martes, 7 de enero de 2025

Hod La eternidad del ser ¡Gloria!

 

Hod La eternidad del ser ¡Gloria! 

 

 

-Madre enséñame

-Lo mío es el Anawim  quedarme en silencio, atravesando toda fantasía humana

-Misterio Dharmico afirmación de la afirmación, experiencia pura, toda la historia de nuestro pueblo termina en ti    

-Aprendí a quedarme vacía y a solo reaccionar a la voz de Dios

-Lo mío es el misterio pascual, la negación de la negación, espíritu absoluto, levanto el velo y lo veo todo.  

 

_______________________________________   

 

-El conocimiento es empírico, material, concreto

-¿Si?...Entra al mundo de los sueños ¿Que ves?

-Veo un modelo sincrónico

-Ahora sal del sueño… ¿Qué recuerdas?

-Muy poco

-El conocimiento es siempre profético sigue el decurso diacrónico del tiempo y recordarás

____________________________________________________________  

 

Cuando uno se plantea la curación del alma yo encuentro solo dos métodos validos

La dialéctica en Jung como una negación de la negación

1→0→1

 

Donde el mediador la nada o cadena de significantes nos permite ver el todo ese mapa arquetipal que es lo mismo cuando Hegel descubre el espíritu absoluto viendo sincrónicamente todo su sistema, que no es otra cosa que Parménides bien explicado por Kingsley  revelando el ser

 

UGAR CON JUGUETES

29 de febrero de 1968.

«Assolutamente sicuro» es seguro, no cabe la menor duda. Estaba allí, justo

donde uno esperaba encontrarla.

¡He encontrado su cabeza! No es necesario que se me crea, ya que cualquiera

puede ver lo bien que encaja: todas las grietas, todos los rasgos.

Y, por supuesto, la gente dudó, sin ninguna necesidad. Porque todo lo que escribió

Mario Napoli en su carta a un famoso historiador de arte suizo era exacto. Después de

casi dos mil años —y después de tamizar pacientemente el suelo italiano un verano

tras otro— la cabeza de Parmeneides por fin se unió a la base.

Pero, como siempre, la situación estuvo llena de ironía.

Podría parecer muy natural que el rostro de la escultura fuera el del hombre cuyo

nombre aparece en la inscripción de la base.

Y no lo es. Los delicados ojos, nariz y cabello tallados en el hermoso mármol

blanco son rasgos que siguen un patrón preestablecido, estereotipado. No reflejan en

absoluto los de Parmeneides. Cuando se talló la escultura, más o menos por la época

de Cristo, la gente había olvidado por completo qué aspecto tenía.

Y se habían olvidado muchas otras cosas, no sólo los rostros.

Todas estas inscripciones de Parmeneides y los sanadores Oulis, junto con las

correspondientes esculturas, se hicieron al mismo tiempo, lo que recuerda más una

galería de retratos o un museo de obras de cera que cualquier otra cosa. Sin duda,

formaban parte de un gran proyecto sistemático destinado a conmemorar la antigua

tradición eleática. Pero el problema es que cuando intentas conmemorar el pasado y

mantenerlo vivo de esta manera es porque el pasado está ya muerto.

No es de extrañar que estos monumentos conmemorativos se rompieran, se

derribaran y se enterraran tan pronto, sólo unos pocos años después de que se crearan.

Los detalles conservados en las inscripciones eran impecablemente correctos y

coherentes; pero la esencia de la tradición que los monumentos conmemorativos

representaban, la realidad viva, había desaparecido.

Los tiempos habían cambiado. En Occidente el foco de interés había empezado a

desplazarse hacia otros lugares. La filosofía había sustituido al amor por la sabiduría,

que se había hecho atractiva y accesible para el espíritu curioso. Y lo que en otros

tiempos exigiera una entrega completa se fue convirtiendo gradualmente en un

pasatiempo para los aficionados a jugar con juguetes.

Incluso las enseñanzas de Parmeneides se habían arrancado del contexto y del

trasfondo que les habían dado vida y sentido. Lo que, originalmente, pretendía alterar

todas las fibras del ser se convirtió en una lógica árida que sólo servía para complicar

y torturar el pensamiento. Ahora ni siquiera recordamos qué sucedió y ya no notamos

la diferencia.

Todo esto sirvió a un objetivo, tal como sucede siempre. Y eso no está bien ni está

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u sumisión. Si se negaban a aceptar la propuesta, los destruían. Muchos

centros de cultura griegos prefirieron alinearse con los persas en lugar de apoyar a

Atenas. Los consideraban más civilizados.

Y había griegos que, como escribió un historiador, se encontraron en posición de

decidir si querían «contribuir a destruir de una vez para siempre todo lo que quedaba

de los atenienses». Esta gente sabía una historia muy distinta de la que nosotros

estamos acostumbrados a oír. Es una historia extraña, conservada aquí y allá en

pequeños fragmentos de textos antiguos o retazos de información oculta en los

lugares más insólitos, ahí donde nadie se toma la molestia de mirar.

Y es extraño, no sólo por lo que sucedió sino por la necesidad que todavía

tenemos de pensar que las cosas sucedieron de otro modo.

Al menos superficialmente, algunos griegos parecían más moderados y

diplomáticos en su actitud hacia Atenas.

Existe una breve declaración sobre un conocido ciudadano de Elea: el sucesor de

Parmeneides, Zenón. No es una declaración particularmente impresionante, ya que se

limita a decir:

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Amaba más su ciudad natal —un lugar feo y sin interés que sólo servía para

producir grandes hombres— que la arrogancia de los atenienses. Así pues, no

visitaba Atenas con frecuencia y pasaba la vida en su casa. 

 

 

En Occidente nos hemos identificado de manera tan total e inconsciente con

Atenas que la forma más natural de dar sentido a semejante ofensa ha sido decir que

esta afirmación sin duda la inventó algún escritor con algún rencor, algún mezquino

interés personal. Y, sin embargo, es mucho más lo que está en juego que un pequeño

interés personal.

El contraste entre la gran ciudad de Atenas y Elea, con su simplicidad y fealdad,

parece tan claro que podría suponerse que no es más que un toque retórico carente de

valor histórico. Sería un error, porque hay más que eso en el contraste.

En realidad, Elea se construyó exactamente de la misma manera que su ciudad

hermana en Marsella o la misma Focea: en un trozo de tierra junto al mar, tan

desnudo y pobre que difícilmente otros griegos habrían pensado en crear allí su

hogar. Lo escabroso de los tres asentamientos y la pobreza de la tierra eran hechos

evidentes para cualquiera que conociera esos lugares. E incluso hoy día se puede ver

en las ruinas la sobriedad de los foceos; lo aficionados que eran a construir sus

ciudades en lugares inhóspitos, paradigmas de lo anodino y austero.

En cuanto a la observación sobre la actitud de Zenón hacia Atenas, en su sencillez

y sobriedad acierta en el corazón del tan preciado supuesto de que Atenas era la razón

de ser del mundo antiguo. Pero lo que nos proporciona una mejor información que la

declaración misma es el modo en que se ha tratado, el modo en que la gente ha

encontrado maneras de desacreditarla, rechazarla, despacharla.

