Hod La eternidad del ser ¡Gloria!
-Madre enséñame
-Lo mío es el Anawim
quedarme en silencio, atravesando toda fantasía humana
-Misterio Dharmico afirmación de la afirmación, experiencia
pura, toda la historia de nuestro pueblo termina en ti
-Aprendí a quedarme vacía y a solo reaccionar a la voz de
Dios
-Lo mío es el misterio pascual, la negación de la negación,
espíritu absoluto, levanto el velo y lo veo todo.
_______________________________________
-El conocimiento es empírico, material, concreto
-¿Si?...Entra al mundo de los sueños ¿Que ves?
-Veo un modelo sincrónico
-Ahora sal del sueño… ¿Qué recuerdas?
-Muy poco
-El conocimiento es siempre profético sigue el decurso
diacrónico del tiempo y recordarás
____________________________________________________________
Cuando uno se plantea la curación del alma yo encuentro solo
dos métodos validos
La dialéctica en Jung como una negación de la negación
1→0→1
Donde el mediador la nada o cadena de significantes nos
permite ver el todo ese mapa arquetipal que es lo mismo cuando Hegel descubre
el espíritu absoluto viendo sincrónicamente todo su sistema, que no es otra
cosa que Parménides bien explicado por Kingsley
revelando el ser
UGAR CON JUGUETES
29 de febrero de 1968.
«Assolutamente
sicuro» es seguro, no cabe la menor duda.
Estaba allí, justo
donde uno esperaba encontrarla.
¡He encontrado su cabeza! No es
necesario que se me crea, ya que cualquiera
puede ver lo bien que encaja: todas las
grietas, todos los rasgos.
Y, por supuesto,
la gente dudó, sin ninguna necesidad. Porque todo lo que escribió
Mario Napoli en su carta a un famoso
historiador de arte suizo era exacto. Después de
casi dos mil años —y después de tamizar
pacientemente el suelo italiano un verano
tras otro— la cabeza de Parmeneides por
fin se unió a la base.
Pero, como siempre, la situación estuvo
llena de ironía.
Podría parecer muy natural que el
rostro de la escultura fuera el del hombre cuyo
nombre aparece en la inscripción de la
base.
Y no lo es. Los delicados ojos, nariz y
cabello tallados en el hermoso mármol
blanco son rasgos que siguen un patrón
preestablecido, estereotipado. No reflejan en
absoluto los de Parmeneides. Cuando se
talló la escultura, más o menos por la época
de Cristo, la gente había olvidado por
completo qué aspecto tenía.
Y se habían olvidado muchas otras
cosas, no sólo los rostros.
Todas estas inscripciones de
Parmeneides y los sanadores Oulis, junto con las
correspondientes esculturas, se
hicieron al mismo tiempo, lo que recuerda más una
galería de retratos o un museo de obras
de cera que cualquier otra cosa. Sin duda,
formaban parte de un gran proyecto
sistemático destinado a conmemorar la antigua
tradición eleática. Pero el problema es
que cuando intentas conmemorar el pasado y
mantenerlo vivo de esta manera es
porque el pasado está ya muerto.
No es de extrañar que estos monumentos
conmemorativos se rompieran, se
derribaran y se enterraran tan pronto,
sólo unos pocos años después de que se crearan.
Los detalles conservados en las inscripciones
eran impecablemente correctos y
coherentes; pero la esencia de la
tradición que los monumentos conmemorativos
representaban, la realidad viva, había
desaparecido.
Los tiempos habían cambiado. En
Occidente el foco de interés había empezado a
desplazarse hacia otros lugares. La
filosofía había sustituido al amor por la sabiduría,
que se había hecho atractiva y
accesible para el espíritu curioso. Y lo que en otros
tiempos exigiera una entrega completa
se fue convirtiendo gradualmente en un
pasatiempo para los aficionados a jugar
con juguetes.
Incluso las enseñanzas de Parmeneides
se habían arrancado del contexto y del
trasfondo que les habían dado vida y
sentido. Lo que, originalmente, pretendía alterar
todas las fibras del ser se convirtió
en una lógica árida que sólo servía para complicar
y torturar el pensamiento. Ahora ni
siquiera recordamos qué sucedió y ya no notamos
la diferencia.
Todo esto sirvió a un objetivo, tal
como sucede siempre. Y eso no está bien ni está
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u sumisión. Si se negaban a aceptar la
propuesta, los destruían. Muchos
centros de cultura griegos prefirieron
alinearse con los persas en lugar de apoyar a
Atenas. Los consideraban más
civilizados.
Y había griegos que, como escribió un
historiador, se encontraron en posición de
decidir si querían «contribuir a
destruir de una vez para siempre todo lo que quedaba
de los atenienses». Esta gente sabía
una historia muy distinta de la que nosotros
estamos acostumbrados a oír. Es una
historia extraña, conservada aquí y allá en
pequeños fragmentos de textos antiguos
o retazos de información oculta en los
lugares más insólitos, ahí donde nadie
se toma la molestia de mirar.
Y es extraño, no sólo por lo que
sucedió sino por la necesidad que todavía
tenemos de pensar que las cosas
sucedieron de otro modo.
Al menos superficialmente, algunos
griegos parecían más moderados y
diplomáticos en su actitud hacia
Atenas.
Existe una breve declaración sobre un
conocido ciudadano de Elea: el sucesor de
Parmeneides, Zenón. No es una
declaración particularmente impresionante, ya que se
limita a decir:
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Amaba más su ciudad natal —un lugar feo
y sin interés que sólo servía para
producir grandes hombres— que la
arrogancia de los atenienses. Así pues, no
visitaba Atenas con frecuencia y pasaba la vida en su casa.
En Occidente nos hemos
identificado de manera tan total e inconsciente con
Atenas que la forma
más natural de dar sentido a semejante ofensa ha sido decir que
esta afirmación sin
duda la inventó algún escritor con algún rencor, algún mezquino
interés
personal. Y, sin embargo, es mucho más lo que está en juego que un pequeño
interés personal.
El contraste entre la
gran ciudad de Atenas y Elea, con su simplicidad y fealdad,
parece tan claro que
podría suponerse que no es más que un toque retórico carente de
valor histórico. Sería
un error, porque hay más que eso en el contraste.
En realidad, Elea se
construyó exactamente de la misma manera que su ciudad
hermana en Marsella o
la misma Focea: en un trozo de tierra junto al mar, tan
desnudo y pobre que
difícilmente otros griegos habrían pensado en crear allí su
hogar. Lo escabroso de
los tres asentamientos y la pobreza de la tierra eran hechos
evidentes para cualquiera
que conociera esos lugares. E incluso hoy día se puede ver
en las ruinas la
sobriedad de los foceos; lo aficionados que eran a construir sus
ciudades en lugares
inhóspitos, paradigmas de lo anodino y austero.
En cuanto a la
observación sobre la actitud de Zenón hacia Atenas, en su sencillez
y sobriedad acierta en
el corazón del tan preciado supuesto de que Atenas era la razón
de ser del mundo
antiguo. Pero lo que nos proporciona una mejor información que la
declaración misma es
el modo en que se ha tratado, el modo en que la gente ha
encontrado maneras de
desacreditarla, rechazarla, despacharla.
