéutica puede acabar en un puro
esteticismo conservador.) Ahora bien, lo que uno echa a
faltar es la toma de conciencia de que este
desplazamiento del hombre hacia el lenguaje es ya un
gesto místico. Lo que uno echa a faltar es el salto crítico
–que no irracional– a un más allá de la comprensión y
del lenguaje. Lo que uno echa a faltar es la conciencia
de que el lenguaje como lugar previo a la fisura, el
lenguaje como a priori, es un Ersatz de la mística. (En
Gadamer, la opción griega de confiar en el logos acaba
en una identificación: el ser es el lenguaje.) Lo que uno
echa a faltar es la toma de conciencia de la paradoja del
lenguaje: lo inteligible como alienación, la
“incompletitud” como apertura a lo infinito. Se echa a
faltar la lucidez cuasi budista de un Wittgenstein: «para
una respuesta que no puede expresarse, tampoco la
pregunta puede expresarse». Se echa a faltar, ya digo, el
secreto de toda paradoja. Donde el lenguaje sirve, ante
todo, para denunciar la falacia del lenguaje. Porque de
lo contrario, y como decía Jacques Lacan, una vez que
se aprende a hablar ya no hay salida.
Ha habido un proceso de paradigmas en la
filosofía del lenguaje (y en la filosofía tout court) a lo
largo de la segunda mitad del siglo XX. De la
significación pensada en términos de intencionalidad
(fenomenología) se pasó a la significación pensada en
términos de estructura (semiótica), para más tarde
entrar en el concepto “pragmático” de interacción
comunicativa. Hemos hablado ya de la fenomenología.
El enfoque estructuralista ha tenido, entre muchos
otros, el gran mérito de acabar con los mitos del
humanismo. El humanismo entendido como filosofía
que coloca al hombre en el centro de la realidad, el
humanismo segregacionista que separa al hombre de
todo lo demás, aparece entonces como la última ilusión
de la “conciencia desventurada”. Si entendemos por
estructuralismo un método de descripción de la
realidad por medio de relaciones lógicas, ya se ve que
dicho método –a diferencia de la fenomenología– no
necesita creer que los símbolos remitan a una
trascendencia. Escribe Lévi-Strauss: «Comme le langage,
le social est une réalité autonome. Les symboles sont plus
réels que ce qu’ils symbolisent. Le signifiant précède et
détermine le signifié». Sobre esta famosa primauté du
signifiant sur le signifié, construyó Lacan su peculiar
visión del psicoanálisis. Pero el estructuralismo
tampoco es un formalismo: precisamente se niega a
oponer la forma al contenido. El contenido es ya la
estructura. Se trata, pues, de una declaración de
autonomía que diluye la aporía entre símbolo y
realidad por el camino de llevar a convergencia el
simbolismo de lo real con la realidad de lo simbólico.
Declaración de autonomía que, bajo su misma asepsia,
al destruir los mitos del humanismo (felicidad, ego,
moral autónoma, etcétera) descubre que el hombre es
más que hombre. No menos. Con lo cual,
paradójicamente, también nos abrimos a lo místico.
Otra declaración de autonomía la encontramos
en el enfoque “pragmático”. Aquí, el acuerdo
intersubjetivo entre los miembros de la comunidad
(científica o general) es el mejor índice de verdad. Esa
validez intersubjetiva, ese criterio comunicacional de la
verdad, refuerza, como en la antigua Grecia, la
importancia del diálogo e, incluso, de la democracia.
Así se habla hoy de “ética comunicativa” considerando
que la comunicación es constitutiva del ser. Ahora bien,
todo esto sigue siendo un modo de forcejear con la
fractura sujeto-objeto desde nuestra impotencia mística.
En todo este contexto se comprende muy bien la
crítica del postmodernismo deconstructivista. Nadie
familiarizado con la sabiduría oriental pondrá reparos a
la deconstrucción del Sujeto. Ningún reparo tampoco
–sino al contrario– en aceptar que los grandes vocablos
retóricos –Dios, Hombre, Razón, Historia– no son sino
construcciones culturales. El sentido es, ante todo, un
asunto de lenguaje. Y, ciertamente, estamos encerrados
en el lenguaje. Pero ahí comienza el posible salto crítico:
en la conciencia de la encerrona. Porque substituir el
solipsismo del Sujeto por el solipsismo del lenguaje
tampoco es un gran adelanto. Procede conducir la
opción deconstructivista hasta su límite. Afirmar que
todo es construcción cultural, que todo es una cadena
de significantes que se refieren inacabablemente a otros
significantes, es entrar en una genuina asfixia. Pero esa
asfixia es la otra faz de lo místico.