Por un lado, los estudiosos han insistido en cambiar el texto griego. Y, además,

están quienes traducen mal el párrafo. En lugar de hacer referencia a la «arrogancia

de los atenienses» hacen que el texto diga que Zenón prefería su ciudad natal a «la

magnificencia de Atenas» o «todo el esplendor de Atenas», pequeño indicio de hasta

qué punto la lealtad a Atenas sigue vigente.

Además está la cuestión de la alteración del texto original. Es un asunto peculiar.

Los manuscritos griegos dicen claramente que Zenón «no visitaba Atenas con

frecuencia»; pero hace un centenar de años, un editor decidió cambiar el texto en ese

punto y hacerle decir en su lugar que «no visitó nunca Atenas». Todos los que han

traducido el párrafo o lo han comentado desde entonces han aceptado el cambio sin

vacilar.

Y, sin embargo, no había ninguna razón real para alterar el texto: excepto que el

cambio supone una ventaja francamente malintencionada.

Si se hace que el párrafo diga que Zenón nunca fue a Atenas, entonces contradice

francamente el retrato que ofrece Platón en su Parménides en el que Zenón visita

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Atenas junto con su maestro. Y considerando la inmensa autoridad que Platón ha

conseguido tener como fuente respetable de información sobre el mundo antiguo, la

contradicción demuestra claramente que todo el párrafo sobre Zenón y su desagrado

por los atenienses es una falsificación deliberada.

Pero, por supuesto, no hay contradicción alguna, excepto la inventada. Y sin

embargo, con esto no se puede dar por zanjado el asunto.

Porque en el caso del retrato que Platón ofrecía de Parmeneides y Zenón en

Atenas, las implicaciones van más allá de lo que parece a simple vista.

Cuando Platón escribió su Parménides, sabía que estaba inventando una fantasía

histórica de primera categoria: con un diálogo imaginario, brillantemente verosímil,

en boca de personas reales que habían vivido un centenar de años antes que él.

Y no fue el único escritor de su tiempo experto en crear precisamente ese tipo de

intricado diálogo ficticio. Pero ni siquiera él podía haberse imaginado que las

generaciones posteriores se tomarían tan en serio lo que había escrito.

Con la ayuda, en especial, de los platónicos, las ficciones de su Parménides y

otros diálogos crecieron como una bola de nieve. Pronto todo el mundo supo los

nombres de los atenienses a los que Zenón había enseñado y en qué consistieron

exactamente sus enseñanzas. La gente, además, pronto empezó a hablar largo y

tendido del profundo simbolismo del Parménides: de cómo los filósofos habían

tenido que viajar hasta Atenas para que sus enseñanzas pudieran analizarse,

corregirse y Sócrates y Platón les dieran su forma definitiva.

Pero existe también otro sentido muy distinto en el que el diálogo es simbólico.

Si se observa atentamente el retrato que pintó Platón, empiezan a aparecer fisuras.

Y si, como han hecho un par de expertos, se mira a través de las grietas, se empieza a

ver otra escena detrás. Porque hay pruebas que sugieren que Parmeneides y Zenón

fueron a Atenas, pero no para mantener una conversación teórica sobre las ideas de

Platón sino en calidad de embajada legal y política, como representantes de Elea,

como negociadores de paz.

Y las pruebas que tenemos sugieren que no fueron a pedir ayuda ni respaldo a los

atenienses, sino que su objetivo era hacer todo lo posible para impedir que Atenas

interfiriera en el delicado equilibro de poder en el sur de Italia. Su principal objetivo

al visitar la ciudad no era charlar de filosofía. Era mucho más práctico, mucho más de

lo que podríamos creer.

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LOS LEGISLADORES

«Dio leyes a los ciudadanos». Varios escritores de la antigüedad dijeron esto de

Parmeneides. Algunos también mencionaron que todos los años los dirigentes de Elea

hacían jurar a los ciudadanos que se mantendrían fieles a las leyes originales de

Parmeneides, y que Zenón, a su vez, había sido responsable del gobierno de la

ciudad.

Uno de estos escritores era el sobrino de Platón. Pocos se encontraban en

situación de saberlo mejor que él. Había viajado hacia el oeste junto con Platón y

había conseguido obtener un acceso más directo que cualquier otro escritor del que

tengamos noticia a la historia política o jurídica en el sur de Italia y en Sicilia.

No es precisamente lo más predecible que se puede contar de Parmeneides o de

Zenón. Pero, aquí también, poco de lo que tiene que ver con ellos es especialmente

predecible. La mayor parte de los historiadores no han sabido cómo interpretarlo. Y,

en caso de necesidad, tenderían a decir que no puede tener ninguna importancia real

porque no guarda ninguna relación con la filosofía de Parmeneides, con las

enseñanzas de su poema.

Nada podría estar más lejos de la verdad. Es sorprendente contemplar cómo los

expertos están tan ocupados extrayendo un sentido abstracto y teórico a la poesía de

Parmeneides que no se dan cuenta de un hecho muy sencillo: la parte central de su

poema, la más importante, se presenta formalmente como la crónica de un proceso

legal y está redactada en una terminología legal al uso.

Y este dato olvidado permite vislumbrar un drama antiguo y secreto. Moisés bajó

las tablas del monte Sinaí; Parmeneides trajo las suyas de las profundidades del

infierno.

Para comprender una cosa hay que tener algún punto de partida. Nosotros lo

tenemos. Parmeneides era un ouliadês íntimamente comprometido con el servicio de

Apolo; y Apolo mantenía los lazos más estrechos y próximos con la legislación.

Puede verse un ejemplo de esto especialmente bueno en Mileto, la famosa ciudad

caria donde vivía ese grupo de gente conocida con el nombre de molpoi.

Los molpoi no sólo eran responsables de la transmisión, siglo tras siglo, de los

misterios de Apolo o de las antiguas tradiciones kouros, sino que, dentro de Mileto,

estaban encargados de los asuntos legales internos. Y en relación con otras ciudades

tenían otro papel claramente definido.

Pero no se trata sólo de una cuestión de vínculos entre Apolo y la legislación, si

bien éstos son importantes. Por lo general, nos gusta ver las cosas aisladas unas de

otras. Y, sin embargo, los griegos no eran así, tal como muestran todavía muchas de

las pruebas.

En Sicilia vivía un gran filósofo, profundamente influido por los pitagóricos y en

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especial por Parmeneides. También fue, no sólo mago, sino un iatromantis: un

«sanador profeta», un sanador que actúa a través de la profecía.

Escribía poesía, como Parmeneides. Y en ella menciona una tradición que se llevó

a Egipto cuando los pitagóricos empezaron a abandonar Italia y Sicilia en dirección a

una gran ciudad llamada Alejandría. Según esta tradición, hay cuatro vocaciones

básicas que pueden dar a los seres humanos un grado especial de proximidad a lo

divino. Éstas son las de profeta, poeta, sanador y dirigente político o legislador.