Por
un lado, los estudiosos han insistido en cambiar el texto griego. Y, además,
están quienes traducen
mal el párrafo. En lugar de hacer referencia a la «arrogancia
de los atenienses»
hacen que el texto diga que Zenón prefería su ciudad natal a «la
magnificencia de
Atenas» o «todo el esplendor de Atenas», pequeño indicio de hasta
qué punto la lealtad a
Atenas sigue vigente.
Además está la
cuestión de la alteración del texto original. Es un asunto peculiar.
Los manuscritos
griegos dicen claramente que Zenón «no visitaba Atenas con
frecuencia»; pero hace
un centenar de años, un editor decidió cambiar el texto en ese
punto y hacerle decir
en su lugar que «no visitó nunca Atenas». Todos los que han
traducido el párrafo o
lo han comentado desde entonces han aceptado el cambio sin
vacilar.
Y,
sin embargo, no había ninguna razón real para alterar el texto: excepto que el
cambio supone una
ventaja francamente malintencionada.
Si se hace que el
párrafo diga que Zenón nunca fue a Atenas, entonces contradice
francamente el retrato
que ofrece Platón en su Parménides en el que Zenón visita
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Atenas junto con su maestro. Y considerando
la inmensa autoridad que Platón ha
conseguido tener como fuente respetable
de información sobre el mundo antiguo, la
contradicción demuestra claramente que
todo el párrafo sobre Zenón y su desagrado
por los atenienses es una falsificación
deliberada.
Pero, por supuesto, no hay
contradicción alguna, excepto la inventada. Y sin
embargo, con esto no se puede dar por
zanjado el asunto.
Porque en el caso del retrato que
Platón ofrecía de Parmeneides y Zenón en
Atenas, las implicaciones van más allá
de lo que parece a simple vista.
Cuando Platón escribió su Parménides, sabía que estaba inventando una fantasía
histórica de primera categoria: con un
diálogo imaginario, brillantemente verosímil,
en boca de personas reales que habían
vivido un centenar de años antes que él.
Y no fue el único escritor de su tiempo
experto en crear precisamente ese tipo de
intricado diálogo ficticio. Pero ni
siquiera él podía haberse imaginado que las
generaciones posteriores se tomarían
tan en serio lo que había escrito.
Con la ayuda, en especial, de los
platónicos, las ficciones de su Parménides
y
otros diálogos crecieron como una bola
de nieve. Pronto todo el mundo supo los
nombres de los atenienses a los que
Zenón había enseñado y en qué consistieron
exactamente sus enseñanzas. La gente,
además, pronto empezó a hablar largo y
tendido del profundo simbolismo del Parménides: de cómo los filósofos habían
tenido que viajar hasta Atenas para que
sus enseñanzas pudieran analizarse,
corregirse y Sócrates y Platón les dieran
su forma definitiva.
Pero existe también otro sentido muy
distinto en el que el diálogo es simbólico.
Si se observa atentamente el retrato
que pintó Platón, empiezan a aparecer fisuras.
Y si, como han hecho un par de
expertos, se mira a través de las grietas, se empieza a
ver otra escena detrás. Porque hay
pruebas que sugieren que Parmeneides y Zenón
fueron a Atenas, pero no para mantener
una conversación teórica sobre las ideas de
Platón sino en calidad de embajada
legal y política, como representantes de Elea,
como negociadores de paz.
Y las pruebas que tenemos sugieren que
no fueron a pedir ayuda ni respaldo a los
atenienses, sino que su objetivo era
hacer todo lo posible para impedir que Atenas
interfiriera en el delicado equilibro
de poder en el sur de Italia. Su principal objetivo
al visitar la ciudad no era charlar de
filosofía. Era mucho más práctico, mucho más de
lo que podríamos
creer.
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LOS
LEGISLADORES
«Dio
leyes a los ciudadanos». Varios escritores de la antigüedad dijeron esto de
Parmeneides. Algunos
también mencionaron que todos los años los dirigentes de Elea
hacían jurar a los
ciudadanos que se mantendrían fieles a las leyes originales de
Parmeneides, y que
Zenón, a su vez, había sido responsable del gobierno de la
ciudad.
Uno de estos
escritores era el sobrino de Platón. Pocos se encontraban en
situación de saberlo
mejor que él. Había viajado hacia el oeste junto con Platón y
había conseguido
obtener un acceso más directo que cualquier otro escritor del que
tengamos noticia a la
historia política o jurídica en el sur de Italia y en Sicilia.
No es precisamente lo
más predecible que se puede contar de Parmeneides o de
Zenón. Pero, aquí
también, poco de lo que tiene que ver con ellos es especialmente
predecible.
La mayor parte de los historiadores no han sabido cómo interpretarlo. Y,
en caso de necesidad,
tenderían a decir que no puede tener ninguna importancia real
porque no guarda
ninguna relación con la filosofía de Parmeneides, con las
enseñanzas de su
poema.
Nada podría estar más
lejos de la verdad. Es sorprendente contemplar cómo los
expertos están tan
ocupados extrayendo un sentido abstracto y teórico a la poesía de
Parmeneides que no se
dan cuenta de un hecho muy sencillo: la parte central de su
poema, la más
importante, se presenta formalmente como la crónica de un proceso
legal y está redactada
en una terminología legal al uso.
Y este dato olvidado
permite vislumbrar un drama antiguo y secreto. Moisés bajó
las tablas del monte
Sinaí; Parmeneides trajo las suyas de las profundidades del
infierno.
Para comprender una
cosa hay que tener algún punto de partida. Nosotros lo
tenemos. Parmeneides
era un ouliadês íntimamente comprometido con el
servicio de
Apolo; y Apolo mantenía
los lazos más estrechos y próximos con la legislación.
Puede verse un ejemplo
de esto especialmente bueno en Mileto, la famosa ciudad
caria donde vivía ese
grupo de gente conocida con el nombre de molpoi.
Los molpoi no sólo eran responsables de la
transmisión, siglo tras siglo, de los
misterios de Apolo o
de las antiguas tradiciones kouros, sino que, dentro de Mileto,
estaban encargados de
los asuntos legales internos. Y en relación con otras ciudades
tenían otro papel
claramente definido.
Pero no se trata sólo
de una cuestión de vínculos entre Apolo y la legislación, si
bien éstos son
importantes. Por lo general, nos gusta ver las cosas aisladas unas de
otras.
Y, sin embargo, los griegos no eran así, tal como muestran todavía muchas de
las pruebas.
En Sicilia vivía un
gran filósofo, profundamente influido por los pitagóricos y en
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especial por
Parmeneides. También fue, no sólo mago, sino un iatromantis: un
«sanador profeta», un sanador que actúa
a través de la profecía.
Escribía poesía, como Parmeneides. Y en
ella menciona una tradición que se llevó
a Egipto cuando los pitagóricos
empezaron a abandonar Italia y Sicilia en dirección a
una gran ciudad llamada Alejandría.
Según esta tradición, hay cuatro vocaciones
básicas que pueden dar a los seres
humanos un grado especial de proximidad a lo
divino. Éstas son las de profeta,
poeta, sanador y dirigente político o legislador.
