viernes, 3 de enero de 2025

Antropología estructural

 Capítulo 9

EL HECHICEROY SUMAGIA1
Después de los trabajos de Cannon, se comprende más claramente
cuáles son los mecanismos psicofisiológicos sobre los que se basan los
casos de muerte por conjuración o sortilegio, atestiguados en nume rosas
regiones:2
un individuo consciente de ser objeto de un maleficio, está
íntimamente persuadido, por las más solemnes tradiciones de su grupo,
de que se encuentra condenado; parientes y amigos comparten esta
actitud. A partir de ese momento, la comunidad se retrae: se aleja
del maldito, se conduce ante él como si se tratase, no solo ya de un
muerto sino también de una fuente de peligro para todo el entorno; en
cada ocasión y en todas sus conductas, el cuerpo social sugiere la
muerte a la desdichada víctima, que no pretende ya escapar a lo que
considera su destino ineluctable. Bien pronto, por otra parte, se celebran en su honor los ritos sagrados que la conducirán al reino de las
sombras. Brutalmente separado primero de todos sus lazos familiares
y sociales y excluido de todas las funciones y actividades por medio
de las cuales tomaba conciencia de sí mismo, el individuo vuelve a
encontrar esas mismas fuerzas imperiosas nuevamente conjuradas,
pero sólo para borrarlo del mundo de los vivos. El hechizado cede a
la acción combinada del intenso terror que experimenta, del retraimiento súbito y total de los múltiples sistemas de referencia proporcionados por la convivencia del grupo y finalmente de la inversión decisiva de estos sistemas que, de individuo vivo, sujeto de derechos y
obligaciones, lo proclaman muerto, objeto de temores, ritos y prohibiciones. La integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social.

¿Cómo se expresan estos complejos fenómenos en el plano fisiológico?
Cannon ha mostrado que el miedo, como la rabia, se acompaña de una
actividad particularmente intensa del sistema nervioso simpático. Esta
actividad es normalmente útil y entraña modificaciones orgánicas que
ponen al individuo en condiciones de adaptarse a una situación nueva;
pero si el individuo no dispone de ninguna respuesta instintiva o
adquirida a una situación extraordinaria, o que él se represente como tal,
la actividad del simpático se amplifica y desorganiza y puede, a veces
en pocas horas, determinar una disminución del volumen sanguíneo y una
correspondiente caída de tensión, que da por resultado daños irreparables
en los órganos de la circulación. El rechazo de bebidas y de alimentos,
frecuente en los enfermos invadidos de angustia intensa, precipita esta
evolución. La deshidratación actúa como estimulante del simpático y la
disminución del volumen de la sangre se acentúa debido a la
permeabilidad creciente de los vasos capilares. Estas hipótesis han sido
confirmadas por el estudio de varios de estos traumatismos
consecutivos a bombardeos, encuentros en el campó de batalla e
inclusive a operaciones quirúrgicas: se produce la muerte sin que la
autopsia pueda descubrir lesió n alguna, No hay razones, pues, para dudar
de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo se
observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia, y
que ésta se presenta en tres aspectos complementarios: en primer lugar,
la creencia de hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del
enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue, en el poder del
hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión
colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación
en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y
aquellos que él hechiza.4
Ninguna de las tres partes en juego está
evidentemente en condiciones de alcanzar una representación clara de la
actividad del simpático ni de los trastornos que Cannon ha llamado
homeostáticos. Cuando el hechicero pretende extraer por succión, del
cuerpo de su enfermo, un objeto patológico cuya presencia explicaría el
estado mórbido, y presenta un guijarro que había disimulado en su
boca, ¿cómo se justifica este procedimiento ante sus ojos? ¿Cómo logra
dis culparse un inocente acusado de brujería si la imputación es unánime,
puesto que la situación mágica es un fenómeno de consenso? En fin, ¿cuál
es la parte de credulidad y cuál la de crítica en la actitud del grupo,
respecto de aquellos en los que reconoce poderes excepcionales, a los
que otorga privilegios correspondientes, pero de los cuales exige
asimismo satisfacciones adecuadas? Comencemos por examinar esta
último punto.
* * *
Era en el mes de setiembre de 1938. Hacía algunas semanas que
acampábamos con una pequeña banda de indios nambikwara no lejos
de las fuentes del Tapajoz, en esas sabanas desoladas del Brasil central
donde durante la mayor parte del año los indígenas vagan en busca
de granos y frutos salvajes, de pequeños mamiferos, de insectos y de
reptiles y, en general, de todo aquello que puede ayudarles a no morir
de hambre. Se encontraba allí reunida una treintena, al azar de la vida
nómada, agrupados por familias bajo los frágiles abrigos de ramas, que
aportan una protección irrisoria contra el sol aplastante del día, el frío
nocturno, la lluvia y el viento. Como la mayoría de las bandas, tenía
ésta un jefe civil y un hechicero cuya actividad cotidiana en nada se
distinguía de la de los demás hombres del grupo: caza, pesca, trabajos artesanales. Era un hombre robusto, de unos cuarenta y cinco
años, muy alegre.
Una noche, sin embargo, no regresó al campamento a la hora habitual. Cayó la oscuridad y se encendieron los fuegos; los indígenas no
disimulaban su inquietud. Los peligros de la selva son numerosos:
ríos torrentosos; riesgo, sin duda improbable, de encontrar un gran
animal salvaje —jaguar u oso hormiguero— o el peligro, presente para el
espíritu del nambikwara de manera más inmediata, de que una bestia en
apariencia inofensiva sea en realidad la encarnación de un espíritu
maligno de las aguas o los bosques. Sobre todo, desde hacía una
semana, percibíamos todas las noches misteriosos fuegos de campamento que ora se alejaban o se acercaban a los nuestros. Ahora
bien, toda banda desconocida es potencialmente hostil. Tras dos horas
de espera, la convicción de que el compañero había sucumbido en una
emboscada se generalizó, y mientras sus dos jóvenes mujeres y su
hijo loraban ruidosamente la muerte del esposo y padre, los otros
indígenas evocaban las consecuencias trágicas que sin duda anunciaba
la desaparición de su dignatario.