Podría parecer una selección elegida al azar y, sin embargo, están todas

relacionadas entre sí. Y la señal más clara de su relación es el hecho de que son todas

ellas actividades dedicadas al mismo dios: Apolo.

En el caso del filósofo, iatromantis de Sicilia, hace ya tiempo que los estudiosos

se han dado cuenta de que cuando describe las cuatro vocaciones en realidad está

describiéndose a sí mismo. Las conoció todas.

Sin embargo, ahora estamos en situación de empezar a ver que no era la única

persona que encarnaba cada uno de estos papeles. De los descubrimientos de Elea —

junto con los restos del poema de Parmeneides, así como de otras tradiciones sobre él

— emerge la idea de que lo mismo podría decirse del hombre que admiraba y tanto le

influyó.

No es sólo una cuestión biográfica, unos detalles interesantes sobre la vida de

Parmeneides. En realidad, sólo cuando nos damos cuenta de cómo los papeles de

iatromantis y legislador influyeron en los menores aspectos de su poesía podemos

empezar a comprender lo que decía.

Una vez más, tenemos que volver a Platón y a la última obra que escribió. Se

llama Las leyes.

En el centro de la obra se encuentra la imagen de una ciudad ideal. Y justo en el

corazón de la ciudad ideal, está la clave de su existencia, su cuerpo de gobernadores.

Platón fue muy claro sobre los principales detalles de cómo hay que gobernar. Las

mayores autoridades en la preservación de la justicia y supervisión de los asuntos

legales tienen que ser sacerdotes, pero no cualquier tipo de sacerdote.

Específicamente, tienen que ser a la vez sacerdotes «de Apolo y del Sol».

Prosiguió explicando detalladamente cómo, después de su muerte, tenían que ser

tratados y adorados como héroes. Y los rasgos generales que describe —la vida de los

sacerdotes, su muerte— no son invención en absoluto. Se demostró hace tiempo que

derivan de lo que había aprendido de primera mano en sus visitas al sur de Italia y

Sicilia: de hecho, reflejan fielmente las tradiciones y prácticas pitagóricas.

En realidad, no es necesario sorprenderse al encontrar que las tradiciones

pitagóricas ocupan un lugar tan destacado en su obra final. En el sur de Italia los

pitagóricos gobernaban ciudades enteras de acuerdo con sus principios. Conseguían

amalgamar lo interno y lo externo, la política y el amor a la sabiduría, la teoría y la

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práctica, de una manera que Platón mismo nunca pudo imitar o conseguir. Desde que

los visitó cuando era todavía bastante joven, tomó prestado de ellos muchas cosas,

especialmente sus mitos e imágenes míticas.

Y allí, entre los pitagóricos, hacia el final de sus días, vio llevado a la práctica su

ideal irrealizado de filósofo y legislador.

Más de una vez en su vida Platón afirmó en términos claros que la autoridad final

y definitiva de un auténtico legislador tenía que ser Apolo. «Si sabemos lo que

hacemos» Apolo es el dios al que deben confiarse los asuntos más fundamentales de

la ley.

Y puso cuidado en incluir —entre los más importantes y esenciales de todos estos

asuntos legales— una cuestión especial que debería sernos ya muy familiar. Se trata

de los procedimientos exactos que debe seguir un legislador para la construcción de

santuarios dedicados a los héroes y para establecer su adoración.

Pero Platón también puso cuidado en explicar con tanta precisión como pudo lo

que se espera de los legisladores en esos casos, en especificar su papel y función. Y

no es exactamente lo que uno pensaría.

Una de las cosas cruciales que tienen que hacer es ésta: simplemente, seguir la

guía dada a la gente «a través de las visiones divinas o a través de la inspiración que

alguien reciba de los dioses y después revele a los demás». Así pues, a pesar de su

elevada posición, de toda la influencia y poder que imaginemos que tenían, se supone

que los legisladores no toman la iniciativa en todos los asuntos de la mayor

importancia ni hacen las cosas del modo en que podrían preferir. Ni siquiera se les

permite.

Su tarea es seguir y aceptar, tomar nota y obedecer. En esencia, sólo tienen que

dejarse guiar por las inspiraciones o visiones de los demás y resistir toda tentación de

interferir. «En todas estas cosas, el legislador no puede cambiar ni el menor detalle».

Y no cabe la menor duda sobre el tipo de práctica en que pensaba Platón. Porque,

en realidad, se refiere a algo muy concreto.

Todavía perduran las leyendas sobre los más destacados de los antiguos

legisladores de la Italia meridional, legisladores que los pitagóricos consideraban

figuras especialmente importantes. En términos sociales, podrían no ser nadie, los

más pobres entre los pobres, pero eso no impedía que se los tomara en serio y se los

tratara con todos los honores cuando revelaban a los demás algo que ahora sería

impensable: que los dioses se les habían aparecido en sueños y les habían dado leyes.

Todavía conocemos algunos nombres de griegos —y no griegos— que fueron

famosos porque se les revelaron leyes en visiones o sueños. Aparecen en los libros

junto con Parmeneides porque, igual que él describió al principio de su poema cómo

había recibido su conocimiento de la realidad mediante el encuentro con una diosa, se

decía que habían recibido sus leyes a través de encuentros con una diosa o un dios.

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Pero no se ha advertido una cosa en el proceso de elaboración de estas listas. La

reputación de Parmeneides entre los griegos no sólo se debía a su condición de

filósofo o poeta inspirado: también se lo conocía como legislador.

Y si examinamos la cuestión, podemos empezar a ver los motivos.

Al final de Las leyes, en las últimas líneas y palabras que publicó, Platón añadió

una dimensión más a su imagen de la ciudad ideal.

Desde entonces, ha sido causa de confusión incesante. Los historiadores han

ofrecido las explicaciones más extraordinarias para este pasaje; otros lo han

rechazado como completamente superfluo, innecesario, una señal de senilidad

incipiente.

Platón describió que detrás de un gobierno con la mayor autoridad aparente en

asuntos legales tiene que haber otro grupo de gente, todavía más poderoso, también

compuesto en gran medida por sacerdotes de Apolo y del Sol. Éste será el grupo

responsable no sólo de hacer o supervisar las leyes sino de profundizar

continuamente en su comprensión y en sus fuentes.

Y lo más extraño de todo de este grupo de gente es el nombre que decidió darle,

así como el momento en que especificó que debían reunirse.

Lo denominó «Consejo Nocturno» y, a pesar del nombre, insistió en que tenía que

reunirse todos los días en un momento concreto: no al principio ni en mitad de la

noche, sino en el intervalo preciso que media «entre las primeras luces y la salida del

Sol».

Por supuesto, explicó el motivo de por qué tenía que reunirse entonces y no a otra

hora: «Porque es el momento en que todos los convocados tendrán mayor facilidad y

libertad de sus otras actividades y compromisos».

Pero al margen de lo que la mayoría de los expertos hayan pensado sobre la idea

de Platón del Consejo Nocturno, no han dejado de sospechar que esa idea de tiempo

libre y otras actividades no es más que una banalización, un débil intento de

racionalizar otra cosa.