Podría parecer una selección elegida al
azar y, sin embargo, están todas
relacionadas entre sí. Y la señal más
clara de su relación es el hecho de que son todas
ellas actividades dedicadas al mismo
dios: Apolo.
En el caso del filósofo, iatromantis de Sicilia, hace ya tiempo que los estudiosos
se han dado cuenta de que cuando
describe las cuatro vocaciones en realidad está
describiéndose a sí mismo. Las conoció
todas.
Sin embargo, ahora estamos en situación
de empezar a ver que no era la única
persona que encarnaba cada uno de estos
papeles. De los descubrimientos de Elea —
junto con los restos del poema de
Parmeneides, así como de otras tradiciones sobre él
— emerge la idea de que lo mismo podría
decirse del hombre que admiraba y tanto le
influyó.
No es sólo una cuestión biográfica,
unos detalles interesantes sobre la vida de
Parmeneides. En realidad, sólo cuando
nos damos cuenta de cómo los papeles de
iatromantis y legislador influyeron en los menores aspectos de
su poesía podemos
empezar a comprender lo que decía.
Una vez más, tenemos que volver a
Platón y a la última obra que escribió. Se
llama Las leyes.
En el centro de la obra se encuentra la
imagen de una ciudad ideal. Y justo en el
corazón de la ciudad ideal, está la
clave de su existencia, su cuerpo de gobernadores.
Platón fue muy claro sobre los
principales detalles de cómo hay que gobernar. Las
mayores autoridades en la preservación
de la justicia y supervisión de los asuntos
legales tienen que ser sacerdotes, pero
no cualquier tipo de sacerdote.
Específicamente, tienen que ser a la
vez sacerdotes «de Apolo y del Sol».
Prosiguió explicando detalladamente
cómo, después de su muerte, tenían que ser
tratados y adorados como héroes. Y los
rasgos generales que describe —la vida de los
sacerdotes, su muerte— no son invención
en absoluto. Se demostró hace tiempo que
derivan de lo que había aprendido de
primera mano en sus visitas al sur de Italia y
Sicilia: de hecho, reflejan fielmente
las tradiciones y prácticas pitagóricas.
En realidad, no es necesario
sorprenderse al encontrar que las tradiciones
pitagóricas ocupan un lugar tan
destacado en su obra final. En el sur de Italia los
pitagóricos gobernaban ciudades enteras
de acuerdo con sus principios. Conseguían
amalgamar lo interno y lo externo, la
política y el amor a la sabiduría, la teoría y la
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práctica, de una manera que Platón
mismo nunca pudo imitar o conseguir. Desde que
los visitó cuando era todavía bastante
joven, tomó prestado de ellos muchas cosas,
especialmente sus mitos e imágenes
míticas.
Y allí, entre los pitagóricos, hacia el
final de sus días, vio llevado a la práctica su
ideal irrealizado
de filósofo y legislador.
Más de una vez en su vida Platón afirmó
en términos claros que la autoridad final
y definitiva de un auténtico legislador
tenía que ser Apolo. «Si sabemos lo que
hacemos» Apolo es el dios al que deben
confiarse los asuntos más fundamentales de
la ley.
Y puso cuidado en incluir —entre los
más importantes y esenciales de todos estos
asuntos legales— una cuestión especial
que debería sernos ya muy familiar. Se trata
de los procedimientos exactos que debe
seguir un legislador para la construcción de
santuarios dedicados a los héroes y
para establecer su adoración.
Pero Platón también puso cuidado en
explicar con tanta precisión como pudo lo
que se espera de los legisladores en
esos casos, en especificar su papel y función. Y
no es exactamente lo que uno pensaría.
Una de las cosas cruciales que tienen
que hacer es ésta: simplemente, seguir la
guía dada a la gente «a través de las
visiones divinas o a través de la inspiración que
alguien reciba de los dioses y después
revele a los demás». Así pues, a pesar de su
elevada posición, de toda la influencia
y poder que imaginemos que tenían, se supone
que los legisladores no toman la
iniciativa en todos los asuntos de la mayor
importancia ni hacen las cosas del modo
en que podrían preferir. Ni siquiera se les
permite.
Su tarea es
seguir y aceptar, tomar nota y obedecer. En esencia, sólo tienen que
dejarse guiar por las inspiraciones o
visiones de los demás y resistir toda tentación de
interferir. «En todas estas cosas, el
legislador no puede cambiar ni el menor detalle».
Y no cabe la menor duda sobre el tipo
de práctica en que pensaba Platón. Porque,
en realidad, se refiere a algo muy
concreto.
Todavía perduran las leyendas sobre los más destacados de
los antiguos
legisladores de la Italia meridional,
legisladores que los pitagóricos consideraban
figuras especialmente importantes. En
términos sociales, podrían no ser nadie, los
más pobres entre los pobres, pero eso
no impedía que se los tomara en serio y se los
tratara con todos los honores cuando
revelaban a los demás algo que ahora sería
impensable: que los dioses se les
habían aparecido en sueños y les habían dado leyes.
Todavía conocemos algunos nombres de
griegos —y no griegos— que fueron
famosos porque se les revelaron leyes
en visiones o sueños. Aparecen en los libros
junto con Parmeneides porque, igual que
él describió al principio de su poema cómo
había recibido su conocimiento de la
realidad mediante el encuentro con una diosa, se
decía que habían recibido sus leyes a
través de encuentros con una diosa o un dios.
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Pero no se ha advertido una cosa en el
proceso de elaboración de estas listas. La
reputación de Parmeneides entre los
griegos no sólo se debía a su condición de
filósofo o poeta inspirado: también se
lo conocía como legislador.
Y si examinamos la cuestión, podemos
empezar a ver los motivos.
Al final de Las leyes,
en las últimas líneas y palabras que publicó, Platón añadió
una dimensión más a su imagen de la
ciudad ideal.
Desde entonces, ha sido causa de
confusión incesante. Los historiadores han
ofrecido las explicaciones más
extraordinarias para este pasaje; otros lo han
rechazado como completamente superfluo,
innecesario, una señal de senilidad
incipiente.
Platón describió que detrás de un
gobierno con la mayor autoridad aparente en
asuntos legales tiene que haber otro
grupo de gente, todavía más poderoso, también
compuesto en gran medida por sacerdotes
de Apolo y del Sol. Éste será el grupo
responsable no sólo de hacer o
supervisar las leyes sino de profundizar
continuamente en su comprensión y en
sus fuentes.
Y lo más extraño de todo de este grupo
de gente es el nombre que decidió darle,
así como el momento en que especificó
que debían reunirse.
Lo denominó «Consejo Nocturno» y, a
pesar del nombre, insistió en que tenía que
reunirse todos los días en un momento
concreto: no al principio ni en mitad de la
noche, sino en el intervalo preciso que
media «entre las primeras luces y la salida del
Sol».
Por supuesto, explicó el motivo de por
qué tenía que reunirse entonces y no a otra
hora: «Porque es el momento en que
todos los convocados tendrán mayor facilidad y
libertad de sus otras actividades y
compromisos».