Alrededor de las diez de la noche, esta espera ansiosa de una catástrofe inminente, los gemidos a los que comenzaban a sumarse otras
mujeres y la agitación masculina, habían conseguido crear un ambiente intolerable, y decidimos partir en reconocimiento con algunos
indígenas que conservaban una relativa calma. No habíamos hecho
doscientos metros cuando tropezamos con una forma inmóvil: era
nuestro hombre que, acurrucado y en silencio, tiritaba en el frío nocturno, desgreñado y privado (los nambikwara no llevan otra vestimenta) de su cinturón, collares y brazaletes. Se dejó conducir sin dificultad al campamento, pero fueron necesarias largas exhortaciones de
todos y las súplicas de los suyos para que abandonara su mutismo.
Por fin se le pudieron arrancar, pedazo a pedazo, los detalles de su
historia. Una tormenta — la primera de la estación— había estallado
por la tarde y el trueno lo había llevado a varios kilómetros de distancia, hasta un lugar que él indicó, y luego lo había traído nuevamente
al lugar donde lo habíamos encontrado, tras haberlo despojado com pletamente. Todo el mundo se fue a dormir comentando el acontecimiento. Al día siguiente, la víctima del trueno había recobrado
su habitual jovialidad y también, por otra parte, todos sus ornamentos, lo cual no pareció sorprender a nadie. La vida habitual retomó
su cauce.
Pocos días más tarde, sin embargo, algunos indígenas comenzaron
a hacer circular otra versión de estos prodigiosos acontecimientos. Es
necesario saber que la pandilla que fue escenario de los hechos estaba
compuesta por individuos de distintos orígenes, fusionados en una nueva
unidad social como resultado de circunstancias oscuras. Algunos años
antes, una epidemia había diezmado uno de los grupos, y éste no era
ya lo bastante numeroso para llevar una vida autónoma; el otro se
había separado de su tribu de origen y hacía frente a las mismas
dificultades. No pudimos saber cuándo y en qué condiciones ambos
grupos se habían encontrado y decidido unir sus fuerzas, dando uno
su jefe civil a la nueva formación, y el otro, su jefe religioso; pero el
hecho era ciertamente reciente, porque en el momento en que los encontramos no se había producido aún ningún matrimonio entre ambos, si bien los niños de uno estaban prometidos a los niños del otro.
No obstante la comunidad de existencia, cada grupo había conservado
su dialecto, y los grupos sólo se podían comunicar entre sí por intermedio de dos o tres indígenas bilingües.
Tras estas explicaciones indispensables, veamos lo que pasaba de
boca en boca: había buenas razones para suponer que las bandas desconocidas que cruzaban la sabana provenían de la tribu de la cual se
había separado uno de los grupos, al que pertenecía el hechicero. Este,
usurpándo las atribuciones de su colega el jefe político, había querido
sin duda tomar contacto con sus antiguos compatriotas para solicitar
una vuelta al redil, para incitarlos a atacar a sus nuevos asociados o
también para darles seguridades acerca de las intenciones de éstos;
sea como fuere, necesitaba un pretexto para ausentarse y el secuestro
por el trueno junto con la escena subsiguiente habían sido inventados
con este fin. Eran los indígenas del otro grupo, naturalmente, quienes
propalaban esta interpretación, en la que secretamente creían y que
los llenaba de inquietud. Pero la versión oficial del hecho nunca fue
discutida públicamente, y hasta el momento de nuestrá partida, que
tuvo lugar poco después, era ostensiblemente admitida por todos.5
Los escépticos, sin embargo, hubieran causado mucho asombro de
haber invocado, para poner en duda la buena fe y la eficacia de su
hechicero, una superchería tan verosímil y cuyos móviles ellos mismos
analizaban con mucha agudeza psicológica y sentido político. Sin duda,
todo era un aparato teatral y el hechicero no había volado en alas
del trueno hasta el río Ananaz. Pero estas cosas hubieran podido producirse, se habían efectivamente producido en otras circunstancias, pertenecían al dominio de la experiencia. Que un hechicero mantenga
relaciones íntimas con las fuerzas sobrenaturales, es una certidumbre;
que, en tal caso particular, haya pretextado su poder para disimular
una actividad profana, es algo que pertenece al dominio de la conjetura
y ofrece la ocasión de aplicar la crítica histórica. El punto importante
consiste en que ambas eventualidades no se excluyen mutuamente, así
como para nosotros no se excluyen las interpretaciones de la guerra
como el último sobresalto de la independencia nacional o como el
resultado de las maquinaciones de los fabricantes de cañones. Ambas
explicaciones son lógicamente incompatibles, pero nosotros admitimos
que una u otra puede ser cierta, según los casos; como son igualmente
plausibles, pasamos de una a otra según la ocasión y el momento, y
ambas pueden coexistir oscuramente en la conciencia de muchos. Sea
cual fuere su origen docto, la conciencia individual no evoca estas
interpretaciones divergentes al término de un análisis objetivo, sino
más bien como datos complementarios, reclamados por actitudes muy
imprecisas y no elaboradas que, para cada uno de nosotros, poseen el
carácter de experiencias. Estas experiencias, sin embargo, siguen siendo intelectualmente informes y afectivamente intolerables, a menos
que se incorpore a ellas tal o cual esquema flotante en la cultura del
grupo, cuya asimilación es lo único que permite objetivar estados subjetivos, formular impresiones informulables e integrar en un sistema
experiencias inarticuladas.