Tienen razón. Para comprender lo que está en juego sólo hay que recordar a los

pitagóricos del sur de Italia y su valoración de la lección que aprendió Orfeo cuando

llegó al mundo de los muertos mediante la incubación: que Apolo está unido

fundamentalmente a la Noche porque los poderes de ambos tienen una única fuente.

Pero eso no es todo. Existe también el relato más antiguo conocido del descenso

de Orfeo al inframundo, que resulta ser también el fragmento más antiguo en el que

se identifica al Sol con Apolo. El párrafo describe lo que Orfeo —sacerdote de Apolo

y del Sol— hacía después de ir al inframundo y de ver lo que allí hay que ver. Explica

que «se levantaba de noche» mientras la gente todavía dormía, subía a una montaña y

«aguardaba desde las primeras luces del alba hasta la salida del Sol para ser el

primero en verlo».

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Y lo que veía cuando salía el sol no sólo era el objeto que vemos en el cielo, sino

lo que le habían enseñado en otro mundo.

Platón siempre ha sido alabado por su extraordinaria creatividad como escritor;

por el maravilloso poder de evocación de sus mitos y de su imaginería mítica. Lo que

nunca se destaca es el modo que eligió para abordar las antiguas tradiciones

mitológicas y —por pura falta de interés o porque no las entendía— oscurecer su

significado, confundir los detalles, difuminar los contornos de lo que había tenido las

más nítidas distinciones. Lo que nunca se dice es cuánto se ocultó y se perdió.

El lector podría preguntar: ¿el que Orfeo fuera sacerdote de Apolo y el Sol es el

único motivo para que la mitología sobre él haya tenido una influencia tan especial en

la formulación de lo que dijo Platón al final de su libro sobre las leyes? ¿O podría

haber algo más?

La respuesta es que hay algo más.

Las vasijas del sur de Italia en las que aparece Orfeo en el inframundo también lo

muestran con la diosa Justicia. Cuando se encuentra frente a frente con Perséfone,

Justicia está detrás. Y hay fragmentos de poesía órfica que rellenan algunos de los

huecos sobre su oscura figura.

El padre de la diosa Justicia se llamaba Ley. Y, además de Justicia, había otra

diosa que también vigilaba con ella en la entrada de la caverna de la Noche. Mientras

que Justicia tiene como misión hacer que las leyes se respeten y se haga justicia, esta

otra diosa elabora y crea las leyes. Es la legisladora divina del universo.

De manera que cuando Parmeneides descendió a los infiernos, a los reinos de la

Noche y de la diosa Justicia, lo condujeron al lugar de donde proceden todas las

leyes: a la mítica fuente de legislación donde se entregan las leyes al legislador.

Actualmente, la diosa Justicia de Parmeneides es, para los estudiosos, sólo una

abstracción filosófica, un símbolo del rigor y la corrección de su capacidad de

razonamiento. Pero su significado es mucho mayor. Y no es sólo una cuestión de

rasgos aislados en algunas leyendas sobre Orfeo.

El lector tal vez recuerde al hombre de Creta que aparece denominado como

kouros, del que se decía que había dormido en una caverna durante años y que,

cuando se hizo famoso, explicó que su maestro había sido su sueño.

Se creía que este hombre había aprendido acerca del mundo y el juicio de los

muertos; que «había tenido encuentros con los dioses mientras soñaba con ellos y con

sus enseñanzas, así como con la Justicia y la Verdad». Hemos visto ya lo relevante

que es esto para el relato de Parmeneides de su descenso al inframundo, de lo que

aprendió allí sobre la Justicia y la Verdad y de su reunión con diosas entre las que

estaban la propia Justicia, que guardaba la entrada de las Moradas de la Noche.

Pero estos detalles míticos son más importantes de lo que podría parecer.

Según la leyenda, tras su encuentro con la Justicia y la Verdad el hombre de Creta

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fue llamado a la antigua Atenas para curar a la ciudad de una plaga generalizada. Y

las viejas historias sobre él —su nombre es Epiménides— dan una buena idea de la

forma que tomó dicha curación.

En parte tomó la forma de rituales que exigían paciencia: incluían la habilidad

para acechar animales, seguirlos en sus movimientos. En parte consistió en insistir en

que los atenienses empezaran a poner fin a la bárbara subordinación de las mujeres y

dejaran de tratarlas tan mal.

Pero, sobre todo, la curación de los atenienses por parte de Epiménides se explicó

como una introducción de la «justicia» en la ciudad, abriendo paso a una nueva

legislación y a unas leyes nuevas. Esta idea no es arbitraria. Por el contrario, aquí se

ve lo profunda que llegó a ser para un iatromantis la relación entre la curación y la

legislación: dar buenas leyes a una ciudad es curarla.

En cuanto a la lógica subyacente y la implicación en toda esta secuencia de

acontecimientos, debería ser obvia. La diosa Justicia abre paso a la justicia. Mediante

el encuentro con la Justicia en otro mundo, otro estado de conciencia, es posible traer

la justicia a éste.

El lector podrá decir que toda esta disquisición sobre justicia, legislación y otro

mundo no son más que leyendas, imágenes, mitología: la materia con que están

hechos los sueños. Y tendría razón al decirlo.

Pero estaría equivocado.

Existen otras tradiciones que muestran que Epiménides no era la única persona de

Creta conocida por encontrar la justicia como resultado de un sueño. Y, lo que

todavía es más importante, éstas dejan claro que la experiencia legendaria de

Epiménides cuando se quedó dormido en una cueva cretense no se refiere solamente

a un accidente o azar.

De acuerdo con estas tradiciones, los grandes legisladores de Creta eran kouros a

los que se les habían revelado las leyes en una caverna a través de la práctica ritual de

la incubación.

Los mitos no son sólo mitos. Apuntan al empleo de las técnicas incubatorias

como preparación para la legislación y proporcionan un ejemplo perfecto de lo que

quisieron decir algunos escritores griegos posteriores cuando explicaron que la

incubación había dado a los seres humanos dos de las mayores bendiciones: la

curación y las buenas leyes.

Lo que nos trae de nuevo a la incubación. Una vez más, tras el velo de las

abstracciones que hemos tomado por todo lo que existe, nos enfrentamos a los

indicios de otra realidad: una realidad en la que entraron y experimentaron gentes que

sabían cómo hacerlo.

Y, en lo que a Parmeneides respecta, el hecho de que la mejor prueba de este

vínculo directo entre la incubación y la legislación proceda de Creta es muy

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significativo. En el mundo griego hay dos lugares concretos que ofrecen el más

estrecho paralelo con los rituales kouros practicados en Creta. Uno de ellos es Mileto.

El otro es la ciudad de Focea.

Y estas tradiciones kouros conocidas antaño en Creta o en otros lugares nunca

desaparecieron. Al fin y al cabo, sería raro que lo relacionado con cosas que no

cambian no tendiera a permanecer. Estas tradiciones se encuentran en el Este,

sobreviviendo en tradiciones que se desarrollaron en torno a la figura conocida en

persa como javânmard, en árabe como fatâ. Ambas palabras significan «hombre

joven», igual que el griego kouros.