Pero al margen de lo que la mayoría de
los expertos hayan pensado sobre la idea
de Platón del Consejo Nocturno, no han
dejado de sospechar que esa idea de tiempo
libre y otras actividades no es más que
una banalización, un débil intento de
racionalizar otra cosa.
Tienen razón. Para comprender lo que
está en juego sólo hay que recordar a los
pitagóricos del sur de Italia y su
valoración de la lección que aprendió Orfeo cuando
llegó al mundo de los muertos mediante
la incubación: que Apolo está unido
fundamentalmente a la Noche porque los
poderes de ambos tienen una única fuente.
Pero eso no es todo. Existe también el
relato más antiguo conocido del descenso
de Orfeo al inframundo, que resulta ser
también el fragmento más antiguo en el que
se identifica al Sol con Apolo. El
párrafo describe lo que Orfeo —sacerdote de Apolo
y del Sol— hacía después de ir al
inframundo y de ver lo que allí hay que ver. Explica
que «se levantaba de noche» mientras la
gente todavía dormía, subía a una montaña y
«aguardaba desde las primeras luces del
alba hasta la salida del Sol para ser el
primero en verlo».
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Y lo que veía cuando salía el sol no
sólo era el objeto que vemos en el cielo, sino
lo que le habían enseñado en otro
mundo.
Platón siempre ha sido alabado por su
extraordinaria creatividad como escritor;
por el maravilloso poder de evocación
de sus mitos y de su imaginería mítica. Lo que
nunca se destaca es el modo que eligió
para abordar las antiguas tradiciones
mitológicas y —por pura falta de
interés o porque no las entendía— oscurecer su
significado, confundir los detalles,
difuminar los contornos de lo que había tenido las
más nítidas distinciones. Lo que nunca
se dice es cuánto se ocultó y se perdió.
El lector podría preguntar: ¿el que
Orfeo fuera sacerdote de Apolo y el Sol es el
único motivo para que la mitología
sobre él haya tenido una influencia tan especial en
la formulación de lo que dijo Platón al
final de su libro sobre las leyes? ¿O podría
haber algo más?
La respuesta es que hay algo más.
Las vasijas del sur de Italia en las
que aparece Orfeo en el inframundo también lo
muestran con la diosa Justicia. Cuando
se encuentra frente a frente con Perséfone,
Justicia está detrás. Y hay fragmentos
de poesía órfica que rellenan algunos de los
huecos sobre su oscura figura.
El padre de la
diosa Justicia se llamaba Ley. Y, además de Justicia, había otra
diosa que también vigilaba con ella en
la entrada de la caverna de la Noche. Mientras
que Justicia tiene como misión hacer
que las leyes se respeten y se haga justicia, esta
otra diosa elabora y crea las leyes. Es
la legisladora divina del universo.
De manera que cuando Parmeneides
descendió a los infiernos, a los reinos de la
Noche y de la diosa Justicia, lo
condujeron al lugar de donde proceden todas las
leyes: a la mítica fuente de
legislación donde se entregan las leyes al legislador.
Actualmente, la diosa Justicia de
Parmeneides es, para los estudiosos, sólo una
abstracción filosófica, un símbolo del
rigor y la corrección de su capacidad de
razonamiento. Pero su significado es
mucho mayor. Y no es sólo una cuestión de
rasgos aislados en algunas leyendas
sobre Orfeo.
El lector tal vez recuerde al hombre de
Creta que aparece denominado como
kouros, del que se decía que había dormido en una caverna
durante años y que,
cuando se hizo famoso, explicó que su
maestro había sido su sueño.
Se creía que este hombre había
aprendido acerca del mundo y el juicio de los
muertos; que «había tenido encuentros
con los dioses mientras soñaba con ellos y con
sus enseñanzas,
así como con la Justicia y la Verdad». Hemos visto ya lo relevante
que es esto para el relato de
Parmeneides de su descenso al inframundo, de lo que
aprendió allí
sobre la Justicia y la Verdad y de su reunión con diosas entre las que
estaban la propia Justicia, que
guardaba la entrada de las Moradas de la Noche.
Pero estos detalles míticos son más
importantes de lo que podría parecer.
Según la leyenda,
tras su encuentro con la Justicia y la Verdad el hombre de Creta
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fue llamado a la
antigua Atenas para curar a la ciudad de una plaga generalizada. Y
las viejas historias
sobre él —su nombre es Epiménides— dan una buena idea de la
forma que tomó dicha
curación.
En parte tomó la forma
de rituales que exigían paciencia: incluían la habilidad
para acechar animales,
seguirlos en sus movimientos. En parte consistió en insistir en
que los atenienses
empezaran a poner fin a la bárbara subordinación de las mujeres y
dejaran de tratarlas
tan mal.
Pero, sobre todo, la
curación de los atenienses por parte de Epiménides se explicó
como una introducción
de la «justicia» en la ciudad, abriendo paso a una nueva
legislación y a unas
leyes nuevas. Esta idea no es arbitraria. Por el contrario, aquí se
ve lo profunda que
llegó a ser para un iatromantis
la relación entre la
curación y la
legislación: dar
buenas leyes a una ciudad es curarla.
En cuanto a la lógica
subyacente y la implicación en toda esta secuencia de
acontecimientos,
debería ser obvia. La diosa Justicia abre paso a la justicia. Mediante
el encuentro con la
Justicia en otro mundo, otro estado de conciencia, es posible traer
la justicia a éste.
El lector podrá decir
que toda esta disquisición sobre justicia, legislación y otro
mundo no son más que
leyendas, imágenes, mitología: la materia con que están
hechos los sueños. Y
tendría razón al decirlo.
Pero estaría
equivocado.
Existen otras
tradiciones que muestran que Epiménides no era la única persona de
Creta
conocida por encontrar la justicia como resultado de un sueño. Y, lo que
todavía es más
importante, éstas dejan claro que la experiencia legendaria de
Epiménides cuando se
quedó dormido en una cueva cretense no se refiere solamente
a
un accidente o azar.
De acuerdo con estas
tradiciones, los grandes legisladores de Creta eran kouros
a
los que se les habían
revelado las leyes en una caverna a través de la práctica ritual de
la incubación.
Los mitos no son sólo
mitos. Apuntan al empleo de las técnicas incubatorias
como preparación para
la legislación y proporcionan un ejemplo perfecto de lo que
quisieron decir
algunos escritores griegos posteriores cuando explicaron que la
incubación había dado
a los seres humanos dos de las mayores bendiciones: la
curación y las buenas
leyes.
Lo que nos trae de
nuevo a la incubación. Una vez más, tras el velo de las
abstracciones que
hemos tomado por todo lo que existe, nos enfrentamos a los
indicios de otra
realidad: una realidad en la que entraron y experimentaron gentes que
sabían cómo hacerlo.
Y,
en lo que a Parmeneides respecta, el hecho de que la mejor prueba de este
vínculo directo entre
la incubación y la legislación proceda de Creta es muy
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significativo. En el mundo griego hay
dos lugares concretos que ofrecen el más
estrecho paralelo con los rituales kouros practicados en Creta. Uno de ellos es Mileto.
El otro es la ciudad de Focea.