* * *
Las ya viejas observaciones hechas entre los zuñi de Nuevo México
por la admirable etnógrafa M. C. Stevenson6
permitirán aclarar mejor
estos mecanismos. Una muchacha de doce años había sido presa de una
crisis nerviosa inmediatamente después de que un adolescente le había
tomado las manos; este último fue acusado de brujería y llevado ante
el tribunal de los sacerdotes del Arco. Durante una hora negó vanamente
poseer conocimientos ocultos. Habiéndose mostrado ineficaz este
sistema de defensa, y como el crimen de brujería entre los zuñi
estaba todavía, en aquella época, penado con la muerte, el acusado
cambió de táctica e improvisó un largo relato en el cual explicaba en qué
circunstancias había sido iniciado en la brujeria y recibido de sus
maestros dos productos, uno que volvía locas a las muchachas, y el otro
que las curaba. Este punto constituía una ingeniosa precaución contra
los desarrollos posteriores. Intimado a presentar sus drogas, el
muchacho fue hasta su casa, bajo custodia, y regresó con dos raíces
que utilizó en seguida en un complicado ritual, en cuyo transcurso
simuló un trance consecutivo a la absorción de una de las drogas, y luego
un retorno al estado normal gracias a la otra. Después de lo cual administró el remedio a la enferma y la declaró curada. La sesión fue
levantada hasta el día siguiente, pero durante la noche el presunto
brujo se evadió. Fue capturado en seguida, y la familia de la víctima
se constituyó en tribunal improvisado para continuar el proceso. Ante
la resistencia de sus nuevos jueces a aceptar su versión precedente, el
muchacho inventa otra: todos sus parientes, sus antecesores, eran hechiceros y de ellos ha recibido poderes admirables, tales como el de
transformarse en gato, llenar su boca con espinas de cacto y matar a
sus víctimas —dos bebés, tres muchachas, dos muchachos— proyectando sobre ellas las espinas; todo esto gracias a unas plumas mágicas
que le permiten, a él y a los suyos, abandonar la forma humana. Este
último detalle constituía un error táctico, porque ahora los jueces exigían la presentación de las plumas, como prueba de la veracidad del
nuevo relato. Tras diferentes excusas, rechazadas una tras otra, fue
preciso trasladarse a la casa familiar del acusado. Este comenzó por
afirmar que las plumas estaban disimuladas detrás del revestimiento
de una pared que no podía destruir. Se le obligó a hacerlo. Tras haber
derribado una parte del muro, cuyos restos examinó cuidadosamente,
el muchacho trató de excusarse aduciendo un olvido; las plumas habían sido ocultadas hacía más de dos años y ya no recordaba dónde.
Obligado a nuevas exploraciones, terminó por acometer otra pared, en
la cual, tras una hora de trabajo, apareció en el adobe una vieja pluma.
Se apoderó de ella ávidamente, y la presentó a sus perseguidores como
el instrumento mágico del que había hablado. Tuvo que explicar detalladamente el mecanismo de su empleo. Finalmente, arrastrado a la
plaza pública, debió repetir toda su historia, que enriqueció con un
gran numero de nuevos detalles, y concluyó con una peroración patética en la que lloraba la pérdida de su poder sobrenatural. Tranquilizados de esta manera, sus oyentes accedieron a ponerlo en libertad.
Este relato que por desgracia hemos debido resumir y despojar de
todos sus matices psicológicos, es instructivo desde varios puntos
de vista. Puede advertirse ante todo que, perseguido por hechicería y
amenazado así con la pena capital, el acusado no gana la absolución
discupándose, sino reivindicando su supuesto crímen; más aún: re -
fuerza su causa presentando versiones sucesivas cada una de las cuales
es más rica, más llena de detalles (y en principio, entonces, más culpable) que la precedente. El debate no procede por acusaciones y denegaciones como nuestros procesos, sino por alegatos y especificaciones.
Los jueces no esperan que el acusado impugne una tesis, y menos
aún que refute hechos; le solicitan que corrobore un sistema del cual
solamente poseen un fragmento, y cuya totalidad quieren que el acusado reconstruya de una manera apropiada. Como lo observa la etnógrafa a propósito de una frase del proceso: «Los guerreros se habían
dejado absorber hasta tal punto por el relato del muchacho que parecían haber olvidado la razón primera de su comparecencia ante
ellos.» Y cuando la pluma mágica es exhumada finalmente, la autora subraya con mucha profundidad: «La consternación se difundió entre
los guerreros, que exclamaron a una voz: ¡¿Qué significa ésto?! Ahora
tenían la certeza de que el muchacho había dicho la verdad.» Consternación y no triunfo, al ver aparecer la prueba tangible del delito; porque
antes que reprimir un crimen, los jueces buscan (convalidando su
fundamento objetivo por medio de una expresión emocional apropiada) atestiguar la realidad del sistema que lo ha hecho posible. La confesión, reforzada por la participación de los jueces e inclusive su complicidad, transforma al acusado de culpable, en colaborador de la
acusación. Gracias a él, la hechicería y las ideas a ella asociadas escapan a su penoso modo de existencia en la conciencia, como conjunto
difuso de sentimientos y representaciones mal formulados, para encarnarse en ser de experiencia. El acusado, preservado como testigo,
aporta al grupo una satisfacción en la verdad, infinitamente más densa
y más rica que la satisfacción en la justicia que hubiera procurado su
ejecución. Y finalmente, gracias a su ingeniosa defensa, que volvía al
auditorio progresivamente consciente del carácter vital ofrecido por
la verificación de su sistema (porque la elección no se hace entre éste
y otro sistema, sino entre el sistema mágico y la falta de todo sistema
o sea el desorden), el adolescente consiguió transformarse de amenaza
para la seguridad física de s u grupo, en garante de su coherencia mental.
Pero, ¿verdaderamente la defensa es sólo ingeniosa? Todo permite
creer que, luego de haber tanteado una posible escapatoria, el acusado
participa con sinceridad y fervor —el término no es demasiado exagerado— en el juego dramático que se organiza entre él y sus jueces. Se
lo proclama hechicero; puesto que hay hechiceros, él podría serlo.