¿También la ciencia positiva es una pura
invención cultural, un mero sistema de significantes
sobre la exclusiva autorreferencia del lenguaje? El
deconstructivista postmoderno puede defender esta
tesis, la ciencia como discurso narrativo y cambiante. Al
fondo, la falta de fondo. La ausencia de fundamento.
Así, escribe H. Maturana que la naturaleza, el mundo,
la sociedad, la ciencia, la religión, el espacio, las
moléculas, los átomos... «only exist as a bubble of human
actions floating on nothing». Todo lo cual puede
discutirse, pero tampoco hace falta. He aquí el sentido
de todo límite: su apertura. La ciencia y la filosofía de
nuestro tiempo, en su búsqueda de fundamento
absoluto, se han encontrado con la ausencia de
fundamento. Popper demostró que la “verificación” no
asegura la verdad de una teoría científica, arruinando
la doctrina de la inducción. También la deducción
quedó herida: por la física cuántica, por los teoremas de
Gödel. No existe un fundamento seguro para el
conocimiento; sólo existe la apertura de la misma
limitación. Conforme a la lógica de Tarski, ningún
sistema semántico puede autoexplicarse; conforme al
teorema de Gödel, ningún sistema formalizado
complejo puede encontrar en sí mismo la prueba de su
validez. Queda abierto el recurso al meta-sistema, y
luego al meta-meta-sistema, y así hasta lo infinito.
Paradoja del enunciado auto-referencial. Pero, como
dirían los budistas, samsara es nirvana: la misma
imposibilidad de salirse del lenguaje desde el lenguaje
nos abre a lo místico. Lo místico es justamente esta
ausencia de fundamento (algunos dirán “libertad"), la
otra cara de la paradoja.
Volvamos al hilo de este ensayo. Repetidamente
se ha dicho aquí que en los filósofos presocráticos, pero
también en los autores de las teogonías y otros mitos,
late una vivencia vagamente mística que luego se
degrada. ¿Cuál es el meollo de esta vivencia? ¿Cómo se
degrada? ¿Por qué se degrada? ¿Qué es lo que hace
posible que podamos volver a rastrear el origen
perdido? ¿De qué modo se conserva lo que se pierde?
Procediendo de atrás para delante, digamos
–repitamos– que lo que se pierde se conserva,
inmanentemente, en el mismo empuje crítico de la
cultura y la filosofía. Podemos volver a rastrear lo
místico siguiendo el mismo proceso crítico que conduce
de un problema a sus condiciones de posibilidad, y así,
de crisis de fundamento en crisis de fundamento,
vislumbrar lo que no tiene nombre.
Pero conviene insistir en lo que ya se dijo más
arriba. Cuando afirmo que los primeros filósofos han
balbucido una experiencia mística que luego se
degrada, no trato de sobrevalorar lo pre-conceptual.
Hacer esto sería incurrir en lo que Ken Wilber ha
llamado “la falacia pre/trans”, en este caso, un
enaltecimiento de la confusa emocionalidad primitiva
por encima del concepto. No se trata de esto. Para ir
más allá del concepto hay que haber inventado
previamente el concepto. Del mismo modo que para ir
más allá del ego hay que haber construido previamente
un ego fuerte. Precisamente por esto, nosotros,
animales postconceptuales, podemos ser más
lúcidamente místicos que los animales
pre-conceptuales. En otras palabras: no hay que ser
retros sino retroprogres. Una cosa es la regresión
preconceptual y otra la ascensión transconceptual. El
empuje es siempre retro y procede del origen, pero el
camino atraviesa el ámbito de lo conceptual hasta
alcanzar un “más allá del concepto”, un epékeina tes
ousías, que vuelve a ser “no-dual”. En lenguaje
psicológico, diríamos que una cosa es trascender el ego
y otra desintegrar el ego. Sin concepto no hay ciencia,
pero sin ciencia no hay un “más allá” de la ciencia. Los
filósofos preconceptuales se pusieron en contacto con lo
real del modo que mejor pudieron. No se trata de
volver a ellos. Se trata de no olvidar su legado.