Y estas tradiciones kouros conocidas antaño en Creta o en otros lugares nunca
desaparecieron. Al fin y al cabo, sería
raro que lo relacionado con cosas que no
cambian no tendiera a permanecer. Estas
tradiciones se encuentran en el Este,
sobreviviendo en tradiciones que se
desarrollaron en torno a la figura conocida en
persa como javânmard, en árabe como fatâ. Ambas palabras significan «hombre
joven», igual que el griego kouros.
Se empleaban exactamente en el mismo
sentido que el del griego clásico para
referirse a un varón menor de treinta
años. Pero, en la práctica, las palabras también
tenían un significado más amplio y
mucho más técnico.
Un fatâ
o javânmard era
un hombre de cualquier edad que había ido más allá del
tiempo; que, a través de la intensidad
de un deseo, había realizado un viaje iniciático
fuera del tiempo y el espacio y había
llegado al corazón de la realidad; que había
encontrado lo que nunca envejece ni
muere.
Entre los sufíes y otros místicos,
especialmente en Persia, se decía que esos
«hombres jóvenes» siempre existen en
algún lugar de la tierra. La tradición a la que
pertenecen se mantiene viva en una
línea de sucesión continua que no está vinculada
a ningún país o religión concretos. Y
se mantiene viva por una sencilla razón: porque
el mundo en el que vivimos no podría
sobrevivir sin ellos. Ellos son los profetas, con
frecuencia desoídos y casi siempre
malentendidos, que siguen existiendo porque así
debe ser.
Sólo a través de ellos el hilo que une
a la humanidad con la realidad permanece
intacto. Tienen la responsabilidad de
facilitar el viaje del héroe a otro mundo, a la
fuente de luz en la oscuridad, y traer
de vuelta el conocimiento eterno que allí
encuentran. Sin este conocimiento o
guía, los hombres estarían totalmente sordos o
ciegos. Estarían totalmente perdidos en
su confusión.
En gran medida, esta figura del javânmard o fatâ
tiene su origen en las antiguas
tradiciones heroicas iraníes, pero
también tiene otras procedencias. Unas de las más
significativas son las tradiciones de
los primeros filósofos griegos que se llevaron de
Alejandría al desierto egipcio y, en
algunos casos, pequeños grupos de alquimistas
mantuvieron vivas durante siglos antes
de transmitirlas a Oriente, al mundo árabe y
persa.
Vistos a través de los ojos de los
alquimistas árabes o los místicos persas, los
primeros filósofos griegos no eran sólo
pensadores o racionalistas. Eran vínculos en
una cadena de sucesión iniciática. Sólo
más tarde sus enseñanzas se fueron hundiendo
gradualmente en el intelectualismo:
«las huellas de los senderos de los antiguos
sabios desaparecieron» y «sus
directrices se borraron o se corrompieron y
distorsionaron».
En cuanto a lo que escribieron estos
filósofos, se expresaba en acertijos porque no
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estaban interesados en
dar respuestas fáciles o teóricas. Su objetivo era hacer que uno
percibiera dentro de
sí mismo aquello sobre lo que otros podrían limitarse a pensar o
hablar.
Tenían la capacidad de transformar a la gente, de conducirla a través de un
proceso de muerte y
renacimiento hasta lo que está más allá de la condición humana;
de llevar a los
huérfanos de regreso a la familia a la que siempre habían pertenecido.
Además de todo esto,
tenían que llevar a cabo un papel concreto.
Se decía que habían
sido legisladores, pero no de cualquier tipo, sino legisladores
que eran a la vez
profetas y que recibían sus leyes de otro mundo.
CUESTIONES
PRÁCTICAS
No puede haber nada más alejado de lo
que ahora consideramos la realidad que esta
idea de que un pueblo reciba las leyes
a través de los sueños u otros estados de
conciencia y que les sean dadas desde
otro mundo. De hecho, semejante idea es tan
remota que apenas podemos creer que
fuera nunca nada más que eso: una idea. Pero
sí lo fue.
Sin embargo, no basta con llegar a
admitir que en otros tiempos esto era una
realidad en Occidente. Seguimos sin
atinar en la cuestión fundamental. La realidad no
se parece a aquello a lo que estamos
acostumbrados; y por este motivo en este nivel
tan profundo sentimos la necesidad de
negar su existencia. Porque el hecho es que
nos encontramos ante algo que no
entendemos.
Nada podría parecernos más absurdo y
menos práctico que la idea de crear nuevas
leyes a base de yacer en silencio e
inmovilidad totales. Pero desde el punto de vista
de la gente que lo hacía, lo que parece
poco práctico son nuestras ideas sobre lo
práctico.
Creemos que ser «práctico» significa
estar ocupado siguiendo adelante con
nuestra vida, corriendo de una
distracción a otra, encontrando más y más sustitutos de
lo que percibimos débilmente pero no
sabemos cómo asumir o descubrir. Ahí surgen
los problemas, problemas en comprender
tanto el pasado como a nosotros mismos.
La situación es exactamente la misma
cuando se trata de dar sentido a las
enseñanzas de Parmeneides en su poema.
Hace tiempo, un escritor se tomó la
molestia de formular lo que ningún otro
historiador se habría atrevido a poner
en duda o se habría molestado en mencionar.
Escribió que «no hay el menor indicio»
de que la filosofía de Parmeneides tenga la
menor relación con nuestra vida y lo
que hacemos con ella, con los aspectos prácticos
de nuestra vida profesional y nuestro
estilo de vida: que su enseñanza es puramente
especulativa y teórica.
Y, sin embargo,
el propio Parmeneides ofrece una imagen muy distinta. No hay
nada teórico o poco práctico en el modo
en que, incluso antes de empezar su
explicación de la realidad, describe el
camino imaginario «por el que vagan los seres
humanos, sin saber nada», sin ir a
ningún sitio:
Porque la impotencia que sienten en el
pecho es lo que guía su pensamiento
errático mientras se ven arrastrados,
aturdidos, sordos y ciegos a un tiempo,
multitudes indistinguibles e
indistinguidas.
Por el contrario, lo que dice es tan
práctico que mina todas las nociones que
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tenemos sobre lo práctico. Si uno se lo
toma en serio, no puede seguir viviendo la
vida como antes.
A primera vista, hay algo bastante
alarmante en el modo en que, a lo largo de los
siglos, los académicos han desarrollado
las técnicas más sofisticadas para evitar la
simple implicación de lo que dice
Parmeneides. Algunos han alegado —sin prestar
ninguna atención a sus palabras— que
Parmeneides no habla de la gente en general,
que se limita a criticar a uno o dos
filósofos. Otros ven lo absurdo de esta explicación
y aceptan que se refiere a los seres
humanos en su conjunto. E incluso algunos, desde
un punto de vista comedido y razonable,
llegan a la conclusión de que los seres
humanos a los que se refiere
Parmeneides son claramente mortales «ordinarios» que
«sólo ven su entorno cotidiano, pero no
más allá».
Pero durante todo el tiempo dedicado a
estudiar el poema de Parmeneides, a
analizarlo, discutirlo y escribir sobre
él, nadie se ha atrevido siquiera a formular una
pregunta directa. ¿Es posible que se
refiriera a nosotros?