¿Y cómo él conocería por anticipado los signos que le rebelarían su
vocación? Tal vez estos signos están presentes, en esta prueba y en
las convulsiones de la muchacha transportada al tribunal. También
para él, la coherencia del sistema y el papel que se le ha asignado para
establecerlo, tienen un valor no menos esencial que la seguridad personal que arriesga en la aventura. Se lo ve entonces construir progresivamente el personaje que se le impone, con una mezcla de astucia y
buena fe: aduciendo largamente sus conocimientos y sus recuerdos; improvisando también, pero sobre todo viviendo su personaje y
buscando, en las manipulaciones que esboza y en el ritual que construye, pedazo a pedazo, la experiencia de una misión cuya eventualidad, al menos, está al alcance de todos, Al término de la aventura,
¿qué queda de las astucias del comienzo: hasta qué punto el héroe no
ha caído en la trampa de su propio personaje, o mejor aún: en qué
medida no se ha convertido, efectivamente, en hechicero? «Cuanto
más hablaba —se nos dice de su confesión final—, tanto más profundamente el muchacho se absorbía en el tema. Por momentos su semblante
se iluminaba con la satisfacción resultante del dominio que ejercía
sobre su auditorio.» Que la muchacha cure tras la administración del remedio, y que las experiencias vividas en el transcurso de una prueba
tan excepcional se elaboren y organicen, constituyen circunstancias
suficientes para que los poderes sobrenaturales, ya reconocidos por el
grupo,sean definitivamente confesados por su inocente poseedor.
* * * Debemos otorgar importancia aún mayor a otro documento, de valor
excepcional, pero que al parecer hasta el momento sólo ha merecido un
interés lingüístico: se trata de un fragmento de autobiografía indígena
recogido en lengua kwakiutl (de la región de Vancouver, Canadá) por
Franz Boas, quien nos ha dado una traducción yuxtalineal,7
El llamado Quesalid (éste es al menos el nombre que recibió cuando
se convirtió en hechicero) no creía en el poder de los brujos o, más
exactamente, de los shamanes, porque este término conviene mejor para
denotar el tipo de actividad específica que realizan en ciertas regiones
del mundo. Aguijoneado por la curiosidad de descubrir sus supercherías
y el deseo de desenmascararlos, comenzó a frecuentarlos hasta que uno
de ellos se ofreció a introducirlo en el grupo, donde sería iniciado para
convertirse rápidamente en uno de ellos. Quesalid no se hizo rogar, y su
relato describe detalladamente cuáles fueron sus primeras lecciones:
extraña mezcla de pantomima, prestidigitación y conocimientos
empíricos, donde se hallan mezclados el arte de fingir desmayo, la
simulación de crisis nerviosas, el aprendizaje de cantos mágicos, la
técnica de producir el vómito, nociones bastante precisas de
auscultación y de obstetricia, el empleo de «soñadores», es decir, de
espías encargados de escuchar las conversaciones privadas y de hacer
llegar secretamente al shamán elementos de información sobre el origen
y los síntomas de los males sufridos por tal o cual, y sobre todo el ars
magna de cierta escuela shamanística de la costa noroeste del Pacífico:
el empleo de un pequeño mechón de plumón que el practicante disimula
en un costado de la boca, para expectorarlo tódo ensangrentado en el
momento oportuno —después de haberse mordido la lengua o haber
hecho manar la sangre de las encías— y presentarlo solemnemente al
enfermo y a los asistentes como el cuerpo patológico expulsado tras las
succiones y manipulaciones.
Habiendo confirmado sus peores sospechas, Quesalid quiso continuar la avenguación, pero ya no era libre, su estancia entre los shamanes comenzaba a ser conocida. Cierto día fue convocado por la familia de un enfermo que había soñado que él era su salvador. Este
primer tratamiento (por el cual, observa Quesalid en otro lugar, no se
hizo pagar así como tampoco por los subsiguientes, puesto que no había
terminado los cuatro años de ejercicios reglamentarios) fue un éxito brillante. No obstante ser considerado, a partir de ese momento,
como «un gran shamán», Quesalid no pierde su espíritu crítico; interpreta su triunfo con razones psicológicas, «porque el enfermo creía
firmemente en lo que había soñado sobre mí». Lo que debía, según sus
propias palabras, dejarlo «indeciso y pensativo», fue una aventura más
compleja, que lo puso en presencia de varias modalidades de lo «falsosobrenatural» y lo llevó entonces a pensar que unas eran menos falsas
que otras: naturalmente, aquellas en las cuales su interés personal estaba
comprometido, al mismo tiempo que el sistema que comenzaba a
construirse subrepticiamente en su espíritu.
Hallándose de visitar en la tribu vecina de los koshimo, Quesalid
asiste a una cura hecha por sus ilustres colegas extranjeros, y con gran
sorpresa comprueba una diferencia de técnica: en lugar de escupir la
enfermedad bajo la forma de un gusano sanguinolento constituido por el
plumón disimulado en la boca, los shamanes koshimo se conforman con
expectorar en sus manos un poco de saliva, y se atreven a pretender que
ésa es «la enfermedad», ¿Qué valor tiene este método? ¿A qué teoría
corresponde? A fin de descubrir «cuál es la fuerza de esos shamanes, si
es real o bien si solamente pretenden ser shamanes» como sus
compatriotas, Quesalid solicita y obtiene autorización para ensayar su
método; el tratamiento anterior había resultado, por otra parte, ineficaz.
La enferma se declara curada.
Y he aquí que, por primera vez, nuestro héroe vacila. Por pocas que
fueran las ilusiones alimentadas hasta el presente sobre su técnica, ha
encontrado ahora una todavía más falsa, todavía más mistificadora,
todavía más deshonesta que la suya. Porque él al menos ofrece algo a su
clientela: le presenta la enfermedad bajo forma visible y tangible,
mientras que sus colegas extranjeros no muestran absolutamente nada,
y sólo pretenden haber capturado el mal. Y su método obtiene
resultados, mientras que el otro es inútil. Así, nuestro héroe se encuentra preso de un problema que tal vez no carece de equivalente en el
desarrollo de la ciencia moderna: dos sistemas, de los cuales se sabe
que son ambos igualmente inadecuados, ofrecen sin embargo, uno con
respecto al otro, un valor diferencial y esto a la vez desde un punto de
vista lógico y desde un punto de vista experirnental. ¿Con respecto a
qué sistema de referencias se los juzgará entonces? ¿El de los hechos,
donde ambos se confunden, o el que les es propio, donde adquieren
valores desiguales, teórica y prácticamente?