Se empleaban exactamente en el mismo sentido que el del griego clásico para

referirse a un varón menor de treinta años. Pero, en la práctica, las palabras también

tenían un significado más amplio y mucho más técnico.

Un fatâ o javânmard era un hombre de cualquier edad que había ido más allá del

tiempo; que, a través de la intensidad de un deseo, había realizado un viaje iniciático

fuera del tiempo y el espacio y había llegado al corazón de la realidad; que había

encontrado lo que nunca envejece ni muere.

Entre los sufíes y otros místicos, especialmente en Persia, se decía que esos

«hombres jóvenes» siempre existen en algún lugar de la tierra. La tradición a la que

pertenecen se mantiene viva en una línea de sucesión continua que no está vinculada

a ningún país o religión concretos. Y se mantiene viva por una sencilla razón: porque

el mundo en el que vivimos no podría sobrevivir sin ellos. Ellos son los profetas, con

frecuencia desoídos y casi siempre malentendidos, que siguen existiendo porque así

debe ser.

Sólo a través de ellos el hilo que une a la humanidad con la realidad permanece

intacto. Tienen la responsabilidad de facilitar el viaje del héroe a otro mundo, a la

fuente de luz en la oscuridad, y traer de vuelta el conocimiento eterno que allí

encuentran. Sin este conocimiento o guía, los hombres estarían totalmente sordos o

ciegos. Estarían totalmente perdidos en su confusión.

En gran medida, esta figura del javânmard o fatâ tiene su origen en las antiguas

tradiciones heroicas iraníes, pero también tiene otras procedencias. Unas de las más

significativas son las tradiciones de los primeros filósofos griegos que se llevaron de

Alejandría al desierto egipcio y, en algunos casos, pequeños grupos de alquimistas

mantuvieron vivas durante siglos antes de transmitirlas a Oriente, al mundo árabe y

persa.

Vistos a través de los ojos de los alquimistas árabes o los místicos persas, los

primeros filósofos griegos no eran sólo pensadores o racionalistas. Eran vínculos en

una cadena de sucesión iniciática. Sólo más tarde sus enseñanzas se fueron hundiendo

gradualmente en el intelectualismo: «las huellas de los senderos de los antiguos

sabios desaparecieron» y «sus directrices se borraron o se corrompieron y

distorsionaron».

En cuanto a lo que escribieron estos filósofos, se expresaba en acertijos porque no

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estaban interesados en dar respuestas fáciles o teóricas. Su objetivo era hacer que uno

percibiera dentro de sí mismo aquello sobre lo que otros podrían limitarse a pensar o

hablar. Tenían la capacidad de transformar a la gente, de conducirla a través de un

proceso de muerte y renacimiento hasta lo que está más allá de la condición humana;

de llevar a los huérfanos de regreso a la familia a la que siempre habían pertenecido.

Además de todo esto, tenían que llevar a cabo un papel concreto.

Se decía que habían sido legisladores, pero no de cualquier tipo, sino legisladores

que eran a la vez profetas y que recibían sus leyes de otro mundo. 

 

 

CUESTIONES PRÁCTICAS

No puede haber nada más alejado de lo que ahora consideramos la realidad que esta

idea de que un pueblo reciba las leyes a través de los sueños u otros estados de

conciencia y que les sean dadas desde otro mundo. De hecho, semejante idea es tan

remota que apenas podemos creer que fuera nunca nada más que eso: una idea. Pero

sí lo fue.

Sin embargo, no basta con llegar a admitir que en otros tiempos esto era una

realidad en Occidente. Seguimos sin atinar en la cuestión fundamental. La realidad no

se parece a aquello a lo que estamos acostumbrados; y por este motivo en este nivel

tan profundo sentimos la necesidad de negar su existencia. Porque el hecho es que

nos encontramos ante algo que no entendemos.

Nada podría parecernos más absurdo y menos práctico que la idea de crear nuevas

leyes a base de yacer en silencio e inmovilidad totales. Pero desde el punto de vista

de la gente que lo hacía, lo que parece poco práctico son nuestras ideas sobre lo

práctico.

Creemos que ser «práctico» significa estar ocupado siguiendo adelante con

nuestra vida, corriendo de una distracción a otra, encontrando más y más sustitutos de

lo que percibimos débilmente pero no sabemos cómo asumir o descubrir. Ahí surgen

los problemas, problemas en comprender tanto el pasado como a nosotros mismos.

La situación es exactamente la misma cuando se trata de dar sentido a las

enseñanzas de Parmeneides en su poema.

Hace tiempo, un escritor se tomó la molestia de formular lo que ningún otro

historiador se habría atrevido a poner en duda o se habría molestado en mencionar.

Escribió que «no hay el menor indicio» de que la filosofía de Parmeneides tenga la

menor relación con nuestra vida y lo que hacemos con ella, con los aspectos prácticos

de nuestra vida profesional y nuestro estilo de vida: que su enseñanza es puramente

especulativa y teórica.

Y, sin embargo, el propio Parmeneides ofrece una imagen muy distinta. No hay

nada teórico o poco práctico en el modo en que, incluso antes de empezar su

explicación de la realidad, describe el camino imaginario «por el que vagan los seres

humanos, sin saber nada», sin ir a ningún sitio:

Porque la impotencia que sienten en el pecho es lo que guía su pensamiento

errático mientras se ven arrastrados, aturdidos, sordos y ciegos a un tiempo,

multitudes indistinguibles e indistinguidas.

Por el contrario, lo que dice es tan práctico que mina todas las nociones que

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tenemos sobre lo práctico. Si uno se lo toma en serio, no puede seguir viviendo la

vida como antes.

A primera vista, hay algo bastante alarmante en el modo en que, a lo largo de los

siglos, los académicos han desarrollado las técnicas más sofisticadas para evitar la

simple implicación de lo que dice Parmeneides. Algunos han alegado —sin prestar

ninguna atención a sus palabras— que Parmeneides no habla de la gente en general,

que se limita a criticar a uno o dos filósofos. Otros ven lo absurdo de esta explicación

y aceptan que se refiere a los seres humanos en su conjunto. E incluso algunos, desde

un punto de vista comedido y razonable, llegan a la conclusión de que los seres

humanos a los que se refiere Parmeneides son claramente mortales «ordinarios» que

«sólo ven su entorno cotidiano, pero no más allá».

Pero durante todo el tiempo dedicado a estudiar el poema de Parmeneides, a

analizarlo, discutirlo y escribir sobre él, nadie se ha atrevido siquiera a formular una

pregunta directa. ¿Es posible que se refiriera a nosotros?

En realidad, no es tan alarmante que esta pregunta tan práctica no se haya

planteado nunca. No es en absoluto alarmante, porque confirma del modo más directo

posible lo precisa que es la descripción de Parmeneides.