En realidad, no es tan alarmante que
esta pregunta tan práctica no se haya
planteado nunca. No es en absoluto
alarmante, porque confirma del modo más directo
posible lo precisa que es la descripción
de Parmeneides.
Nuestro pensamiento errático es tan
inquieto que va de un lado a otro, nos lleva
de teoría en teoría, de una sofisticada
explicación a otra. Pero no tiene la tranquilidad
que permitiría a nuestra conciencia
centrarse unos momentos en nosotros.
Por este motivo,
después de más de dos mil años de discutir, teorizar y razonar,
nadie puede estar de acuerdo con nadie
sobre nada importante durante mucho tiempo.
Y por eso, por mucho que pensemos,
nunca podremos llegar a ver la verdad sobre
nosotros mismos a menos que nos demos
cuenta de que falta algo más.
Toda comprensión de lo que
originalmente significaban o representaban las
enseñanzas de Parmeneides se desvaneció
rápidamente en Occidente.
Pero, a pesar de todo, la conciencia
general de que en otro tiempo había contenido
algo muy real —y profundamente
práctico— siguió difundiéndose por el mundo
antiguo como una onda expansiva.
Existe un texto antiguo con una
afirmación que siempre se acoge con una mezcla
de incomodidad y silencio. Es una
afirmación que carecería de sentido si
Parrneneides fuera sólo un filósofo
teórico.
El texto habla simplemente de la
suprema sabiduría de intentar «tanto de palabra
como de obra vivir una vida pitagórica
y parmenidiana». Y sigue diciendo que, para
cada uno de nosotros, nuestra vida
entera es un acertijo que espera ser resuelto. El
escritor añade que no existe mayor
peligro o riesgo concebible que no poder resolver
el acertijo de nuestra vida a lo largo
de ésta.
La mención de un modo de vida
pitagórico y parmenidiano parecería útil para
entender de qué se trata. Pero incluso
eso ha pasado a significar poquísimo.
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Actualmente se da por hecho que los
pitagóricos eran poco más que soñadores poco
prácticos, de pensamiento empañado y
obsesionado por el misticismo porque todo lo
que les interesaba era la existencia de
un nebuloso otro mundo.
Y, sin embargo,
la realidad era muy distinta. Incluso las palabras a las que
estamos más acostumbrados todavía
tienen una historia que contar. La evidencia
indica que los primeros griegos que
acuñaron la palabra «filosofía» en el sentido
técnico de amor a la sabiduría eran
pitagóricos, lo que no resulta sorprendente,
considerando su afición a acuñar
palabras nuevas o dar significado nuevo a las
existentes.
Pero para ellos la filosofía no se
había convertido en lo que es para nosotros. Para
ellos era algo que implicaba a todo su
ser, que conducía a la totalidad y a la libertad.
No había medidas intermedias: la
sabiduría te exige todo lo que eres.
Todavía podemos
ver ejemplos de lo que eso quería decir. El hombre que hacía el
papel de anfitrión cuando Platón viajó
al sur de Italia a visitar a los pitagóricos
algunas veces aparece descrito en los
estudios modernos como un viejo excéntrico y
raro, alguien a quien le gustaba pasar
el tiempo inventando juguetes para los niños. Y
es cierto que era inventor. En
realidad, era uno de los pitagóricos que se dedicaba a la
ingeniería y al diseño mecánico.
También gobernaba
la ciudad en donde vivía y era el comandante de uno de los
ejércitos más poderosos de Italia.
Porque los pitagóricos luchaban si era necesario
defender su vida, sus leyes y sus
tradiciones: contra las tribus locales y también
contra la amenaza ateniense.
Y luchaban de manera que no podemos ni
imaginar. La historia del armamento en
Occidente se desarrolló gracias a
ellos. Inventaron distintos tipos de artillería,
basados en los principios de la armonía
y el equilibrio, que se convirtieron en la
forma habitual de esas armas durante
casi dos mil años. Para ellos incluso la guerra
era una gran armonía, que ejecutaba el
comandante de artillería y se oía en las
cuerdas de la catapulta.
En lo que a ellos respectaba, la
armonía no era ningún ideal celestial. Y no tenía
nada que ver con las ideas
sentimentales de dulzura y paz.
Merece la pena mencionar otro escrito
sobre las enseñanzas de Parmeneides. Está
relacionado con Zenón y su muerte.
Circularon muchas historias sobre el
modo en que murió, en completo silencio,
bajo tortura, pero en todas las
versiones aparece el tema central de que lo asesinó un
tirano local cuando lo apresó
dirigiendo una conspiración armada. Y un autor clásico
hizo una afirmación que se tradujo como
una explicación de que, cuando Zenón vio
que había terminado su vida, «entregó a
las llamas la obra de Parménides pues era
preciosa como el oro puro».
Y, sin embargo,
el original griego no dice eso. Lo que dice es que, a través de su
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sufrimiento «puso a
prueba las enseñanzas de Parménides en el fuego, como se hace
con el oro que es puro
y verdadero».
Puede pensarse que
todo esto es una invención romántica, especialmente porque
estas historias
contienen rasgos típicos de relatos acerca del heroísmo ante la muerte
de los hombres y
mujeres pitagóricos. Pero tal como han advertido algunos eruditos,
hay detalles muy
particulares en las historias de la muerte de Zenón que demuestran
que no tienen nada de
fantasía; y los descubrimientos arqueológicos recientes en
lugares cercanos a
Sicilia han dejado todavía más claro que dentro de ellas hay un
núcleo de verdad.
Para ser más precisos,
los detalles indican que Zenón murió sacando armas de
contrabando de Elea
para ayudar a la gente de una pequeña isla volcánica situada ante
la costa de Sicilia a
defenderse del poder invasor de Atenas.
Y,
por supuesto, como todos sabemos, ganó Atenas.
Así
el misterio pascual que es una negación de la negación se constituye en la
base ontológica-gnoseológica de toda la
cultura occidental
La
otra cura es la de Lacan donde la cadena de significantes se libra de todo
significado, atravesando toda fantasía
0←1←0
Aquí el mediador hace una
afirmación de la afirmación y la rueda del Samsara se devela como Dhrama,
logrando el tao, el nirvana , la experiencia pura, nada explica mejor el
misterio dhramico que los basho de Nishida kitaro.
Bazo
Por Yuko Ishihara
Basho (場所), que literalmente significa
“lugar” en japonés, es posiblemente el concepto más importante en la filosofía
de Nishida Kitarō (西田幾多郎1870–1945), un filósofo japonés moderno y fundador de
la tradición de la Escuela de Kioto. El concepto de basho de Nishida
fue introducido por primera vez en un ensayo titulado “ Basho ”
publicado en 1926 en el contexto de la búsqueda de los fundamentos de nuestro
conocimiento. [1] En
desacuerdo con las posiciones epistemológicas que asumen la distinción entre
conocedor y conocido, sujeto-objeto para comenzar, Nishida quería mostrar que
el yo o la conciencia no es principalmente un sujeto epistémico (como Kant y
los neokantianos lo sostendrían), sino el “lugar” que hace posible el
conocimiento.