Entretanto, los shamanes koshimo, «cubiertos de vergüenza» por el
descrédito en que han caído ante sus compatriotas, están también
sumidos en la duda: bajo la forma de un objeto material, su colega ha
presentado la enfermedad, a la que ellos habían atribuido siempre una
naturaleza espiritual y que nunca se habían propuesto por lo tanto,
volver visible. Le envían un emisario, para invitarlo a participar con
ellos en una conferencia secreta en una gruta, Quesalid acude, y sus
colegas extranjeros exponen su sistema: «Cada enfermedad es un hombre: forúnculos e hinchazones, comezones y costras, granos y tos, y
consunción y escrófula; y también esto: constricción de la vesícula y
dolores de estomago... Tan pronto como hemos conseguido capturar el
alma de la enfermedad, que es un hombre, muere entonces la enfermedad,
que es un hombre; su cuerpo desaparece en nuestro interior.» Si esta
teoría es exacta, ¿qué tiene él que mostrar? ¿Y por qué razón, cuando
Quesalid opera, «la enfermedad se adhiere a su mano»? Pero Quesalid se
refugia tras los reglamentos profesionales que le impiden enseñar antes
de haber cumplido cuatro años de ejercicio, y se niega a hablar. Persiste
en esta actitud cuando los shamanes koshimo le envían sus hijas
supuestamente vírgenes, para intentar seducirlo y arrancarle su secreto.
Mientras tanto, Quesalid regresa a su aldea de Fort Rupert y se entera
de que el más ilustre shamán de un clan vecino, inquieto por su creciente
reputación, ha lanzado un desafío a todos sus colegas y los invita a
medirse con él en torno a varios enfermos. Quesalid acude a la cita y
asiste a algunas curas del maestro, pero éste, como los koshimo, tampoco
muestra la enfermedad; se limita a incorporar un objeto invisible, «que
según pretende es la enfermedad», ya sea a su adorno de corteza, ya a su
sonajero ritual esculpido en forma de pájaro, y «por la fuerza de la
enfermedad que muerde» los pilares de la casa o la mano del practicante,
estos objetos son entonces capaces de permanecer suspendidos en el
vacío. Se desarrolla la escena habitual. Cuando se le pide que intervenga
en casos que su predecesor considera desesperados, Quesalid triunfa con
la técnica del gusano ensangrentado.
Se ubica aquí la parte verdaderamente patética de nuestro relato.
Avergonzado y desesperado, a la vez, por el descrédito en que ha caído y
por el derrumbe de su sistema terapéutico, el viejo shamán envía a su hija
como emisario ante Quesalid, para rogarle que le conceda una entrevista.
Lo encuentra sentado al pie de un árbol, y el anciano se expresa en estos
términos: «No son malas las cosas que vamos a decirnos, amigo; yo
quisiera solamente que intentes y que salves mi vida, para que yo no
muera de vergüenza, porque me he convertido en la burla de nuestro
pueblo a causa de lo que tú hiciste anoche. Te ruego que tengas piedad y
que me digas qué era lo que estaba adherido a la palma de tu mano esa
noche, ¿Era la verdadera enfermedad o bien sólo se trataba de algo
fabricado? Porque te suplico que tengas piedad y que me digas cómo has
hecho, para que pueda imitarte. Amigo, ten piedad de mí.» Silencioso al
principio, Quesalid empieza luego a exigir explicaciones acerca de las
proezas del tocado de corteza y del sonajero, y su colega le muestra la
punta disimulada en el tocado, que permite clavarlo en ángulo recto
contra un poste y la forma en que aprieta la cabeza del sonajero entre las
falanges, para hacer creer que el pájaro se mantiene suspendido de su
mano por el pico. Sin duda, agrega, Quesalid por su parte sólo miente y
hace trucos; simulael shamanismo en razón del provecho material que le procura y de «su
apetencia por las riquezas de los enfermos»; seguramente él sabe bien
que las almas no pueden capturarse, «porque todos poseemos nuestra
alma»; sin duda emplea él también el sebo, y pretende «que es el alma
esta cosa blanca puesta en su mano». La hija une entonces sus súplicas a
las del padre: «Ten piedad de él, para que pueda seguir viviendo.» Pero
Quesalid permanece silencioso. Tras esta trágica entrevista, el viejo
shamán desapareció, esa misma noche, con todos los suyos, «el corazón
enfermo» y temido por toda la comunidad en razón de las v enganzas que
tal vez pudiera intentar. Inútil temor: se lo vio regresar un año más tarde.
Como su hija, se había vuelto loco.Tres años más tarde murió.
Y Quesalid prosiguió su carrera, rica en secretos, desenmascarando a
los impostores y lleno de desprecio por la profesión: «Tan sólo una vez
he visto a un shamán que trataba a los enfermos mediante succión, y
nunca pude descubrir si era un verdadero shamán o un simu lador. Por
esta única razón, creo que era un shamán; no permitía que aquellos a
quienes curaba le pagaran, Y a decir verdad, no lo he visto reír ni una
sola vez.» La actitud del comienzo, entonces, se ha modificado
sensiblemente: el negativismo radical del librepensador ha dado lugar a
sentimientos más matizados. Existen verdaderos shamanes. ¿Y él mismo?
Al término del relato, es imposible saberlo; resulta claro, en cambio, que
ejerce su profesión a conciencia, que está orgulloso de sus éxitos, y que
defiende calurosamente contra todas las escuelas rivales la técnica del
plumón ensangrentado, cuyo carácter falaz, del que tanto se había
burlado en un comienzo, parece ahora haber olvidado completamente.