Nuestro pensamiento errático es tan inquieto que va de un lado a otro, nos lleva

de teoría en teoría, de una sofisticada explicación a otra. Pero no tiene la tranquilidad

que permitiría a nuestra conciencia centrarse unos momentos en nosotros.

Por este motivo, después de más de dos mil años de discutir, teorizar y razonar,

nadie puede estar de acuerdo con nadie sobre nada importante durante mucho tiempo.

Y por eso, por mucho que pensemos, nunca podremos llegar a ver la verdad sobre

nosotros mismos a menos que nos demos cuenta de que falta algo más.

Toda comprensión de lo que originalmente significaban o representaban las

enseñanzas de Parmeneides se desvaneció rápidamente en Occidente.

Pero, a pesar de todo, la conciencia general de que en otro tiempo había contenido

algo muy real —y profundamente práctico— siguió difundiéndose por el mundo

antiguo como una onda expansiva.

Existe un texto antiguo con una afirmación que siempre se acoge con una mezcla

de incomodidad y silencio. Es una afirmación que carecería de sentido si

Parrneneides fuera sólo un filósofo teórico.

El texto habla simplemente de la suprema sabiduría de intentar «tanto de palabra

como de obra vivir una vida pitagórica y parmenidiana». Y sigue diciendo que, para

cada uno de nosotros, nuestra vida entera es un acertijo que espera ser resuelto. El

escritor añade que no existe mayor peligro o riesgo concebible que no poder resolver

el acertijo de nuestra vida a lo largo de ésta.

La mención de un modo de vida pitagórico y parmenidiano parecería útil para

entender de qué se trata. Pero incluso eso ha pasado a significar poquísimo.

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Actualmente se da por hecho que los pitagóricos eran poco más que soñadores poco

prácticos, de pensamiento empañado y obsesionado por el misticismo porque todo lo

que les interesaba era la existencia de un nebuloso otro mundo.

Y, sin embargo, la realidad era muy distinta. Incluso las palabras a las que

estamos más acostumbrados todavía tienen una historia que contar. La evidencia

indica que los primeros griegos que acuñaron la palabra «filosofía» en el sentido

técnico de amor a la sabiduría eran pitagóricos, lo que no resulta sorprendente,

considerando su afición a acuñar palabras nuevas o dar significado nuevo a las

existentes.

Pero para ellos la filosofía no se había convertido en lo que es para nosotros. Para

ellos era algo que implicaba a todo su ser, que conducía a la totalidad y a la libertad.

No había medidas intermedias: la sabiduría te exige todo lo que eres.

Todavía podemos ver ejemplos de lo que eso quería decir. El hombre que hacía el

papel de anfitrión cuando Platón viajó al sur de Italia a visitar a los pitagóricos

algunas veces aparece descrito en los estudios modernos como un viejo excéntrico y

raro, alguien a quien le gustaba pasar el tiempo inventando juguetes para los niños. Y

es cierto que era inventor. En realidad, era uno de los pitagóricos que se dedicaba a la

ingeniería y al diseño mecánico.

También gobernaba la ciudad en donde vivía y era el comandante de uno de los

ejércitos más poderosos de Italia. Porque los pitagóricos luchaban si era necesario

defender su vida, sus leyes y sus tradiciones: contra las tribus locales y también

contra la amenaza ateniense.

Y luchaban de manera que no podemos ni imaginar. La historia del armamento en

Occidente se desarrolló gracias a ellos. Inventaron distintos tipos de artillería,

basados en los principios de la armonía y el equilibrio, que se convirtieron en la

forma habitual de esas armas durante casi dos mil años. Para ellos incluso la guerra

era una gran armonía, que ejecutaba el comandante de artillería y se oía en las

cuerdas de la catapulta.

En lo que a ellos respectaba, la armonía no era ningún ideal celestial. Y no tenía

nada que ver con las ideas sentimentales de dulzura y paz.

Merece la pena mencionar otro escrito sobre las enseñanzas de Parmeneides. Está

relacionado con Zenón y su muerte.

Circularon muchas historias sobre el modo en que murió, en completo silencio,

bajo tortura, pero en todas las versiones aparece el tema central de que lo asesinó un

tirano local cuando lo apresó dirigiendo una conspiración armada. Y un autor clásico

hizo una afirmación que se tradujo como una explicación de que, cuando Zenón vio

que había terminado su vida, «entregó a las llamas la obra de Parménides pues era

preciosa como el oro puro».

Y, sin embargo, el original griego no dice eso. Lo que dice es que, a través de su

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sufrimiento «puso a prueba las enseñanzas de Parménides en el fuego, como se hace

con el oro que es puro y verdadero».

Puede pensarse que todo esto es una invención romántica, especialmente porque

estas historias contienen rasgos típicos de relatos acerca del heroísmo ante la muerte

de los hombres y mujeres pitagóricos. Pero tal como han advertido algunos eruditos,

hay detalles muy particulares en las historias de la muerte de Zenón que demuestran

que no tienen nada de fantasía; y los descubrimientos arqueológicos recientes en

lugares cercanos a Sicilia han dejado todavía más claro que dentro de ellas hay un

núcleo de verdad.

Para ser más precisos, los detalles indican que Zenón murió sacando armas de

contrabando de Elea para ayudar a la gente de una pequeña isla volcánica situada ante

la costa de Sicilia a defenderse del poder invasor de Atenas.

Y, por supuesto, como todos sabemos, ganó Atenas. 

 

 

Así el misterio pascual que es una negación de la negación se constituye en la base  ontológica-gnoseológica de toda la cultura occidental

 

La otra cura es la de Lacan donde la cadena de significantes se libra de todo significado, atravesando toda fantasía   

0←1←0

 

Aquí el mediador hace una afirmación de la afirmación y la rueda del Samsara se devela como Dhrama, logrando el tao, el nirvana , la experiencia pura, nada explica mejor el misterio dhramico que los basho de Nishida kitaro.

 

Bazo

Por Yuko Ishihara

Basho (場所), que literalmente significa “lugar” en japonés, es posiblemente el concepto más importante en la filosofía de Nishida Kitarō (西田幾多郎1870–1945), un filósofo japonés moderno y fundador de la tradición de la Escuela de Kioto. El concepto de basho de Nishida fue introducido por primera vez en un ensayo titulado “ Basho ” publicado en 1926 en el contexto de la búsqueda de los fundamentos de nuestro conocimiento. [1] En desacuerdo con las posiciones epistemológicas que asumen la distinción entre conocedor y conocido, sujeto-objeto para comenzar, Nishida quería mostrar que el yo o la conciencia no es principalmente un sujeto epistémico (como Kant y los neokantianos lo sostendrían), sino el “lugar” que hace posible el conocimiento.