Pero, ¿qué significa decir que el yo es un “lugar”? Ueda
Shizuteru (上田閑照, 1926-2019), filósofo de tercera generación de la
Escuela de Kioto, ha proporcionado una ilustración útil. [2] En
japonés, cuando uno escucha el sonido de una campana, naturalmente diría,
“ Kane no oto ga kikoeru ” (鐘の音が聞こえる), que puede traducirse
literalmente como “Se escucha el sonido de la campana”. Para un hablante de
inglés, esa forma de hablar suena extraña, ya que en inglés es más natural
decir, “Oigo el sonido de la campana”. Ueda explica que en la frase inglesa, la
experiencia es captada y articulada por el sujeto “yo”, mientras que la frase
japonesa expresa un evento anterior a esa postulación del “yo” como sujeto.
Antes de que el sujeto asuma la experiencia como propia y diga:
“ Oigo …”, simplemente existe la experiencia de oír el sonido de la
campana. Todavía no hay un sujeto que esté oyendo la campana ni hay un objeto,
“la campana”, que esté siendo oído. En su primera obra, Zen no
kenkyu (善の研究, 1911), Nishida llamó a esto “experiencia pura”. Es la
experiencia directa anterior a la dualidad sujeto-objeto. Ahora bien, si bien
el “yo” como sujeto puede estar ausente en una experiencia de este tipo, esto
no quiere decir que esté más allá de la conciencia. Antes de que el yo o la
conciencia se convierta en el sujeto de nuestra experiencia, se retira y revela
el sonido de la campana tal como es. En otras palabras, el yo o la conciencia
es el “lugar” en el que se oye el sonido de la campana. Cabe señalar que Ueda
no está sugiriendo que las estructuras de nuestro lenguaje reflejen
directamente la forma en que experimentamos la realidad, sino que solo dice que
la forma natural de hablar en japonés puede servir como ilustración de la
noción del yo en cuestión.
El propio Nishida no se refirió a la lengua japonesa, sino
que recurrió a la estructura lógica de los juicios subsuntivos para demostrar
que la conciencia es el “lugar” que hace posible el conocimiento. En el juicio
“el rojo es un color”, el predicado y universal “color” subsume al sujeto
gramatical y particular “rojo”. Si uno lleva la particularización hasta su
límite, se llegaría a aquello que es sujeto pero nunca predicado, que era la
definición de sustancia de Aristóteles ( hypokeimenon ) y que él
identificó con las cosas individuales. Pero para conocer a tales individuos,
todavía deben ser subsumidos por algún universal. En consecuencia, Nishida fue
en la otra dirección y llevó la universalización hasta su límite donde encontró
aquello que es predicado pero nunca sujeto. Nishida llamó a esto “el plano
predicativo trascendente” (超越的述語面, ch ō etsuteki
jutsugomen ). Todos los juicios y, en consecuencia, todo conocimiento, se
fundamentan en este plano predicativo trascendente, al que también llama “el
lugar de la nada” (無の場所, mu no basho ). Es “nada” porque no puede
ser objetivada ni predicada. Sin embargo, es el “lugar” de toda objetivación y
predicación. Esto, para Nishida, no era otro que el yo o la conciencia. Sin
embargo, mientras esta “nada” se entienda en relación con las cosas que se
objetivan en la conciencia, es “el lugar de la nada relativa” (相対無の場所, s ō taimu
no basho ). El lugar “verdadero” de la nada, según Nishida, es “el lugar
de la nada absoluta” (絶対無の場所, zettaimu no basho ).
Aquí, la nada absoluta no significa que no haya absolutamente nada como para
sugerir una posición nihilista. Más bien, significa que el yo se ha vaciado
completamente de sí mismo (el yo se ha convertido en absolutamente nada),
permitiendo que las cosas se presenten tal como son. Según Nishida, entonces,
nuestro conocimiento se basa en última instancia en el lugar de la nada
absoluta donde ya no hay distinción entre el conocedor y lo conocido. Aunque
nunca fue su intención proporcionar una base filosófica del budismo zen, la
idea del lugar de la nada absoluta como el fundamento sin yo de nuestro conocimiento
y realidad claramente tiene sus raíces en la experiencia de Nishida
en zazen . Y es en esta idea donde encontramos la contribución más
original de Nishida, que no encuentra precedente en la historia de la
filosofía.
En los años 30 y 40, cuando los intereses de Nishida se
centraron menos en las preocupaciones epistemológicas y se orientaron más hacia
la realidad histórica, su noción de basho adquirió un nuevo
significado. Basho ya no se entiende en términos de conciencia, sino del
mundo histórico en el que tienen lugar nuestras acciones corpóreas. Sin
embargo, esto no quiere decir que el yo ya no fuera importante en la filosofía
de Nishida. Por el contrario, Nishida destaca la relación codeterminante entre
el yo (o lo que él llama “individuos”) y el mundo sociohistórico. Por un lado,
el yo está determinado por el mundo en el sentido de que nace y vive en una
sociedad. Por otro lado, a través de sus acciones, el yo da forma al mundo y
hace historia. A diferencia del período anterior, en el que basho , como
fundamento del conocimiento y la realidad, tenía prioridad sobre lo “emplazado”
(lo que está “en el lugar”), el período posterior enfatiza la relación
dialéctica entre el yo (lo emplazado) y el mundo (el lugar, basho ).
0←1←0
Así el proceso va de la nada relativa a una nada absoluta
donde el yo que disuelto en esta nada, librado de toda ficción, de toda
ideología, en la fluctación del vacío, que ya no logra formar ideas en nuestra
conciencia, es un puro experiementar como en los Haikus donde todo acontece
intuitivamente.
Veamos el proceso occidental yo voy de negación en negación
hasta alcanzar la contemplación del ser que es la contemplación sincrónica de todo el camino recorrido diacronicamente.
A esto le llamamos redeconstrucción porque si miras el proceso va progresivamente
hasta volver a lograr la unidad pero
ahora conscientemente.
1→0→1/9→0→1/8→0→1/7→0→1/6→0→1/5→0→1/4→0→1/3→0→1/2→0→1
Ese último uno es el ser, que no es otra cosa que la visión
sincrónica de todo el camino recorrido, pero el proceso es más complejo.
Yo parto del ser 1→0 (voy al no ser en una negación del ser y en una doble negación donde se niega al ser
y al no ser, llegando así nuevo al ser) → 1 (que se ve total, aquí está
la verdad pero entro al dialogo, alguien me contra dice y después de vencer me ego
caigo en cuenta que este no era el ser, no era la verdad, no era el absoluto así
que se produce de nuevo el proceso de la doble negación y aquello que se veía como
el total pasa a verse como una parte)
1→0→1/9→0→1
Para de nuevo creer
que encontré la verdad y de nuevo seguir el camino
1→0→1/9→0→1/8→0→¿1?
Y así se da el proceso reflexión redeconsructivo,q ue beca
llegar a la unidad de lo total donde por fin nuestra identidad estará clara
nosotros somos todo ese camino , contemplado sincrónicamente como en el modelo
del árbol de la vida de la Kabhala.