* * *
Como puede advertirse, la psicología del shamán no es simple. Para
intentar su análisis, nos ocuparemos ante todo del caso del viejo shamán
que suplica a su joven rival que le diga la verdad, que le revele si la
enfermedad adherida al hueco de su mano como un gusano rojo y
pegajoso es real o fabricada, y que se hundirá en la locura al no obtener
respuesta. Antes del drama, el viejo shamán se hallaba en posesión de un
par de datos: por un lado, la convicción de que los estados patológicos
tienen una causa y que ésta puede ser alcanzada; porotro lado, un sistema
de interpretación dentro del cual la invención personal desempeña un
papel importante, y que ordena las diferentes etapas del mal desde el
diagnóstico hasta la cura. Esta fabulación de una realidad en sí misma
desconocida, hecha de procedimientos y representaciones, depende de
una triple experiencia: la del shamán mismo que, si su vocación es real (e
inclusive si no lo es, como resultado del solo ejercicio), experimenta
ciertos estados específicos, de naturaleza psicosomática; la del enfermo,
que logra o no una mejoría; la del público, en fin, que también participa de la curación, y para quien el entusiasmo que
experimenta, la satisfacción intelectual y afectiva que obtiene determinan
una adhesión colectiva que inaugura a su vez un nuevo ciclo. Estos tres
elementos de lo que podría llamarse el complejo shamanistico son
indisociables. Pero como puede verse, se organizan en torno de dos
polos, uno formado por la experiencia íntima del shamán, y el otro por el
consenso colectivo. No existen razones para dudar, en efecto, de que los
hechiceros —al menos los más sinceros —creen en su misión, y que esta
creencia está fundada en la experiencia de estados específicos. Las
pruebas y privaciones a las que se someten bastarían a menudo para
provocar dichos estados, aun cuando no se los acepte como prueba de
una vocación seria y ferviente. Pero hay también argumentos lingüísticos,
que son más convincentes porque son indirectos; en el dialecto wintu de
California existen cinco modos verbales que corresponden a un
conocimiento adquirido por la vista, por impresión corporal, por
inferencia, por razonamiento y de oídas. Estos cinco modos constituyen
la categoría del conocimiento, por oposición a la conjetura, que se
anuncia de otra manera. Curiosamente, las relaciones con el mundo
sobrenatural se expresan por medio de los modos del conocimiento, y
entre éstos, los de la impresión corporal (es decir, de la experiencia más
intuitiva), la inferencia y el razonamiento. El indígena que se convierte
en shamán tras una crisis espiritual, recibe gramaticalmente su estado
como una consecuencia que debe inferior del hecho —formulado como
una experiencia inmediata— de que ha recibido mandato de un Espíritu,
lo cual entraña la conclusión deductiva de que ha debido de realizar un
viaje al más allá, a cuyo término —experiencia inmediata— se ha
reencontrado con los suyos.8
Las experiencias del enfermo representan el aspecto menos importante del sistema, con excepción del caso de un enfermo al que un
shamán ha curado, y que se encuentra luego particularmente bien
colocado para convertirse a su turno en shamán, tal como ocurre aún hoy
en el psicoanálisis. Sea como fuere, no debe olvidarse que el shamán no
carece enteramente de conocimientos positivos y de técnicas
experimentales que pueden explicar en parte su éxito; por lo demás,
trastornos del tipo que hoy se llaman psicosomáticos, y que representan
una gran parte de las enfermedades corrientes en sociedades con un bajo
coeficiente de seguridad, han de ceder a menucio ante una terapia
psicológica. En conjunto, es verosímil que los médicos primitivos, como
sus colegas civilizados, curen al menos una parte de los casos que tratan,
ya que, de no ser por esta eficacia relativa, los usos mágicos no hubieran
podido lograr la vasta difusión que los caracteriza en el tiempo y en el
espacio. Pero éste aspecto no es esencial, porque está subordinado a los otros dos: Quesalid no se convirtió en un gran
hechicero porque curara a sus enfermos; sino que sanaba a sus enfermos
porque se había convertido en un gran hechicero. Esto nos lleva
directamente, entonces, al otro extremo del sistema, es decir, a su polo
colectivo.
En efecto, es en la actitud del grupo antes que en el ritmo de los
fracasos y los éxitos, donde debe buscarse la verdadera razón del
derrumbe de los rivales de Quesalid. Ellos mismos lo subrayan, cuando
se quejan de haberse convertido en objetos de la burla de todos, cuando
destacan su vergüenza, sentimiento social por excelencia. El fracaso es
secundario y se percibe, en todos sus comentarios, que lo conciben
como función de otro fenómeno: la desaparición del consenso social,
reconstituido a costa de ellos en torno de otro practicante y de otro
sistema. El problema fundamental es, pues, el de la relación existente
entre un individuo y el grupo, o para ser más exactos, entre un cierto
tipo de individuos y determinadas exigencias del grupo.
Al tratar a su enfermo, el shamán ofrece al auditorio un espectáculo,
¿Qué espectáculo? A riesgo de generalizar de manera imprudente
ciertas observaciones, diremos que se trata siempre de una repetición
que el shamán hace de la «llamada», es decir, de la crisis inicial que le
valió la revelación de su estado. Pero el término «espectáculo» no debe
engañarnos: el shamán no se contenta con reproducir o mimar ciertos
acontecimientos; los revive efectivamente en toda su vivacidad,
originalidad y violencia. Y puesto que al concluir la sesión recobra su
estado normal podemos decir, tomando un término esencial del psicoanálisis, que abreacciona. Es sabido que el psicoanálisis llama abreacción a ese momento decisivo de la cura en que el enfermo revive
intensamente la situación inicial que originó su trastorno, antes de
superarlo definitivamente. En este sentido, el shamán es un abreactor
profesional.