Pero, ¿qué significa decir que el yo es un “lugar”? Ueda Shizuteru (上田閑照, 1926-2019), filósofo de tercera generación de la Escuela de Kioto, ha proporcionado una ilustración útil. [2] En japonés, cuando uno escucha el sonido de una campana, naturalmente diría, “ Kane no oto ga kikoeru ” (鐘の音が聞こえる), que puede traducirse literalmente como “Se escucha el sonido de la campana”. Para un hablante de inglés, esa forma de hablar suena extraña, ya que en inglés es más natural decir, “Oigo el sonido de la campana”. Ueda explica que en la frase inglesa, la experiencia es captada y articulada por el sujeto “yo”, mientras que la frase japonesa expresa un evento anterior a esa postulación del “yo” como sujeto. Antes de que el sujeto asuma la experiencia como propia y diga: “ Oigo …”, simplemente existe la experiencia de oír el sonido de la campana. Todavía no hay un sujeto que esté oyendo la campana ni hay un objeto, “la campana”, que esté siendo oído. En su primera obra, Zen no kenkyu (善の研究, 1911), Nishida llamó a esto “experiencia pura”. Es la experiencia directa anterior a la dualidad sujeto-objeto. Ahora bien, si bien el “yo” como sujeto puede estar ausente en una experiencia de este tipo, esto no quiere decir que esté más allá de la conciencia. Antes de que el yo o la conciencia se convierta en el sujeto de nuestra experiencia, se retira y revela el sonido de la campana tal como es. En otras palabras, el yo o la conciencia es el “lugar” en el que se oye el sonido de la campana. Cabe señalar que Ueda no está sugiriendo que las estructuras de nuestro lenguaje reflejen directamente la forma en que experimentamos la realidad, sino que solo dice que la forma natural de hablar en japonés puede servir como ilustración de la noción del yo en cuestión.

El propio Nishida no se refirió a la lengua japonesa, sino que recurrió a la estructura lógica de los juicios subsuntivos para demostrar que la conciencia es el “lugar” que hace posible el conocimiento. En el juicio “el rojo es un color”, el predicado y universal “color” subsume al sujeto gramatical y particular “rojo”. Si uno lleva la particularización hasta su límite, se llegaría a aquello que es sujeto pero nunca predicado, que era la definición de sustancia de Aristóteles ( hypokeimenon ) y que él identificó con las cosas individuales. Pero para conocer a tales individuos, todavía deben ser subsumidos por algún universal. En consecuencia, Nishida fue en la otra dirección y llevó la universalización hasta su límite donde encontró aquello que es predicado pero nunca sujeto. Nishida llamó a esto “el plano predicativo trascendente” (超越的述語面, ch ō etsuteki jutsugomen ). Todos los juicios y, en consecuencia, todo conocimiento, se fundamentan en este plano predicativo trascendente, al que también llama “el lugar de la nada” (無の場所, mu no basho ). Es “nada” porque no puede ser objetivada ni predicada. Sin embargo, es el “lugar” de toda objetivación y predicación. Esto, para Nishida, no era otro que el yo o la conciencia. Sin embargo, mientras esta “nada” se entienda en relación con las cosas que se objetivan en la conciencia, es “el lugar de la nada relativa” (相対無の場所, s ō taimu no basho ). El lugar “verdadero” de la nada, según Nishida, es “el lugar de la nada absoluta” (絶対無の場所, zettaimu no basho ). Aquí, la nada absoluta no significa que no haya absolutamente nada como para sugerir una posición nihilista. Más bien, significa que el yo se ha vaciado completamente de sí mismo (el yo se ha convertido en absolutamente nada), permitiendo que las cosas se presenten tal como son. Según Nishida, entonces, nuestro conocimiento se basa en última instancia en el lugar de la nada absoluta donde ya no hay distinción entre el conocedor y lo conocido. Aunque nunca fue su intención proporcionar una base filosófica del budismo zen, la idea del lugar de la nada absoluta como el fundamento sin yo de nuestro conocimiento y realidad claramente tiene sus raíces en la experiencia de Nishida en zazen . Y es en esta idea donde encontramos la contribución más original de Nishida, que no encuentra precedente en la historia de la filosofía.

En los años 30 y 40, cuando los intereses de Nishida se centraron menos en las preocupaciones epistemológicas y se orientaron más hacia la realidad histórica, su noción de basho adquirió un nuevo significado. Basho ya no se entiende en términos de conciencia, sino del mundo histórico en el que tienen lugar nuestras acciones corpóreas. Sin embargo, esto no quiere decir que el yo ya no fuera importante en la filosofía de Nishida. Por el contrario, Nishida destaca la relación codeterminante entre el yo (o lo que él llama “individuos”) y el mundo sociohistórico. Por un lado, el yo está determinado por el mundo en el sentido de que nace y vive en una sociedad. Por otro lado, a través de sus acciones, el yo da forma al mundo y hace historia. A diferencia del período anterior, en el que basho , como fundamento del conocimiento y la realidad, tenía prioridad sobre lo “emplazado” (lo que está “en el lugar”), el período posterior enfatiza la relación dialéctica entre el yo (lo emplazado) y el mundo (el lugar, basho ). 

 

       0←1←0

 

Así el proceso va de la nada relativa a una nada absoluta donde el yo que disuelto en esta nada, librado de toda ficción, de toda ideología, en la fluctación del vacío, que ya no logra formar ideas en nuestra conciencia, es un puro experiementar como en los Haikus donde todo acontece intuitivamente.

 

 

Veamos el proceso occidental yo voy de negación en negación hasta alcanzar la contemplación del ser que es la contemplación sincrónica  de todo el camino recorrido diacronicamente.

 

A esto le llamamos redeconstrucción  porque si miras el proceso va progresivamente hasta  volver a lograr la unidad pero ahora conscientemente.

 

1→0→1/9→0→1/8→0→1/7→0→1/6→0→1/5→0→1/4→0→1/3→0→1/2→0→1

 

Ese último uno es el ser, que no es otra cosa que la visión sincrónica de todo el camino recorrido, pero el proceso es más complejo.

 

Yo parto del ser 1→0 (voy al no ser en una negación del ser  y en una doble negación donde se niega al ser y al no ser,   llegando así  nuevo al ser) → 1 (que se ve total, aquí está la verdad pero entro al dialogo, alguien me contra dice y después de vencer me ego caigo en cuenta que este no era el ser, no era la verdad, no era el absoluto así que se produce de nuevo el proceso de la doble negación y aquello que se veía como el total pasa a verse como una parte) 

1→0→1/9→0→1

 

Para de nuevo  creer que encontré la verdad y de nuevo seguir el camino

 

   1→0→1/9→0→1/8→0→¿1?

 

Y así se da el proceso reflexión redeconsructivo,q ue beca llegar a la unidad de lo total donde por fin nuestra identidad estará clara nosotros somos todo ese camino , contemplado sincrónicamente como en el modelo del árbol de la vida de la Kabhala.

 

 

El proceso inverso es el de la construcción que se invierte en deconstrucción y que es regresivo

0←1←0

Y que va en una afirmación de la afirmación  pero aquí lo que se busca es la multiplicidad  

 

0←1←1/9←1←1/8←1←1/7←1←1/6←1←1/5←1←1/4←1←1/2←1←0

 

Aquí el proceso no para hasta lograr el basho definitivo donde nuestro ser, nuestra conciencia, nuestro pensamiento por fin se hace nada superando toda dualidad.