El proceso inverso es el de la construcción que se invierte
en deconstrucción y que es regresivo
0←1←0
Y que va en una afirmación de la afirmación pero aquí lo que se busca es la multiplicidad
0←1←1/9←1←1/8←1←1/7←1←1/6←1←1/5←1←1/4←1←1/2←1←0
Aquí el proceso no para hasta lograr el basho definitivo
donde nuestro ser, nuestra conciencia, nuestro pensamiento por fin se hace nada
superando toda dualidad.
Este es un proceso de diferencia, deconstructivo, que va la
multiplicidad
Así el proceso redeconstructivo es progresivo va de
movimiento en movimiento, ascendiendo en el árbol de la vida hasta llegar a la raíz,
comprendiendo que el árbol está invertido
y que ascender es descender y el proceso deconstructivo es conservador yendo en
el camino de la quietud de la conciencia para lograr el flujo de la experiencia
donde nuestro ser se disuelve. Así se va descendiendo de Keter a Malkut de la corona al reino, develando la
multiplicidad, Derrida dirá que esta multiplicidad revela una metafica de la
ausencia y no le falta razón la unidad se pierde pero cada multiplicidad devela
esa unidad si no olvidamos el ser.
¿A qué viene todo esto? A redeconstruir la noción de modelo
que Mario Bunge utiliza en su semiótica de la ciencia.
Leamos:
Puesto
que la ciencia se ocupa del mundo externo, las teorías
científicas
deben incluir no solo interpretaciones matemáticas, sino tam-
bién
interpretaciones fácticas, o sea correspondencias constructo-hecho.
Los
supuestos semánticos de la ciencia fáctica correlacionan determina-
das
estructuras matemáticas con sistemas reales y un sistema real no es
un
objeto matemático. (La identificación, tan de moda, de los modelos
con
mundos posibles ha sugerido la perspectiva de que el mundo real es
únicamente
un modelo posible. Esta nueva versión de la alegoría plató-
nica
de la caverna pasa por alto un par de detalles. Uno de ellos es que,
mientras
que un modelo es un constructo inofensivo e impoluto, el
mundo
no es fruto del trabajo de un matemático. Otro es que, mientras
que
una fórmula puede o no ser satisfecha en un modelo, las leyes natu-
rales
son inherentes al mundo real. El tercero es que, mientras que cada
modelo
está totalmente caracterizado, ninguna parte de la realidad, por
más
pequeña que sea, se conoce de manera exhaustiva.) Más aún, los su-
puestos
semánticos de la ciencia fáctica son hipótesis refutables (Capítu-
lo
3). Por ejemplo, unas mediciones más exactas mostraron que la teoría
de
Yukawa no trataba de μ-mesones,
tal como se había conjeturado ori-
ginalmente,
sino de π-mesones.
En cambio, puede considerarse que las
reglas
de asignación (de extensiones) que proporciona un modelo exten-
sional
son válidas de modo analítico, a condición de que se interprete la
analiticidad
de manera permisiva (Kemeny, 1956).
En
resumen, la teoría de modelos no nos ayuda a dilucidar las pe-
culiaridades semánticas de la
ciencia fáctica. La semántica de la ciencia
levanta
el vuelo allí donde la teoría de modelos llega a sus límites: véase
la
Figura 6.2.
Atendamos,
a continuación, al problema de la interpretación fáctica,
el mapa φ del
cual la teoría de modelos no se ocupa.
Estructura abstracta→ mediada
por la teoría de modelos→
Modelos→Medada
por la semántica de la ciencia→cosa
real.
Aquí Bunge nos vende su semántica de
la ciencia
Pero ¿Sabemos lo que es un modelo?
Desde neustra reflexión siguiendo
el proceso de negación de la negación para alcanzar el absoluto un modelo es la
vista sincrónica del mundo.
Acá se nos dirá que el modelo es un constructo no la realidad
y se intentara matar a Platón pero Platón siempre resucita.
Y es que lo real es la idea y la idea es el mapa arquetipal visto
sincrónicamente.
Loa científicos asumen que una
cosa es la experiencia y otra la teoría y eso es esquizofrenia epistemológica,
la contemplación de la idea es parte de la experiencia, ahí está Nishida tratando
de lograr la experiencia pura, y esa experiencia siempre pasara por la
contemplación de la idea y entonces el modelo es el mundo y no lo es, porque
nunca logramos la completud de la idea así Hegel halla creído que vio la idea tal cual o que Platón haya asumido
lo mismo, más la idea esta vida, aunque no se mueva.
¿Eso significa que somos
idealistas?
No, porque el discurrir de la idea
es diacrónico y su verdad está en el fluir de la experiencia pura, entonces hay
una meta dialéctica entre la idea de mundo y el mundo discurriendo diacrónicamente,
entre la revelación y la develación.
Así todo modelo es un mundo
revelado sincornicamente y toda experiencia es ese mundo develándose diacrónicamente,
más la idea está en la experiencia y la
experiencia en la idea.
No son separables.
Si pretendemos esa separación
objetiva, la tenemos que hacer consciente como una estrategia didáctica , pero
no creernos esta estrategia al punto que digamos que el modelo no es la realidad,
por supuesto que lo es lo real y lo real
nos otra cosa que la realidad vista sincrónicamente así como la realidad no es
otra cosa que lo real vivido diacrónicamente.
Aquí está la cuestión todo modelo
es una revelación del ser, del cosmos, del mundo. Y esta revelación está sometida a la dialéctica del fluir de la experiencia.
¿Y como podemos saber cuándo
tengamos una verdad?
Si lo sincronico se revela en
sueños y lo diacrónico en el actuar, jamás lo diacrónico confirma la
experiencia, simplemente la recuerda, porque son dimensiones distintas aunque son la misma y entonces sabemos y no sabemos la verdad, por
lo mismo ningún conocimiento puede ser descartado ni el error mismo y al mismo
tiempo todo conocimiento es falso, la única manera es caminar el camino.
Pero hay un problema al caminar el
camino, lo gnoseológico es integro no es
solo intelectual es emocional , espiritual , corporal y hay un sentido de culpa
de pecado, que no permite que entremos en el ser, por eso es necesario curar la
psiquis,ahí están las dos formar la de Lacan sabiendo que no existe el inconsciente
solo una cadena de significantes y la de Jung viendo todo el mapa arquetipal
del significado pero no somos dignos ni de uno ni del otro, asi se hace
necesaria la presencia de un salvador , de un maesro que haya recorrido el
camino del árbol de la vida tanto ascendiendo redeconstructivamente hasta la
unidad como descendiendo deconstructivamente a la multiplicidad ese es Cristo, donde nuestro corazón se libra de
todo sentimiento de mancha.
¿Pero si es así?
Porque en los cristianos no se
revela la totalidad o se devela el tao este fluir de la experiencia?
Pues porque trafican, pocos o nadie
acompaña a Cristo a la cruz, la gran mayoría se queda en el primer testamento,
otros comprenden mal el segundo y muy pocos lograr el tercero que es el
principal ese testamento que se escribe en nuestras vidas, a nosotros como
peruanos nos tocaría recorrer esta meta dialéctica
desde Gamaliel Churata pero el trauma es tan grande que simplemente Hod se nos
hace imposible.
¿Oh habrá alguno que se atreva a mirar el “modelo”
en sus sueños y a vivirlo en una experiencia pura?
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