Hemos explorado en otro lugar las hipótesis teóricas que sería necesario formular para admitir que el modo de abreacción propio de cada
shamán, o al menos de cada escuela, puede inducir simbólicamente en
el enfermo una abreacción de su propio trastorno.9
Si, no obstante, la
relación esencial es la existente entre el shamán y el grupo, es preciso
plantear también la cuestión desde otro punto de vista, que es el de la
relación entre pensamiento normal y pensamiento patológico. Ahora
bien, en toda perspectiva no científica (y ninguna sociedad puede
jactarse de no participar de ella), pensamiento patológico y pensamiento
normal no se oponen,sino que se completan. En presencia de un mundo
que ávidamente quiere comprender, pero cuyos mecanismos no alcanza
a dominar, el pensamiento normal exige a las cosas que le entreguen su
sentido, y éstas rehusan: el pensamiento llamado patológico, por el
contrario, desborda de interpretaciones y resonancias afectivas, con las que está siempre dispuesto a sobrecargar
una realidad que de otro modo resulta deficitaria. Para el uno, existe lo
no verificable experimentalmente, es decir, lo exigible; para el otro,
existen experiencias sin objeto, es decir, lo disponible. Empleando la
terminología de los lingüistas, diremos que el pensamiento normal sufre
siempre de un déficit de significado, mientras que el pensamiento
llamado patológico (al menos en algunas de sus manifestaciones) dispone de una sobreabundancia de significante. La colaboración colectiva
en la cura shamanística establece un arbitraje entre estas dos situaciones
complementarias. En el problema de la enfermedad, que el pensamiento
normal no comprende, el psicópata es invitado por el grupo a invertir
una riqueza afectiva privada por sí misma de punto de aplicación. Un
equilibrio aparece entre lo que realmente constituye, en el plano
psíquico, una oferta y una demanda, pero bajo dos condiciones: es
preciso que, por una colaboración entre la tradición colectiva y la
invención individual, se elabore y se modifique continuamente una
estructura, es decir, un sistema de oposiciones y correla ciones que
integra todos los elementos de una situación total donde hechicero,
enfermo y público, representaciones y procedimientos, hallan cada uno
su lugar. Y es preciso que, como el enfermo y como el hechicero, el
público participe, al menos en cierta medida, en la abreacción, esta
experiencia vivida de un universo de efusiones simbólicas cuyas
«iluminaciones» pueden dejarle entrever el enfermo por ser enfermo y el
hechicero por ser psicópata, es decir, porque disponen uno y otro, de
experiencias que no pueden ser integradas de otra manera. En ausencia
de todo control experimental —que no es necesario, ni siquiera
exigido—, esta sola experiencia y su relativa riqueza en cada caso es lo
que puede permitir la elección entre varios sistemas posibles y provocar
la adhesión a tal o cual escuela o practicante.10
* * *
A diferencia de la explicación científica, no se trata, pues, de referir
ciertos estados confusos y no organizados, emociones o representaciones, a una causa objetiva, sino de, articularlos bajo forma de totalidad o
de sistema; y el sistema es válido precisamente en la medida en que
permite la precipitación o la coalescencia de estos estados difusos (y
también penosos, en razón de su discontinuidad). La conciencia confirma este último fenómeno por una experiencia original, que no puede
ser aprendida desde fuera. Gracias a sus trastornos complementarios, la
pareja hechicero-enfermo encarna para el grupo, de manera viva y
concreta, un antagonismo que es propio a todo pensamiento, pero cuya expresión normal sigue siendo vaga e imprecisa: el enfermo es pasividad, alienación de sí mismo, como lo informulable es la enfermedad
del pensamiento; el hechicero es actividad, desborde de sí mismo, como
la efectividad es la nodriza de los símbolos. La cura pone en relación
estos polos opuestos, asegura el pasaje de uno a otro y manifiesta, en
una experiencia total, la coherencia del universo, psíquico, proyección a
su vez del universo social.
Se puede ver, así, la necesidad de ampliar la noción de abreacción,
examinando los sentidos que ella adquiere en terapias psicológicas
diferentes del psicoanálisis, que tuvo el inmenso mérito de redescubrirla
y de insistir sobre su valor esencial. ¿Se dirá que, en psicoanálisis, sólo
hay una abreacción —la del enfermo —y no tres? Esto no es tan seguro.
Es verdad que, en la cura shamanística, el hechicero habla y realiza la
abreacción «para» el enfermo, el cual guarda silencio, mientras que en
psicoanálisis es el enfermo el que habla y abreacciona «contra» el
médico que lo escucha. Pero la abreacción del médico, si bien no es
concomitante con la del enfermo, no por ello es menos necesaria, puesto
que es preciso haber sido analizado para convertirse en analista. El
papel más difícil de definir es el que ambas técnicas reservan al grupo,
porque la magia readapta el grupo, por medio del enfermo, a problemas
predefinidos, mientras que el psicoanálisis readapta al enfermo al grupo,
mediante soluciones introducidas. Pero se corre el riesgo de que este
paralelismo se restablezca rápidamente, debido a la inquietante
evolución que, desde hace varios años, tiende a transformar el sistema
psicoanalítico, de cuerpo de hipótesis científicas verificables
experimentalmente en ciertos casos precisos y limitados, en una especie
de mitología difusa que compenetra la conciencia del grupo (fenómeno
objetivo que se traduce, en el psicólogo, por una tendencia subjetiva a
extender al pensamiento normal un sistema de interpretaciones
concebido en función del pensamiento patológico, y a aplicar a hechos
de psicología colectiva un método adaptado sólo al estudio del
pensamiento individual). Entonces —tal vez ya ahora, en ciertos
países— el valor del sistema dejará de fundarse en curas reales, que
benefician a individuos aislados, para apoyarse en el sentimiento de
seguridad aportado al grupo por el mito fundador de la cura y en el
sistema popular conforme al cual, sobre esta base, resultará reconstruido
su universo.
Desde ahora, la comparación con terapias psicológicas más antiguas
y más difundidas puede estimular en el psicoanálisis reflexiones útiles
acerca de su método y sus principios. Al permitir que se amplíe sin
cesar el reclutamiento de sus pacientes, que de anormales caracterizados
pasan a ser, poco a poco, muestras representativas del grupo, el
psicoanálisis transforma sus tratamientos en conversiones; porque
únicamente el enfermo puede ser curado; el inadaptado o el inestable
sólo puede ser persuadido. Aparece así un peligro considerable: que el
tratamiento (sin que el médico, entiéndase bien, lo advierta), lejos de culminar en la resolución, respetuosa siempre del contexto, de un trastorno
preciso, se reduzca a la reorganización del universo del paciente en función de
las interpretaciones psicoanaliticas. O sea que se llegaría, como término, a la
situación que proporciona su punto de partida y su posibilidad teórica al
sistema mágico-social que hemos analizado.
Si este análisis es exacto, es necesario ver en las conductas mágicas la
respuesta a una situación que se revela a la conciencia por medio de
manifestaciones afectivas, pero cuya naturaleza profunda es intelectual.