A su manera, ya Hegel denunció este equívoco
cuando, distanciándose de Fichte y Schelling, rechazó
partir de lo Absoluto como mera indiferencia de sujeto
y objeto. Semejante Absoluto sería como la noche en
donde todos los gatos son pardos. El caso es que la
mística retroprogresiva viene después de la fisura
sujeto-objeto, no antes.
¿Por qué se degrada lo místico?, ¿por qué
olvidamos la sabiduría de los orígenes? Ocurre que una
vez hemos accedido a las seguridades del lenguaje
conceptual tendemos a instalarnos en él. Olvidamos
voluntariamente que el concepto, la ciencia, el ego, la
limitación, no son sino aspectos de una fase provisional
del desarrollo del ser. Y lo olvidamos porque, como ya
he dicho repetidamente, lo místico es “insoportable”.
Es insoportable en tanto que transpersonal (atenta
contra la seguridad –falsa seguridad– del ego) y en
tanto que infinito (ya que lo infinito, para nosotros, es
el caos). El exceso de luz –de lucidez– no se soporta: la
despersonalización y la locura amenazan siempre al
aspirante a místico.
Pero también resulta tedioso y frustrante
vivir/filosofar de prestado, representando papeles
prefabricados, desde los mecanismos de defensa, en la
anestesia de lo social. Ello es que la finitud es
esencialmente inestable. Ciertamente, representar un
papel es inevitable. Max Weber y Talcott Parsons han
hablado del actor para designar al sujeto social. Y han
sido los sociólogos de la vida cotidiana, herederos de
Simmel y de G.H. Mead, como Kenneth Burke y Erving
Goffman, quienes mejor han despejado la idea del
comportamiento social equivalente al juego en escena.
La vida como inevitable teatro. Ahora bien, este mismo
convencionalismo nos hace descubrir que debajo del rol
social no hay nada, nada objetivable. Con lo cual
reaparece lo místico, un cierto budismo subterráneo
que hace posible reinventar la fiesta de vivir. Los
papeles a representar son innumerables.
Por otra parte, no deja de ser significativo el
hecho de que la mayoría de los grandes científicos de
nuestra era hayan tenido una sensibilidad claramente
mística. Einstein solía hablar de “sentimiento
cósmico";
Planck se remitía al “misterio del ser"; Schrödinger,
en
un pasaje célebre, escribió que cada yo es el único yo, y
que eternamente no existe más que ahora. Ken Wilber
ha recogido, además, los testimonios de Heisenberg,
Jeans, Pauli, Eddington.1 Se diría que todos estos
grandes espíritus, lo mismo que tantos antepasados
suyos, percibieron casi como una evidencia que la
realidad sólo deja de ser “absurda” cuando se la
contempla con el ojo místico.
Y también hemos visto que cabe una mística
dentro de una filosofía de la finitud. Cabe en la medida
en que la finitud –en última instancia, la nada–
pertenece a nuestro estatuto ontológico. Esta misma
finitud, esta nada, está en el meollo del asombro radical
por ser. Por otra parte, con la tensión ambivalente entre
ser y no-ser, con la lucha entre los opuestos, lo que el
filósofo arcaico capta es sencillamente la vida. Está vivo
todo lo que nace y muere. Por esto, hoy pensamos
nuevamente que todas las cosas están vivas. (Incluso el
superestable protón, aparentemente indestructible,
posee vida radiactiva, y, en consecuencia, habrá de
morir.) Esta captación de la vida y de la muerte es la
vivencia de la finitud e, incluso, el sentido de la
tragedia. A partir de aquí, cabe remontar hacia lo
místico o desmontar hacia lo
simbólico/cultural/científico. Occidente opta por esto
último. Pero lo místico subyace siempre. Subyace,
incluso, como motor del mismo proceso crítico de la
ciencia y la cultura.
Así pues, la degradación de la vivencia mística
originaria, no por degradada deja de ser un producto
noble y sumamente fértil. Es una degradación en forma
de discurso y de cultura. Surgen la ciencia y el arte. A
veces, claro, la degradación es menos noble. La misma
ciencia puede ideologizarse: prevalece entonces una
red de mecanismos de defensa, de amortiguamiento y
de anestesia. Quedamos “perdidos en la selva de los
Vijnanas”, que dice la Lankavatara Sutra. La vivencia
mística se degrada también a través de creencias
religiosas, lo que Otto Rank llamaba sistemas de
negación de la muerte, proyectos de inmortalidad.