 

Este es un proceso de diferencia, deconstructivo, que va la multiplicidad

 

Así el proceso redeconstructivo es progresivo va de movimiento en movimiento, ascendiendo en el árbol de la vida hasta llegar a la raíz, comprendiendo que el árbol está  invertido y que ascender es descender y el proceso deconstructivo es conservador yendo en el camino de la quietud de la conciencia para lograr el flujo de la experiencia donde nuestro ser se disuelve. Así se va descendiendo  de Keter a Malkut  de la corona al reino, develando la multiplicidad, Derrida dirá que esta multiplicidad revela una metafica de la ausencia y no le falta razón la unidad se pierde pero cada multiplicidad devela esa unidad si no olvidamos el ser.

 

 

¿A qué viene todo esto? A redeconstruir la noción de modelo que Mario Bunge utiliza en su semiótica de la ciencia.  

 

Leamos:

 

Puesto que la ciencia se ocupa del mundo externo, las teorías

científicas deben incluir no solo interpretaciones matemáticas, sino tam-

bién interpretaciones fácticas, o sea correspondencias constructo-hecho.

Los supuestos semánticos de la ciencia fáctica correlacionan determina-

das estructuras matemáticas con sistemas reales y un sistema real no es

un objeto matemático. (La identificación, tan de moda, de los modelos

con mundos posibles ha sugerido la perspectiva de que el mundo real es

únicamente un modelo posible. Esta nueva versión de la alegoría plató-

nica de la caverna pasa por alto un par de detalles. Uno de ellos es que,

mientras que un modelo es un constructo inofensivo e impoluto, el

mundo no es fruto del trabajo de un matemático. Otro es que, mientras

que una fórmula puede o no ser satisfecha en un modelo, las leyes natu-

rales son inherentes al mundo real. El tercero es que, mientras que cada

modelo está totalmente caracterizado, ninguna parte de la realidad, por

más pequeña que sea, se conoce de manera exhaustiva.) Más aún, los su-

puestos semánticos de la ciencia fáctica son hipótesis refutables (Capítu-

lo 3). Por ejemplo, unas mediciones más exactas mostraron que la teoría

de Yukawa no trataba de μ-mesones, tal como se había conjeturado ori-

ginalmente, sino de π-mesones. En cambio, puede considerarse que las

reglas de asignación (de extensiones) que proporciona un modelo exten-

sional son válidas de modo analítico, a condición de que se interprete la

analiticidad de manera permisiva (Kemeny, 1956).

En resumen, la teoría de modelos no nos ayuda a dilucidar las pe-

culiaridades semánticas de la ciencia fáctica. La semántica de la ciencia        

     

levanta el vuelo allí donde la teoría de modelos llega a sus límites: véase

la Figura 6.2.

Atendamos, a continuación, al problema de la interpretación fáctica,

el mapa φ del cual la teoría de modelos no se ocupa. 

 

Estructura abstractamediada por la teoría de modelos ModelosMedada por la semántica de la cienciacosa real.

 

Aquí Bunge nos vende su semántica de la ciencia  

 

Pero ¿Sabemos lo que es un modelo?  

 

Desde neustra reflexión siguiendo el proceso de negación de la negación para alcanzar el absoluto un modelo es la vista sincrónica del  mundo.

 

Acá se nos dirá  que el modelo es un constructo no la realidad y se intentara matar a Platón pero Platón siempre resucita.

Y es que lo real es  la idea y la idea es el mapa arquetipal visto sincrónicamente.

 

Loa científicos asumen que una cosa es la experiencia y otra la teoría y eso es esquizofrenia epistemológica, la contemplación de la idea es parte de la experiencia, ahí está Nishida tratando de lograr la experiencia pura, y esa experiencia siempre pasara por la contemplación de la idea y entonces el modelo es el mundo y no lo es, porque nunca logramos la completud de la idea así Hegel halla creído  que vio la idea tal cual o que Platón haya asumido lo mismo, más la idea esta vida, aunque no se mueva.

¿Eso significa que somos idealistas? 

No, porque el discurrir de la idea es diacrónico y su verdad está en el fluir de la experiencia pura, entonces hay una meta dialéctica entre la idea de mundo y el mundo discurriendo diacrónicamente, entre la revelación y la develación.

 

Así todo modelo es un mundo revelado sincornicamente y toda experiencia es ese mundo develándose diacrónicamente, más la idea está  en la experiencia y la experiencia en la idea.

No son separables.

 

Si pretendemos esa separación objetiva, la tenemos que hacer consciente como una estrategia didáctica , pero no creernos esta estrategia al punto que digamos que el modelo no es la realidad, por supuesto que lo es  lo real y lo real nos otra cosa que la realidad vista sincrónicamente así como la realidad no es otra cosa que lo real vivido diacrónicamente.

 

Aquí está la cuestión todo modelo es una revelación del ser, del cosmos, del mundo. Y esta revelación está  sometida a la dialéctica del fluir de  la experiencia.

 

¿Y como podemos saber cuándo tengamos una verdad?

 

Si lo sincronico se revela en sueños y lo diacrónico en el actuar, jamás lo diacrónico confirma la experiencia, simplemente la recuerda, porque son dimensiones distintas aunque  son la misma  y entonces sabemos y no sabemos la verdad, por lo mismo ningún conocimiento puede ser descartado ni el error mismo y al mismo tiempo todo conocimiento es falso, la única manera es caminar el camino.

Pero hay un problema al caminar el camino, lo gnoseológico  es integro no es solo intelectual es emocional , espiritual , corporal y hay un sentido de culpa de pecado, que no permite que entremos en el ser, por eso es necesario curar la psiquis,ahí están las dos formar la de Lacan sabiendo que no existe el inconsciente solo una cadena de significantes y la de Jung viendo todo el mapa arquetipal del significado pero no somos dignos ni de uno ni del otro, asi se hace necesaria la presencia de un salvador , de un maesro que haya recorrido el camino del árbol de la vida tanto ascendiendo redeconstructivamente hasta la unidad como descendiendo deconstructivamente a la multiplicidad  ese es Cristo, donde nuestro corazón se libra de todo sentimiento de mancha.    

 

¿Pero si es así?

 

Porque en los cristianos no se revela la totalidad o se devela el tao este fluir de la experiencia?

 

Pues porque trafican, pocos o nadie acompaña a Cristo a la cruz, la gran mayoría se queda en el primer testamento, otros comprenden mal el segundo y muy pocos lograr el tercero que es el principal ese testamento que se escribe en nuestras vidas, a nosotros como peruanos nos tocaría  recorrer esta meta dialéctica desde Gamaliel Churata pero el trauma es tan grande que simplemente Hod se nos hace imposible.

 

   ¿Oh habrá alguno que se atreva a mirar el “modelo” en sus sueños y a vivirlo en una experiencia pura?   



Miguel Blásica
Pon los créditos Christian. El proceso creativo se llama SENTIR y la foto es de Robert Julca.

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