Porque solamente la historia de la función simbólica permitiría dar cuenta de
esta condición intelectual del hombre: que el universo no significa jamás lo
bastante, y que el pensamiento dispone siempre de un exceso de
significaciones para la .cantidad de objetos a los que pueden adherirlas.
Desgarra do entre estos dos sistemas de referencias, el del significante y el del
significado, el hombre solicita del pensamiento mágico un nuevo sistema de
referencia, en cuyo seno pueden integrarse datos hasta entonces
contradictorios. Pero es sabido que este sistema se edifica en perjuicio del
progreso del conocimiento, el cual hubiera exigido que, de los dos sistemas
anteriores, uno solo fuera cuidadosamente retenido y profundizado hasta el
punto (que estamos todavía lejos de entrever) en que permitiese la reabsorción
del otro. Sería preciso evitarle al individuo, psicópata o normal, la repetición
de ésta desventura colectiva. Aun cuando el estudio del enfermo nos ha
enseñado que todo individuo se refiere, en mayor o menor medida, a sistemas
contradictorios y que sufre este conflicto, no basta que cierta forma de
integración sea posible y prácticamente eficaz para que sea verdadera, ni para
estar seguros de que la adaptación así realizada no constituye una regresión
absoluta con respecto a la situación conflictual anterior.
Reabsorber una síntesis aberrante local mediante su integración, con las
síntesis normales, en el seno de una síntesis general pero arbitraria —fuera de
los casos críticos donde la acción se impone—, representaría una pérdida en
todos los frentes. Un cuerpo de hipótesis elementales puede presentar un valor
instrumental seguro para el practicante, sin que el análisis teórico deba
sentirse obligado a reconocer en él la imagen última de la realidad, y sin que
sea necesario tampoco unir a través suyo a médico y enfermo en una suerte de
comunión mística que no tiene el mismo sentido para uno y para otro, y que
solamente logra disolver el tratamiento en una fabulación.
En el límite extremo, sólo se solicitaría de esta fabulación un lenguaje apto
para la traducción, socialmente autorizada, de fenómenos cuya naturaleza
profunda se habría vuelto igualmente impenetrable para el grupo, para el
enfermo y para el mago.

3 comentarios:

Christian Franco dijo...

https://monoskop.org/images/6/67/Levi-Strauss_Claude_Antropologia_estructural_1978.pdf

Christian Franco dijo...

La cura consistiría, pues, en volver pensable una situación dada
al comienzo en términos afectivos, y hacer aceptables para el espíritu
los dolores que el cuerpo se rehusa a tolerar. Que la mitología del
shamán no corresponde a una realidad objetiva carece de importancia:
la enferma cree en esa realidad, y es miembro de una sociedad que
también cree en ella. Los espíritus protectores y los espíritus malignos, los monstruos sobrenaturales y los animales mágicos forman
parte de un sistema coherente que funda la concepción indígena del
universo. La enferma los acepta o, mejor, ella jamás los ha puesto
en duda. Lo que no acepta son dolores incoherentes y arbitrarios
que, ellos sí, constituyen un elemento extraño a su sistema, pero que
gracias al mito el shamán va a colocar de nuevo en un conjunto donde
todo tiene sustentación.
Pero la enferma, al comprender, hace algo más que resignarse:
se cura. Y sin embargo nada semejante se produce en nuestros enfermos, cuando se les ha explicado la causa de sus desórdenes invocando secreciones, microbios o virus. Se nos acusará de emplear una
paradoja, si respondemos que la razón estriba en que los microbios
existen y que los monstruos no existen. Pero la relación entre microbio y enfermedad es exterior al espíritu del paciente, es de causa a
efecto, mientras que la relación entre monstruo y enfermedad es
interior a su espíritu, consciente o inconsciente: es una relación de
símbolo a cosa simbolizada o, para emplear el vocabulario de los lingüistas, de significante a significado. El shamán proporciona a la
enferma un lenguaje en el cual se pueden expresar inmediatamente
estados informulados e informulables de otro modo. Y es el paso a
esta expresión verbal (que permite, al mismo tiempo, vivir bajo una
forma ordenada e inteligible una experiencia actual que, sin ello, sería
anárquica e inefable) lo que provoca el desbloqueo del proceso fisiológico, es decir la reorganización, en un sentido favorable, de la secuencia cuyo desarrollo sufre la enferma.

Christian Franco dijo...

En fin, si se consigue ordenar una serie completa de variantes
bajo la forma de un grupo de permutaciones, cabe esperar descubrir
la ley del grupo. En el estado actual de las investigaciones, debemos
contentarnos aquí con indicaciones solamente aproximativas. Sean
cuales fueren las precisiones y modificaciones que deban introducirse
en la fórmula indicada a continuación, parece posible afirmar desde
luego que todo mito (considerado como el conjunto de sus variantes)
es reducible a una relación canónica del tipo:
Fx (a) : Fy (b) = Fx (b) : Fa-1 (y)
en la cual, dados simultáneamente dos términos a y b y dos funciones x e y de esos términos, se postula que existe una relación de equi valencia entre dos situaciones, definidas respectivamente por una
inversión de los términos y de las relaciones, bajo dos condiciones:
1) que uno de los términos sea reemplazado por su contrario (en la
expresión indicada arriba: a y a-1); 2) que se produzca una inversión
correlativa entre el valor de función y el valor de término de los
dos elementos (arriba: y y a),
La fórmula anterior cobrará todo su sentido si se recuerda que,
para Freud, se requieren dos traumatismos (y no uno solo, como se
tiende a creer con mucha frecuencia) para que nazca ese mito individual en que consiste una neurosis. Si se intentara aplicar la fórmula
al análisis de estos traumatismos (de los cuales se postularía que satisfacen respectivamente las condiciones 1 y 2 antes anunciadas), se
conseguiría sin duda obtener una expresión más precisa y más rigurosa de la ley genética del mito. Se estaría en condiciones, sobre
todo, de desarrollar paralelamente el estudio sociológico y el psicológico del pensamiento mítico, e inclusive tal vez tratar a éste corno
en el laboratorio, sometiendo las hipótesis de trabajo al control experimental..