Otto Rank (Beyond Psychology), discípulo
heterodoxo de Freud, estimaba que la represión de la
muerte, y no la del sexo, era la represión primaria. A lo
largo de la historia, los seres humanos habrían
perseguido la inmortalidad de varias maneras: a través
de las creencias religiosas en “otro mundo” (solución
“histórica"), a través de la identificación con héroes
que
vencieron a monstruos (solución “heroica"), a través de
relaciones amorosas (solución “romántica") o a través
de la acumulación de riquezas (solución “filistea"). La
solución preconizada por el propio Rank era la
“creativa": alcanzar la inmortalidad a través de las
obras de arte.
Finalmente, ¿cuál es el meollo de la vivencia
mística? El meollo es la tantas veces mencionada
no-dualidad, lo que el hinduismo llama Advaita. Ya se
ha dicho aquí repetidamente que esta vivencia o
experiencia es, propiamente, transexperiencia. Lo
místico es aquello que queda una vez que se han
suprimido las anestesias del lenguaje social, las
dualidades y los mecanismos de defensa. El
monoteísmo occidental defiende que el acceso a lo
místico es una gracia (también el Vedanta explica que la
moksha no puede obtenerse con esfuerzo); en cambio, el
yoga, el taoísmo y algunas formas de budismo
sostienen la posibilidad de acceder a lo místico a través
de la disciplina y el entrenamiento. A mi juicio la
polémica es superflua. Caben, sí, los esfuerzos y el
entrenamiento para sobrepasar las trampas del lenguaje
y los mecanismos de defensa; pero una vez conseguido
esto, lo místico surge espontáneamente. Porque lo
místico es lo real, la otra cara de la paradoja. El escultor
Brancusi lo planteaba así: «ce qui est difficile ce n’est
pas
de faire, mais de se mettre dans l’état de faire». Hace
falta el
esfuerzo para conseguir el estado de no-esfuerzo.
También se ha dicho aquí que la no-dualidad no
es sinónimo ni de Uno, ni de Bien ni de Verdad. Nada
que ver con los llamados trascendentales del Ser. La
no-dualidad no es sinónimo de nada. Precisamente la
no identificación de la no-dualidad con ninguna
Unidad y con ninguna doctrina es lo que hace
imposible el fanatismo. A la no-dualidad se la puede
rastrear con la metáfora del Bien (línea de Platón) pero
también con la metáfora del Caos (infinito). Decía
Wittgenstein (citado por G. Steiner) que «para filosofar
hay que descender hasta el caos primitivo y sentirse en
él como en casa». Repitamos una vez más que nuestra
sensibilidad está hoy más cercana al Caos que al Bien,
al dinamismo creativo que a la eternidad estática. Al
Uno Múltiple que al Uno Puro. Así, para nuestro gusto,
muchos de los místicos del pasado tuvieron una
espiritualidad demasiado edulcorada y optimista. De
hecho, el misticismo no tiene mucho que ver con la
“espiritualidad” ni con el optimismo. Tampoco con el
pesimismo. El misticismo trasciende todas estas
distinciones. Lo que ocurre es que solemos llamar
literatura espiritual a la que nos han transmitido las
intuiciones primordiales de lo que Aldous Huxley
llamaba “filosofía perenne”. Leamos la Chandogya
Upanishad:
Cuando Svetaketu tuvo doce años, fue mandado
a un maestro, con el cual estudió hasta cumplir los
veinticuatro. Después de aprender todos los Vedas,
regresó al hogar lleno de presunción, en la creencia de
que poseía una educación consumada, y era muy dado
a la censura.
Su padre le dijo:
–Svetaketu, hijo mío, tú que estás tan pagado de
tu ciencia y tan lleno de censuras, ¿has buscado el
conocimiento por el cual oímos lo inaudible,
percibimos lo que no puede percibirse y sabemos lo
que no puede saberse?
–¿Cuál es este conocimiento, padre mío?
–preguntó Sve-taketu.
Su padre, Uddalaka Aruni, se lo explicó
sosegadamente. Hay un conocimiento que, una vez
adquirido, nos hace saberlo todo. «Tú eres esto.» Tat
tvam asi. «Esto» es Atman. Atman es Brahman, el único
Sí mismo.
Bajo infinitos disfraces.
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